Proyecto Filosofía en español Hemeroteca
El Mundo
Madrid, 10 de noviembre de 1993
 
páginas 4-5

Gustavo Bueno
La filosofía materialista de Severo Ochoa

Severo Ochoa actuó siempre, no solo como científico, sino también como ciudadano, desde los supuestos de una filosofía materialista «de corte mecanicista»: la filosofía de la tradición atomista de Lucrecio (no existe Dios, ni los dioses providentes, el alma humana es una parte del cuerpo que desaparece con la muerte, &c.) a la que se acogieron tantos hombres «mundanos» (Clarín los personificó en el don Alvaro Mesia de La Regenta) como científicos del pasado siglo y del presente, desde Cajal a Negrín, desde Simarro a Rodríguez Delgado (el materialismo de Faustino Cordón es de otro orden y, a nuestro juicio, más profundo, más dialéctico y no menos riguroso). El materialismo mecanicista constituye, sin duda, un excelente «sombreado filosófico» del ejercicio de la Bioquímica –Monod puede servir de ejemplo– y Ochoa fue, ante todo, un bioquímico. No digo que la Bioquímica, como ciencia y como técnica, no pueda ser disociada del materialismo (el propio Ochoa concedía a veces que la creencia en Dios no se opone necesariamente a la investigación en biología molecular); digo que no es independiente de él, al menos desde el contexto de alternativas posibles. En todo caso, la actividad científica de Ochoa estuvo envuelta siempre por esa filosofía materialista y su hallazgo de la encima que le permitió la síntesis del ARN, en 1955 –muy poco después de los descubrimientos de Watson y Crick– fue sólo un episodio de una metodología bioquímica más general, profundamente atomística, de la que Ochoa fue uno de los principales creadores (el propio Kornberg, que compartió con Ochoa el Nobel, por su síntesis del ADN, se había educado en la metodología de Ochoa). Asimismo, la actividad política o ciudadana de Ochoa se inspiró en esa misma filosofía; en este punto muy próxima a la de Ia Asociación Española para el Progreso de las Ciencias («primera época, línea liberal republicana»): Ochoa entendió sus investigaciones como instrumentos principales para el progreso social y democrático; su patriotismo, como español al estilo de Cajal, le movió a impulsar el cultivo de las ciencias positivas como medios los más adecuados, y aún únicos, para conseguir la regeneración y progreso de España y del mundo. En su misma ética personal se mantuvo siempre en el ámbito de la filosofía materialista, no solamente ante la vida en general («la vida es química») sino también ante la muerte de los demás («no volveré a verla jamás», a propósito de su esposa) y ante su propia muerte (fue Ochoa mismo quien se preocupó de que las ceremonias funerales de su entierro se mantuvieran por completo al margen de cualquier ritual católico o religioso).

Tiene por esto el mayor interés –como test que permite sondear el estado de «nuestro patio» en la época de la democracia coronada que disfrutamos– el análisis de las reacciones que la muerte de Severo Ochoa ha suscitado. No dispongo de espacio suficiente y debo limitar a considerar las reacciones que cabe atribuir a las tres «comunidades profesionales» por otra parte más caracterizadas al efecto, a saber, la «comunidad científica», la «comunidad periodística» y esa «comunidad política» que solemos designar como «clase política» (acaso porque resulta aún demasiado fuerte llamar comunidad a la que forman quienes profesionalmente mantienen relaciones formalmente polémicas –partidos de oposición y partidos gubernamentales– como si las relaciones polémicas no fueran también la regla de las comunidades científicas, y de las comunidades periodísticas, por no hablar de las «comunidades autonómicas» y de las «comunidades de vecinos»). Ocurre que el término comunidad arrastra una carga ideológica muy precisa pero también una certera evidencia: que las comunidades o clases, por encima de sus relaciones polémicas internas, son grupos que buscan sostener su estatus, como tal, por encima de todo y, por tanto, se mantienen dentro de unas normas estrictísimas no escritas y muchas veces inadvertidas (sobre todo por aquellas comunidades que creen no estar sometidas a ninguna norma gremial o profesional, porque creen que se rigen solo por la verdad y por la ética).

¿Cabe decir que estas tres diferentes comunidades, en cuanto tales, han mantenido reacciones diferenciadas ante la muerte de nuestro Premio Nobel? Cabría desde luego investigar diferencias; pero voy a atenerme aquí a la consideración de una notable semejanza de reacciones que todas ellas guardan en lo que respecta precisamente a la filosofía materialista de Ochoa: es la reacción del silencio, la reacción del «hacerse el muerto» ante la filosofía materialista en cuanto tal (reduciéndola, a lo sumo, y fugazmente en todo caso, al terreno de la opinión privada: Ochoa tenía, es cierto, determinadas «creencias», pero estas serán tratadas en el mismo plano en el que se tratarán sus manías personales o sus preferencias artísticas o deportivas). Semejanza o coincidencia no solo notable sino sorprendente, dado el uso sobreabundante que esas «comunidades» suelen hacer del término filosofía («filosofía de la Unión Europea», «filosofía de la lucha contra el cáncer», «filosofía –o cultura– de las tarjetas de crédito»...). ¿Por qué no «filosofía materialista» de Ochoa?

No lo se. Probablemente los motivos son diversos pero convergentes. Desde el punto de vista de la «comunidad científica» puede tener un peso importante la circunstancia de que una gran cantidad de bioquímicos creyentes (y aún clérigos) coexiste en España con los bioquímicos materialistas; esto explicaría un repliegue diplomático de tipo positivista capaz de asegurar la coexistencia pacífica, pero no justifica el que haya que considerar al materialismo como una cuestión privada o una manía personal. Desde el punto de vista de la comunidad de los periodistas la situación es más comprometida. Han encarecido el talante democrático y humano de Ochoa, pero han pasado como sobre ascuas por su filosofía; las secciones gráficas de la prensa han trivializado la cuestión, aun refiriéndose curiosamente a ella, por medio de dibujos chistosos ejecutados siguiendo líneas convencionales: generalmente los periodistas han utilizado el término «agnóstico» –no el de «ateo»– para describir al Premio Nobel, con notoria impropiedad (acaso siguen en esto el consejo del venerando profesor Tierno que venía a utilizar agnóstico como un modo elusivo y diplomático de decir: «no me interesan, y no deben interesar, estas cuestiones»; de hecho, agnóstico es un término pragmático, menos agresivo y además culto, porque puede figurar en los pasaportes de las gentes que viajan en líneas de aviación internacional). Algún periodista ha llegado incluso al límite mismo entre la ingenuidad y la desvergüenza: «puede ser que Ochoa no creyera en Dios, pero como Dios sí creía en él, sus opiniones no son demasiado importantes y además ya han debido cambiar en el momento en que su alma se ha desprendido de su cuerpo y está ya en la presencia de la deidad.» Por último la clase política se ha mantenido dentro del más absoluto silencio que llaman respetuoso y prudente. ¿Para qué echar más leña al fuego, en esta España tan desgarrada, sin perjuicio de su democracia? Pero de hecho, ni el Rey ni el Príncipe de Asturias han acudido al entierro de Ochoa en su pueblo natal, la hermosa villa de Luarca. ¿Cuál es la razón? ¿Habrá que introducir una cuarta comunidad, hasta ahora no mencionada, la «comunidad eclesiástica»? Pero, ¿a estas alturas va usted a hablar de alianzas ocultas entre el Trono y el Altar? No, por favor, cambiemos de conversación.

 


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