Proyecto Filosofía en español Hemeroteca
El pelado de Ybides
Ibdes (Zaragoza), nº 13, abril 1998, págs. 8-9
Revista editada por la Asociación Cultural
Amigos de la Villa de Ibdes

Gustavo Bueno
Recuerdo de Don Daniel Ruiz Bueno
 

Daniel Ruiz Bueno
Daniel Ruiz Bueno
Me invita don Pascual Aranaz Esteban a que ponga por escrito mis recuerdos sobre don Daniel Ruiz Bueno. He tardado más de lo debido en satisfacer su invitación, no sólo porque el año transcurrido ha sido para mi muy agitado, sino porque es tal la veneración que conservo en la memoria de Don Daniel que me parece falta de respeto dedicar superficialmente demasiado poco tiempo a tan profundo y dilatado recuerdo. Pero «como lo mejor es enemigo de lo bueno» –como decía el propio Don Daniel–, allá voy.

Conocí y traté a Don Daniel en un tiempo (los años 50 principalmente) y lugar (Salamanca) en los que se daba poca importancia al lugar del nacimiento de un compañero o de un amigo. Sabía que Don Daniel era aragonés de Zaragoza, pero un poco a la manera como sabía que era corpulento; no llegaba mi interés al detalle de conocer el nombre de su pueblo, como tampoco llegaba mi interés al detalle de conocer la composición química de su corpulencia.

Don Daniel, si no recuerdo mal, ya era Catedrático de Griego del Instituto «Lucía de Medrano» de Salamanca en el año 1948, que es cuando yo me incorporé a él como Catedrático de Filosofía. Don Daniel daba también clases (o las había dado) en la Facultad de Filosofía y Letras, como profesor encargado de curso. Sin duda tomamos contacto muy pronto y supongo que sería él el primero que se interesó por mis proyectos (a fin de cuentas él era un hombre ya hecho y maduro, que había que conocer, más que por sus proyectos, por sus obras, y yo era un principiante). Seguramente la coincidencia en el apellido Bueno fue uno de los puntos de contacto y temas de conversación iniciales; de hecho, en una de las dedicatorias de algún libro suyo, me decía en griego algo así como: «Somos de la misma estirpe de Cristo».

Dedicatoria de Daniel Ruiz Bueno a Gustavo Bueno
Dedicatoria en un ejemplar de
El Cristo de nuestra fe de Karl Adam,
traducido por Daniel Ruiz Bueno
Recuerdo que muy pronto hablamos de Aristóteles y de la posibilidad de iniciar un ambicioso trabajo en común para traducir y comentar la Metafísica (entonces sólo existía la traducción de don Patricio Azcárate): la traducción correría de su cuenta y los comentarios de la mía. Durante varios años hablamos de este proyecto, pero jamás nos pusimos en serio a su ejecución. Don Daniel estaba muy ocupado en traducciones de obras griegas o alemanas que le encargaba la editorial Herder, por ejemplo, el Cristo de nuestra fe de Karl Adam, o la BAC (en donde tradujo, con extensas introducciones y notas a San Juan Crisóstomo, a los Padres Apostólicos, a Orígenes). La editorial Hernando le encargó una traducción de la Ilíada, que llevó a cabo en prosa rítmica. Recuerdo perfectamente estos trabajos de Don Daniel (conservo cuidadosamente entre mis libros que ahora, por cierto, no tengo a mano) porque solía leerme las páginas que para mí podían tener mayor interés y muchas veces me pedía opinión; recuerdo que su traducción de la Ilíada fue leyéndonosla (a mi mujer y a mí: yo me había casado en 1953) a lo largo de una serie de tardes de domingos: leía admirablemente y hacía comentarios y aclaraciones a su traducción. Recuerdo también, especialmente, su entusiasmo en el momento de lograr autorización para incorporar a su edición de Orígenes la traducción del Discurso de Celso, que me fue leyendo y comentando, trozo a trozo, en diversos días. También me ofrecía las primicias de la traducción de varios artículos del Bibel Lexikon, en los que figuraban muchos conceptos que en aquellos años sonaban como heterodoxos. Debo decir que, ideológicamente, no había ninguna dificultad en mi trato con Don Daniel, en su calidad de sacerdote de sinceras creencias. El me suponía situado en un cristianismo liberal y apartado como filósofo de ciertas «formalidades externas» (en realidad yo, en aquellos años, era «volteriano», pero de esto no se hablaba con los amigos, porque equivalía al suicidio civil), y me limitaba a escucharle, a preguntarle desde una perspectiva «histórica-filológica» y, de vez en cuando, a formularle alguna dificultad dialéctica que él atribuía a mi oficio filosófico y, a lo sumo, a mi ingenuidad inexperta en el asunto de las relaciones entre la fe y la razón. Recuerdo muy bien un día en el que, después de haberme explicado cómo muchos dogmas cristianos que estaban recibiendo en el momento, por parte de ilustres teólogos alemanes, una interpretación alegórica más racional, le dije: «Don Daniel, ¿no le parece a usted que, por este camino de la alegorías, vamos a llegar un día a concluir que el Espíritu Santo, que fertilizó a la Virgen María, pudo ser en realidad algún fornido legionario romano?» Don Daniel quedó totalmente sorprendido; seguramente no acertaba a precisar si mi pregunta tenía simplemente la audacia del estúpido o la malicia del incrédulo; también estaba percibiendo, seguramente, que la pregunta tenía algún fundamento y que, aunque él no se la había planteado formalmente, debiera habérsela planteado. Lo cierto es que, tras un momento de vacilación, me dijo enérgicamente: «Mira, si quieres que sigamos siendo amigos, debes evitar plantearme preguntas como ésta.» Lo que me sirvió para advertir por dónde había que trazar la línea fronteriza de nuestras posiciones ideológicas, salvando la amistad. De hecho durante varios meses me desplacé varias veces a Madrid los sábados, entre otras cosas, para procurar escuchar a Don Daniel las homilías que predicaba en la Iglesia de Caballero de Gracia (creo recordar). Eran verdaderas piezas literarias que había preparado a lo largo de la semana y que leía admirablemente desde el púlpito. Recuerdo que un domingo, al ver que una parte de los fieles se marchaba de la iglesia después del Ite misa est, aunque él no había concluido de hablar, Don Daniel se encolerizó y desde el púlpito recriminó duramente a quienes no atendían debidamente a su homilía, tachándolos, con razón, de analfabetos y mal educados, sin contar que sus palabras eran también palabras sagradas que merecían un respeto mucho mayor.

Don Daniel era muy conocido en los círculos universitarios de Salamanca; se le respetaba, aun dentro de lo que se consideraban extravagancias suyas, como por ejemplo, siendo catedrático, criar algunas gallinas en el cuarto de baño del piso que había alquilado e ir personalmente, sin quitarse la sotana, a vender huevos a un colegio mayor. Se interpretaba por alguien y aun se disculpaba esta práctica como propia de un fraile exclaustrado y poco al tanto de los usos mundanos (hacía pocos años que había salido de la orden de misioneros claretianos; me dijo un día que no pudo soportar que hicieran Santo al Padre Claret, sobre cuyas luces no tenía muy buena opinión; también debió influir en su decisión de abandonar la orden la exigencia, por parte de sus administradores, de que entregase los haberes mensuales de catedrático, lo que significaba verse privado de adquirir libros). Yo le defendí muchas veces de las censuras de algunos que encontraban injustificables su prácticas de vendedor de huevos, precisamente haciendo ver que no era avaricia, sino sabiduría, de quien sabe pasar por encima de formalidades postizas, cuando necesita conseguir cosas más valiosas que esas formalidades, como era, en su caso, los libros muy caros que él encargaba a librerías de importación. También tuve algunas dificultades cuando me hice cargo de la dirección del Instituto a consecuencia del excesivo gasto de hornillo eléctrico atribuido por el secretario a Don Daniel durante un par de años y en la época de los fríos fines de semana del invierno salmantino. Don Daniel, que no tenía calefacción en su pensión de entonces (había dejado el piso) se trasladaba a la sala de profesores del Instituto, en donde tenía instalados todos su libros para trabajar; recuerdo que yo defendí, enérgicamente, como director, el derecho de un profesor que estaba trabajando en obras muy serias, a ir a estudiar al Instituto, si no tenía forma, de hecho, de estudiar en otro lado.

Entre las muchas anécdotas que recuerdo, contadas por él, acaso la más interesante sea esta: al estallar la guerra civil, Don Daniel estaba en Madrid, debía estar vinculado a la enseñanza oficial, tras algunos cursillos de habilitación en la época de la República, y fue hecho prisionero. Un comisario político, con una estrella de cinco puntas en el gorro, controlaba la nave industrial que servía de cárcel; de vez en cuando eran llamados algunos de los presos para ser fusilados. Don Daniel analizó la situación y decidió actuar con rapidez: compuso un soneto dedicado al comisario en el cual la estrella se convertía en la «estrella de la cultura» (Don Daniel subrayaba con admiración el prestigio de la idea de cultura en hombres analfabetos; seguramente había una estrecha afinidad entre el anarquismo visceral de Don Daniel y el de aquellos revolucionarios). Al parecer, el comisario quedó impresionado por la lectura de aquel soneto y desde entonces distinguió a Don Daniel y le preservó de males mayores.

Don Daniel mantuvo siempre buenas relaciones con lo antiguos compañeros del convento. Recuerdo que me presentó al Padre Cabreros, que era Catedrático de Derecho Canónico de la Universidad Pontificia de Salamanca; al Padre Ortega, que entonces tenía gran prestigio en círculos académicos como filósofo, y algún otro con quienes mantuvimos alguna que otra conversación. Me habló mucho de David García Bacca, que había sido compañero suyo de Seminario y aun me leyó alguna carta de agradecimiento que había dirigido al entonces embajador de la Santa Sede, Don Joaquín Ruiz Giménez, por sus gestiones en orden a su reducción al estado laical, cuando García Bacca en Méjico se casó «delante de la Naturaleza» con la Presidente de Acción Católica de Méjico, creo recordar, lo que preocupaba mucho a la ilustre dama; creo recordar que en aquella carta García Bacca agradecía a Ruiz Giménez por sus gestiones, no por él, que había dejado la fe, sino por la tranquilidad que la nueva situación daba a su mujer.

A finales de los 50 Don Daniel, que había comprado un piso en Madrid, pidió una excedencia o se trasladó a algún otro Instituto, coincidiendo con los años en los que yo hice oposiciones a la Universidad de Oviedo. Durante los años 60 mantuvimos un contacto menos intenso; alguna vez vino a Asturias (recuerdo que me regaló el Magnificat de Bach en un disco microsurco) y fui a visitarle algunas veces a su casa de Madrid (creo recordar que vivía en la calle Doctor Esquerdo, con su sobrina y el marido de ésta): estaba rodeado de libros trabajando intensamente. Se alegraba mucho de mis visitas en las que me explicaba al detalle los asuntos que traía entre manos; para mí, ir a ver a Don Daniel, equivalía no ya a ir a Madrid, sino a sumergirme de inmediato en el siglo IV, gracias al pozo de ciencia que representaba Don Daniel y en experimentar la pena de tener que salir de aquel siglo para volverme al siglo XX en Oviedo.

Un día, una llamada telefónica, me notificó que Don Daniel había muerto hacía algunas semanas, pero él sigue viviendo en los libros que de él poseo, en sus dedicatorias, y en mi recuerdo.

 


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