El Gran Hermano me recuerda un experimento holandés con monos encerrados en un recinto para ver cómo se organizan políticamente. Es interesante: los primates se coaligan entre sí para derribar al jefe y dominar a las hembras. Cuando empezó, el Gran Hermano español reproducía el experimento de Holanda: individuos encerrados, desprovistos de elementos de civilización (libros, bolígrafos, noticias...), reducidos a la subjetividad, o sea, sólo a lo que tiene que ver con el espíritu sexual. Sus primeros gestos, los cruces de las primeras palabras entre sí, eran por entero una ceremonia preparatoria del contacto sexual.
Pero el Gran Hermano es al fin y al cabo un concurso que coloca a sus actores en una situación de competición por un premio en juego; reproduce las pautas capitalistas protestantes que describió Weber, condicionando a los individuos para luchar a muerte –traicionar, derribar, expulsar del grupo...– hasta que el último de la competición feroz obtiene los 20 millones de pesetas, que son el refuerzo para este experimento, como la comida que premia a las ratas que hacen girar una ruleta.
Pero este programa se puede ir al garete, y no por falta de audiencia, sino por estar concebido desde una perspectiva germánica capitalista. Yo le doy importancia a la distinción entre lo protestante y lo católico. El protestantismo fabrica una sociedad individualista, partiendo del principio de que cada uno busca su salvación personal. Un sedimento luterano ha hecho funcionar el programa en Alemania y Holanda, pero sus promotores, al traerlo aquí, no han contado con la disposición católica de los participantes. Presentaron la primera jornada como idílica, y pasan de puntillas sobre las escenas en las que los participantes se confabulan para darle los 20 millones a la madre de la niña enferma; o ésas en las que el asturiano propone votar para no echar a nadie.
Sin salir de Orwell, del gran hermano estamos pasando a la rebelión en la granja. Se están viendo cosas –impensables en Alemania u Holanda– en tan poco tiempo: esos lloros, esos besos, esa rebelión del asturiano... Empiezan a funcionar mecanismos que ya no son los de los chimpancés, engranajes de una tradición que ya no es la protestante. Me temo que estos competidores latinos-católicos pueden terminar no compitiendo. ¿Qué harían los productores ante tan inopinada salida?
La competitividad está reñida con el catolicismo. Si me preguntan qué me parece el Gran Hermano, digo lo mismo que cuando me inquieren sobre los extraterrestres: «Creo que no existen, pero a ellos, ¿qué les importa mi opinión?» Aplaudo el programa: da oportunidad de romperles los esquemas a sus creadores sajones, demostrar que hay alternativa al capitalismo hipercompetitivo del que tanto nos hablan los políticos