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La Nueva España
Oviedo, sábado 29 de octubre de 2005
Bajo las nieblas de Asturias

Desmontando mitos (I)

José Ignacio Gracia Noriega

Gustavo Bueno continúa en plena forma, manteniendo al cabo de casi medio siglo el compromiso intelectual que le impulsó a venir a una Universidad de provincias como la de Oviedo, a permanecer en ella y convertirse, al cabo del tiempo, en ovetense y asturiano, y en lo que él anhelaba, en el continuador de la obra lúcida y desmitificadora de Feijoo. Feijoo combatió la superstición en el siglo XVIII; pero las supersticiones del siglo XXI son más peligrosas, porque se basan en desvaríos de la razón que se pretenden presentar como legítimos, justos, progresistas e incluso racionales. Decía Chesterton que desde que el hombre dejó de creer en Dios, cree en cualquier cosa, y eso se demuestra en estos tiempos laicos, socialistas y permisivos, en los que los magos, los hechiceros y los encantadores de serpientes ponen en circulación los mitos más disparatados para consumo de personas de mentalidad moderna y desinhibida. Hoy Gustavo Bueno desarma esos mitos como Feijoo, en su tiempo, demostraba que la bruja de la escoba no sólo era una falsedad, sino una estupidez creer en ella. Y pone Gustavo Bueno tanto empeño en desmontar los mitos modernos como lo puso, hace cuarenta años, en oponerse al régimen anterior. En los años sesenta y setenta, no lo olvidemos, Gustavo Bueno fue, prácticamente, el único catedrático de Universidad de España que de manera valerosa y decidida se enfrentó al franquismo desde la cátedra y en la calle; al cabo de los años, denuncia las supersticiones de aquellos que se consideran con la exclusiva de la lucha antifranquista, aunque muchos se hubieran acomodado a aquella situación y sean «progresistas» a toro pasado, lo que no es inconveniente para que acusen a Bueno de «haberse pasado a la derecha» y hasta de ir a misa. ¿Qué derecho tienen para juzgar las manifestaciones de un espíritu independiente quienes siempre hicieron girar su veleta hacia donde soplaba el viento?

Uno de los mitos más tenaces de la izquierda, desde la Revolución Francesa acá, es el de la felicidad. En el siglo XVIII se cuestiona la idea de Dios, pero la sustituye «la religión de la felicidad», del marqués de Lassay. La versión más extremada del «anhelo de felicidad» es aquella que propone al Estado como otorgador y garantía de la felicidad. Pero Gustavo Bueno nos dice: «Sobre la felicidad no se puede fundar una ética»; mucho menos, fundamentar un Estado. «El mito de la felicidad», publicado por Ediciones B hace pocos meses, es un libro denso y lúcido, que, como el propio autor advierte, se añade al «conjunto de material impreso al que bien podríamos denominar 'literatura de la felicidad'». Mas lo que singulariza a este libro es que en él se dicen cosas que no se dicen, ni pueden decirse, en la interminable biblioteca de la felicidad, en la que se reúnen, en curiosa e insensata mezcla, textos de pretensión política o religiosa, con otros de clara finalidad comercial, en condición de engañabobos. La palabra «felicidad» llena las bocas de los ingenuos, de los iluminados y, desde hace algún tiempo, de los demagogos. Gustavo Bueno afirma, al final de su libro, que «la filosofía de la felicidad es una cáscara vacía cuando la felicidad se ha separado de los contenidos metafísicos (destino del hombre, universalidad teológica o cósmica) que le dieron origen». La felicidad, asimismo, está mediatizada por circunstancias de todo tipo: «Si algunos sienten el deseo de 'retirarse a un monasterio' para dedicarse al amor de Dios y alcanzar de este modo la paz y la felicidad, no es porque tal deseo brote de las profundidades de su humana naturaleza, sino de una sociedad humana en la que ya había monasterios».

La enciclopédica erudición de Gustavo Bueno, que no excluye ni entorpece el implacable rigor intelectual y al que se añaden, como atractivos adicionales, la torrencialidad expositiva y el sentido del humor, va desmontando una a una las muy diversas doctrinas y teorías sobre la felicidad, y que van desde aquéllas de índole religiosa, en las que la felicidad puede aplazarse hasta la otra vida, a otras de procedencia estatal y política, según las cuales la felicidad se convierte en la obligación de los trabajadores soviéticos; o, en la más reciente aunque no menos totalitaria «sociedad de consumo», la felicidad puede consistir en comprar determinado coche, comer quesos desgrasados, usar tal o cual detergente o vivir en un adosado al lado de un campo de golf. Estas variantes de la «felicidad pública» puede que sean, en este momento, las más evidentes y peligrosas. Pero el libro merece ser leído en su totalidad, porque Bueno advierte de otras trampas y peligros, surgidos al conjuro de la «felicidad».


La Nueva España
Oviedo, domingo 30 de octubre de 2005
Bajo las nieblas de Asturias

Desmontando mitos (y II)

José Ignacio Gracia Noriega

El profesor Gustavo Bueno dio recientemente una conferencia en la Casa de la Cultura de Avilés, invitado por la Sociedad Económica de Amigos del País, y ha vuelto, una vez más, a «desarmar la bolera», como popularmente se dice. Esto es: ha desmontado, con rigor e ingenio, algunas de las supersticiones y mitos más característicos que animan a nuestra brava «progresía irredenta». Una de las supersticiones más tenaces es la de las «llinguas llariegas» o vernáculas, con pretensión de convertirse en «lenguas nacionales», de evidente procedencia romántica. La lectura de los «Discursos a la nación alemana» de Fichte, creó hace veinte años en Asturias un grupo de iluminados voluntaristas, que entendían que basta con tener una «llingua» (¡y qué «llingua»!) para que la nación se dé por añadidura. A esto se añaden otros «teóricos» de envergadura muy inferior a la de Fichte, como Juan Goytisolo, que puso en circulación las «señas de identidad» como justificación de unas características «nacionales» como la barretina, la butifarra, la montera picona o el buey que jala de la piedra más grande, que convierten a determinados pueblos (o «deshechos de pueblos», por acudir a la terminología de Engels) en diferentes de los de alrededor, por no citar a verdaderos portentos de la especulación teórica y aun del ingenio humano, como Sabino Arana. Según este ilustre lingüista y estadista sensato, las lenguas no deben servir para comunicarse, sino para todo lo contrario: para incomunicarse, y así lo expone con claridad que no deja lugar a dudas (por cierto, en la lengua de los invasores): «Tanto están obligados los bizkainos a hablar su lengua nacional como a no enseñársela a los maketos o españoles. No el hablar éste o el otro idioma, sino la diferencia del lenguaje es el gran medio de preservarnos del contacto de los españoles y evitar el cruzamiento de las dos razas. Si nuestros invasores aprendieran el euzkera, tendríamos que abandonar éste, archivando cuidadosamente su gramática y su diccionario, y dedicarnos a hablar el ruso, el noruego o cualquier otro idioma desconocido para ellos, mientra estuviéramos sujetos a su dominio».

La teoría no deja de resultar, en el mejor de los casos, pintoresca, y confirma la afirmación de Gustavo Bueno, expuesta en Avilés: «Las lenguas vernáculas sirven para no entenderse; en español nos entendemos todos». Las «lenguas que sirven para no entenderse» son precisamente el cimiento del «hecho diferencial», que se fundamenta en el aislamiento de lo propio por desprecio hacia lo ajeno. ¿Cabe actitud más antisolidaria, por emplear esa palabra, tan repetida que ha llegado al desgaste y a la extenuación? No obstante, un adalid de la «solidaridad» y del internacionalismo, como Zapatero, no tiene inconveniente en pactar con los separatismos racistas y localistas, no solo por oportunismo político, sino porque es de temer que uno y otro tengan parecidas actitudes antiespañolas.

«Si durante siglos el catalán, el vasco o los bables se han permitido y hablado, ¿por qué no han alcanzado el auge del español?», se pregunta Gustavo Bueno. Ahí está el punto central de la cuestión, que ya fue abordado en 1492 por Antonio de Nebrija en el prólogo a la reina Isabel en su «Gramática española»: «Y cierto así es que no solo los enemigos de nuestra fé, que tienen la obligación de saber el lenguaje castellano, mas los vizcainos, navarros, franceses, italianos y todos los otros que tienen algún trato y conversación con España y necesidad de nuestra lengua». A lo que añade Juan de Valdés que la española no sólo es la lengua del comercio y de la cultura en el siglo XVI, sino del galanteo, tanto en Francia como en Italia. En toda Europa se aprendía español, «por la necesidad que tienen de ella, así para las cosas públicas como para la contratación», señala Arias Montano. Por lo que Rafael Lapesa escribe: «Respondiendo a la apetencia general, fueron muchos los diccionarios y gramáticas españolas que aparecieron en el extranjero durante los siglos XVI y XVII».

Porque las lenguas no se imponen: se aprenden por necesidad. Por este motivo, ningún imperio impuso la suya. Pero quien no conocía el latín quedaba reducido a la condición de bárbaro. Ya hemos insinuado la situación del español en el siglo XVI. Juan Boscán, que era de Barcelona, no se planteaba escribir en catalán por no resignarse a ser un poeta local. Y en la actualidad, ¿obliga alguien a aprender inglés a los «escolinos», lo mismo en Asturias que en Sumatra? Desde luego que no: pero aunque sus padres sean tan antinorteamericanos como Zapatero, entienden que es lo más conveniente para sus vástagos, a no ser que quieran reducirlos a calzar «corizas», no por pintoresquismo, como quien viste el «traxe» o «vistíu», sino porque, hablando la lengua del lugar, no van a tener otro horizonte.

 


Fundación Gustavo Bueno
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