Proyecto Filosofía en español Hemeroteca
Diario 16
Madrid, 15 y 16 de noviembre de 1992
Especial 16 aniversario
páginas 4-5 y página 2

Gustavo Bueno
La Europa de las naciones y la nación europea

1. Los acuciantes problemas que la Unión Europea tiene planteados –y que se han hecho visibles «en superficie» tras el resultado negativo del referéndum danés y del consecutivo aplazamiento de la fecha prevista (1º enero 1993) para la entrada en vigor del tratado de Maastricht– pueden ser tratadas, sin duda, desde perspectivas diversas. Pero acaso ninguna de ellas tenga tanta capacidad para llevarnos muy rápidamente al fondo de la cuestión como la que tiene la «perspectiva de la Nación». Incluso hay razones para sospechar que la perspectiva económica –que, en opinión de muchos teóricos, es la única perspectiva adecuada («básica», no «superestructural», dirán otros)–, cuando se mantiene pura, es sólo una coartada orientada a sugerir que estamos libres de la ideología asociada a cualquier perspectiva nacionalista. En cualquier caso, los problemas que se planteasen en un terreno puramente económico no tendrían solución en ese terreno puro (¿quién puede medir la supuesta rentabilidad superior, a largo plazo, para España, de las reducciones de la empresa siderúrgica orientadas a conseguir «productos competitivos» si no tenemos ni podemos tener conocimiento de lo que podría significar la siderurgia española en un mercado no europeo, que acaso exigiera, no ya reducir la Ensidesa, sino levantar diez Ensidesas no competitivas a escala europea?). La Economía es Economía política; una siderurgia es una siderurgia instalada en una nación, que afecta a sus intereses; por consiguiente, serán los mismos planteamientos económicos los que nos obliguen a recaer en la perspectiva de la nación, y tanto, por lo menos, como los planteamientos nacionales nos obligarán a recaer en la perspectiva económica.

Pero no es necesario siquiera suscitar la cuestión de la prioridad entre la perspectiva política («nacional») y la perspectiva económica. Sería suficiente que la perspectiva de la idea de Nación nos permitiese percibir ciertas líneas que acaso se desdibujan o se ocultan desde otras perspectivas, para que el tratamiento de los problemas que acucian a la Unión Europea y a su proyecto, en función de la idea de Nación, resultase justificado. Tal es el caso, como intento demostrar, en los párrafos que siguen.

2. Ante todo, será conveniente constatar que son los máximos responsables del proyecto de Unión Europea –y no yo– quienes vienen refiriéndose una y otra vez a los «nacionalismos estrechos» (otras veces: «hipernacionalismos») como a causas, entre las más principales, de las dificultades que surgen al paso del desarrollo de la Unión Europea. Y cuando se habla de nacionalismo «estrecho» es porque se presupone que hay otro nacionalismo «ancho». ¿Cual puede ser este? ¿Acaso cualquier nacionalismo que esté dispuesto a «ceder parte de su soberanía» en beneficio de una Unión Europea capaz de dotarse de alguna forma de organización política superior a la que exigiría una mera unión aduanera, una «Europa de los mercaderes»? Pero, en el límite, el proyecto de esta unión política, ¿no desemboca en el proyecto de una Nación europea? El nuevo nacionalismo no podrá ser llamado estrecho: es un nacionalismo continental. Es cierto que sólo muy tímidamente se habla de este asunto; pero se procede como si la «Nación Europea» estuviese ya en marcha, como consecuencia de un largo proceso histórico. Se recordará, al efecto, la exclamación de Luis XIV con ocasión de la coronación de Felipe V: «Qué gozo, ya no hay Pirineos; formamos ya [Francia y España] una sola Nación». Se hablará de la «casa común europea», y aún del «jardín europeo», y, por supuesto, de la «cultura europea». Se instituirán premios europeístas –el premio Carlomagno–, se intentarán resucitar caminos medievales que evoquen la imagen de una Europa cristiana y liberal que cruza las fronteras por los caminos de Santiago; se preferirá el uso del término comunidad o Unión Europea sobre cualquier otro; e incluso se propondrá un himno europeo, de suerte que los «millones» que se abrazan cantando el poema de Schiller que sirvió de soporte al coro beethoveniano, se sobrentienda que son, no ya todos los hombres, sino los cuatrocientos millones de europeos, para decirlo en números redondos.

¿Cómo se comportan las naciones que están comprometidas en el proyecto ante la idea de la «nación europea» o, por lo menos, de una unión política mejor o peor entrevista? Se comportan de maneras diversas, lo que no podría ser de otro modo, cuando tenemos en cuenta que la idea de Nación no es una idea unívoca, sino que, más bien, se aproxima muchas veces a la forma de una idea funcional, es decir, a una idea que toma valores distintos, y a veces contrapuestos, según los «parámetros» de la función. En nuestro caso, cabrá distinguir tres tipos de tales parámetros. El primero es el parámetro «continental»; la idea de Nación tomará, en este caso, valores tales como el que, en estos días de discursos presidenciales, se exaltan en los Estados Unidos, o como el que alienta en las bocas y en los corazones de los eurofuncionarios. El segundo tipo de parámetros es el «canónico», al menos en el presente histórico de la Europa occidental: «Nación» es ahora es la Nación-Estado o el Estado-Nación, es decir: España, Francia, Inglaterra, Alemania, &c. El tercer tipo de parámetros es el que corresponde a la escala de esos «proyectos de Estado» que se apoyan sobre la reivindicación de una supuesta nacionalidad («incluida» hasta el momento, en las «Naciones canónicas») que, además, se pretende retrotraer hacia épocas prehistóricas (celtas, vascos, tartesios), o, por lo menos, anteriores a las nacionalidades «modernas». En España, estos valores nuevos de la idea de nación se abren camino a través de las «Comunidades Autónomas», en particular, de las llamadas (con notable vacío de pensamiento) «comunidades históricas», que se atribuyen una cultura y una identidad propias. Puede tener cierto interés advertir cómo tanto los valores continentales, como los regionales –pero no los canónicos–, de la idea de nación, prefieren, en Europa, llamarse a sí mismos «comunidades». Probablemente el término «comunidad» desempeña aquí funciones ideológicas, a las que no necesitan apelar los Estados canónicos. Al hablar de Comunidad se subraya la unidad compacta, «proindivisa», homogénea, de las personas y bienes que la constituyen; una unidad orgánica, una identidad cultural, que se encomienda establecer a los antropólogos. Se trata de un uso ideológico (aunque en su origen tuviese una pretensión jurídica) que contrapone, al modo de Tönnies, la Comunidad (la Gemeinschaft) a la Sociedad (la Gessellschaft); el mismo uso que impregna, en otro orden de cosas, a la expresión «comunidad científica» (Halton Arp nos ofrece un testimonio impresionante en su libro sobre las distancias cósmicas, recién traducido al español, de lo que puede significar una «compacta y unida comunidad científica»: algo así como una cofradía, una secta, en la que no faltan los característicos mecanismos inquisitoriales). Ahora bien: los comportamientos mutuos entre las Naciones, tan diversas entre sí, no tienen por qué ser análogos. No tienen por qué comportarse del mismo modo las Naciones que están dadas a la misma «escala paramétrica» (Estados Unidos y «Europa», o Extremadura y Cataluña, o Francia y España) que las Naciones dadas a escala paramétrica diferente. Ateniéndonos a lo que nos concierne, cabe afirmar que la Unión Europea (sus portavoces) mantiene un gran recelo haca las Naciones canónicas, sobre las que hará recaer, sin duda, la acusación de «estrecho nacionalismo»; así también el recelo es recíproco. Desde el nacionalismo canónico es desde donde suele percibirse la Unión Europea como una creación superestructural de políticos y burócratas monstruosamente recrecidos, que movieron veinte billones de pesetas el año pasado. El «no» de Dinamarca –dice el profesor danés Hans Nielsen– representa el «orgullo nacional»; el recelo de Inglaterra a esta «superestructura que se anuncia» se manifestó ya en la discusión del borrador de Mastrique: hubo que suprimir un párrafo en el que se hablaba de la «vocación federal europea», sustituyéndolo por un vago «proceso hacia una Unión más estrecha».

Si transportamos la escala, advertiremos que el recelo se manifiesta ahora, lógicamente, entre las naciones regionales y las naciones canónicas. Aquellas evitarán hablar de la «nación española» y, en su lugar, hablarán del «Estado español». Considerarán su nacionalismo como primero y auténtico, y el canónico como postizo, y aún llegarán a decir, los «nacionalistas autonómicos», que no se sienten españoles. Sólo que aquí la relación no es recíproca, porque el nacionalista español sí percibirá como suyo a lo que es vasco o catalán. Desde el nacionalismo español resultará absurdo que un vasco considere como propiedad suya a su «nación»; semejante apropiación será percibida como un robo perpetrado contra España, puesto que los países vascos serán tenidos como españoles (y no solo por razones sentimentales, sino también históricas y económicas).

Por último: cuando miramos a las relaciones entre las naciones a escala regional y a las correspondientes naciones a escala continental, advertiremos que los comportamientos de recelo tienden a desaparecer: los nacionalistas catalanes o los vascos mirarán a la Unión Europea como tabla de salvación de su proyecto de Nación Estado, es decir, como único modo viable de liberarse de las redes del «Estado canónico», para reencontrarse como Estados en el seno de una Unión mucha más laxa y lejana. Recíprocamente, la Unión Europea –pero sobre todo, los Estados canónicos que dominan en ella y la impulsan– verán con simpatía a esos nuevos proyectos de nación, que, aún siendo más estrechos que los canónicos, sin embargo no oponen resistencia al proyecto de unión continental y, además, contribuyen a desagregar a las «Naciones canónicas» que aun se atrevan a resistir a la Unión.

3. Esta diversidad de valores, tan contrapuestos entre sí, según los cuales es utilizada en los debates del presente la idea de Nación, nos obliga a regresar en el análisis mismo de una idea que es capaz de modularse en determinaciones tan heterogéneas como contradictorias. Suponer que cuando decimos «nación», o postulamos una nación, decimos algo unívoco, como si todas las naciones (o todas las culturas correspondientes) fuesen iguales en dignidad y en derechos (isonomía), es mucho suponer. Mejor aún, es una suposición absurda, porque nos conduce a contradicciones flagrantes: la nación española, España, no puede tener los mismos derechos que la nación vasca; ni la cultura de los botocudos –que incluye, como seña de identidad, el famoso disco incrustado en sus labios– es igual en dignidad y en derechos a la cultura europea. Además, ¿quién otorga el derecho a un pueblo para constituirse como Nación y como Estado? ¿Acaso ese derecho le baja del cielo? Y si procede de su seno, ¿qué puede significar ese derecho sino la más ingenua y vacua esperanza, mantenida por algunos grupúsculos carentes de poder para convertir a su pueblo en una potencia?

La idea de Nación, en este sentido unívoco, es una idea «moderna», aunque el término «nación» sea más antiguo: Santo Tomás, por ejemplo, habla de las nationes hominum, pero con un matiz descriptivo, neutro, muy lejano de la tonalidad «entusiástica» que Laveleye, por ejemplo, poco después de la batalla de Solferino, le reconocía en un artículo célebre: la palabra nación «inflama el corazón de nuestros contemporáneos con una pasión tan ardiente como las ideas religiosas lo hicieron en el siglo XVI y como estas, cambiará la faz del mundo». La idea moderna de nación, en efecto (suponemos), no es anterior al «Estado moderno», puesto que, en cierto modo, surge conjuntamente con él. Sólo que cuando madura, lo hace como si su sustancia hubiera de ser concebida como anterior y previa al Estado, del que fuera su verdadero fundamento. La nación, en su sentido moderno, se define por la «nacionalidad», y este término, que no parece ser anterior al siglo XVII, puede servir para fijar la fecha de consolidación de la idea moderna de nación. Pues la «nacionalidad» no sería otra cosa sino la misma «identidad» de la nación en tanto que sujeto soberano, uno en sí, y distinto específicamente de los demás. Los alemanes, para demostrar que podían expresar en su lengua el mismo concepto, que les había llegado por vía francesa, tuvieron que inventar (a través de Jahn) un término nuevo –procedente, por cierto, ironías de la historia, del latín vulgus, que ya se había transformado en Volk–, el término Volkstum. Pero Volkstum es más que Pueblo. Es Pueblo en cuanto depositario de un espíritu propio (Volksgeist), con una cultura propia, que constituye su sustancia y patrimonio sagrado, su «gracia», fuente de su realidad y de su poder. El poder político, por tanto, ya no se constituirá, a través del Rey, «por la Gracia de Dios», sino por «la Gracia de la Nación». Un Estado sin Nación, o una Nación sin Estado, será una Nación des-graciada. Después de Valmy los soldados franceses ya no gritarán «¡Viva el Rey!», sino «¡Viva la Nación!». Unos años después, Mancini, desde su cátedra de Turín, podrá establecer axiomáticamente el nuevo «cogito ergo sum» de la Ciencia del Espíritu: «Nación, luego Estado». Y casi cien años después, el Nacional-socialismo, llevará al límite el axioma de Mancini, al identificar el Volkstum con el ser-en-si y para-si del pueblo ario.

La nueva Idea-fuerza tendrá que abrirse camino a través de las viejas estructuras supra-nacionales y de las nuevas estructuras inter-nacionales, la Iglesia católica y el Proletariado, organizado en la I, II y III Internacional. San Pablo había dicho: «ya no hay griegos ni bárbaros». Y Marx, en el Manifiesto comunista: «el proletariado no tiene patria». Pero la Iglesia católica terminará transigiendo, y sus obispos guatemaltecos llegarán a reconocer que las semillas del Verbo divino estuvieron presentes en la nación maya. Y las Internacionales socialistas (Bauer, Lenín, Stalin) acabarán también reconociendo los movimientos de «liberación nacional», al menos como estadios intermedios en el proceso de un socialismo universal. El desmoronamiento del Estado soviético parece haber significado la señal de partida para la aparición de docenas de nuevas nacionalidades de escala regional, con su cultura (en realidad, con su folklore) y su identidad propias: Lituania, Moldavia, Georgia, Bosnia, Croacia, Montenegro... y las otras tantas naciones folklóricas que se apresuran a entrar en la escena de nuestro presente.

4. Pero la idea moderna de Nación, sin perjuicio de su tremenda fuerza ideológico es, como la idea de cultura, una idea metafísica, mística, una superestructura que difícilmente puede resistir un análisis crítico riguroso. ¿Cómo entender esa identidad cuasisustancial que las naciones reclaman? Apelar a un Volksgeist característico es, literalmente, como apelar al Espíritu Santo; apelar, con inspiración más materialista, al organicismo («las naciones son como organismos») es sólo una metáfora cuya grosería neutraliza sus mismas intenciones antimetafísicas.

Pero las naciones existen; no son meros flatus vocis. La dificultad estriba en encontrar las categorías adecuadas para conceptualizar su realidad efectiva. No son «Espíritu», ni son «Cultura», entre otras cosas porque una Cultura, entendida como identidad sustancial o «etnicidad», megárica, no existe y es sólo una invención de los mismos nacionalistas o de sus «antropólogos» a sueldo. No son organismos, porque las naciones están formadas por múltiples organismos (los individuos humanos) que mantienen la solución de continuidad mutua («podemos pasar un bisturí –decía Letamendi– entre dos organismos distintos sin necesidad de cortar nada; pero no podemos hacer lo mismo dentro de un mismo organismo»).

Sin embargo, en la propia ciencia biológica, en la Ecología, podemos encontrar categorías que pueden servirnos para aproximarnos a la naturaleza de esas unidades (o identidades) vivientes que son las Naciones. Porque estando una nación forzosamente constituida por un conjunto de millones (muchas veces) de individuos, que viven sobre un territorio más o menos definido, agrupados de suerte que sus interacciones constituyan un círculo que es capaz, para reproducirse, de mantener determinados grados de discontinuidad con otros círculos vivientes próximos o lejanos, ¿no será obligado acudir al concepto de Población, tal como lo utilizan los ecólogos? Una Población es un colectivo de organismos de la misma especie que, en un biotopo definido, mantienen una convivencia interactiva a través de la cual el todo se reproduce.

Pero las naciones modernas no son poblaciones, en el sentido estrictamente biológico. Principalmente porque aun cuando pueda decirse de ellas que son colectivos de individuos de la misma especie (Homo sapiens sapiens), no puede decirse de ellos que están asentados sobre un biotopo ecológico. El «territorio patrio» no es un biotopo, y cada vez lo es menos, a medida que ningún territorio nacional puede soportar a su «población» sin ayuda del comercio inter-nacional.

Pero hay otro concepto ecológico que, debidamente adaptado, podría ser acaso utilizado para conceptualizar la unidad constitutiva de las naciones, en su sentido moderno: es el concepto de Comunidad, en su sentido ecológico (no jurídico), es decir, el concepto de biocenosis. A diferencia de una población, la comunidad está constituida por individuos de especies diferentes. Es obvio que una aplicación unívoca del concepto de comunidad ecológica a las naciones modernas, nos llevaría a redefinir la nación como una unidad de interacción entre organismo humanos, animales y vegetales. Pero con ello desbordaríamos los límites antropológicos debidos a la realidad histórica de la nación. Sin embargo, podemos aplicar a las naciones el concepto ecológico de comunidad (biocenosis) de un modo analógico, basándonos en una idea que Tylor, en su libro fundacional (Primitive Culture, I,7) expuso con gran claridad: «El arco y la flecha forman para el etnólogo una especie, la costumbre de deformar el cráneo de los niños es una especie, el hábito de agrupar los números en decenas es una especie». Las diversas especies necesarias para poder hablar de comunidad ecológica serán ahora especies sociales y culturales. De este modo, recuperaremos el nexo entre la nación y la cultura, pero no por vía metafísica, sino por vía positiva. Una nación es una biocenosis de especies sociales y culturales que interaccionan en un círculo complejo tal que la reproducción de su identidad (no necesariamente rígida, puesto que la reproducción puede ser evolutiva) está asegurada dentro de unos límites, independientemente de los otros círculos o comunidades que se encuentren en su vecindad. Advertimos que, de acuerdo con la definición, una nación, para diferenciarse de otras según su identidad propia, no necesitará estar constituida por especies exclusivas, no repetidas, por «hechos diferenciales» característicos: dos naciones distintas, y aún enemigas, podrán tener, sin embargo, la misma lengua y la misma religión, de la misma manera que dos comunidades ecológicas distintas pueden tener, entre sus componentes, organismos de las mismas especies linneanas de insectos, de mamíferos o de coníferas. Lo decisivo en la identidad de la nación es su solución de continuidad con otras naciones de su entorno; si la lengua vernácula (catalán, eúskera) es uno de los criterios más preciados para una nación que busca sus «señas de identidad», no es tanto porque su lenguaje «exprese el alma o la sustancia (!!) del pueblo», sino porque la lengua es la principal especie cultural dotada de virtudes aislantes. Las lenguas separan a los pueblos tanto o más como sus fronteras naturales; por ello, los nacionalismos buscarán en el terreno lingüístico desarrollarse en las direcciones más exóticas posibles. Lo peor que le puede ocurrir a una lengua, utilizada como «seña de identidad» nacionalista, es que pueda ser entendida de inmediato por las naciones colindantes.

Lo más importante de esta conceptuación de la identidad constitutiva de las naciones reside en sus consecuencias. Porque las comunidades vivientes, lejos de dársenos (como ocurre con las comunidades ideológicas o meramente jurídicas) en «clave de igualdad y de uniformidad», se nos dan «en clave de desigualdad y de heterogeneidad». Y esto, tanto en lo que se refiere a su estructura interna, como en lo que se refiere a sus relaciones mútuas.

Una comunidad viviente, en el sentido ecológico, es lo más opuesto a la igualdad entre sus partes y a su armonía: una biocenosis es un reino de equilibrio, o armonía, si se quiere, pero de aquella que resulta de la desigualdad, de la explotación, de la depredación, de la dominación de unas especies sobre otras, incluso de la muerte, cuando es necesaria para que puedan tener lugar las cadenas tróficas. Una comunidad nacional es también el resultado de la desigualdad entre las clases sociales que la constituyen, efecto de la explotación y de la injusticia. Porque una injusticia «democrática pactada», y aceptada, no suprime la desigualdad de las familias, de los oficios, de los niveles de poder. La nación habrá eliminado, hasta cierto punto, la guerra interna, si la guerra se traslada, salvo excepciones, al plano inter-nacional. Pero la paz nacional no implica la eliminación de la explotación y de la dominación social y cultural (¿acaso la Comunidad autónoma de Cataluña, por ejemplo, no contiene especies sociales y culturales tan distintas como puedan serlo los barceloneses y los andaluces? ¿acaso la lengua catalana no intenta ser impuesta desde arriba para dominar, en lo posible, a la lengua de los charnegos?).

Las naciones tampoco son iguales entre sí: hay naciones grandes y pequeñas, naciones y culturas sanas y enfermas, valiosas arqueológicamente o estéticamente (no hay que confundir el interés etnográfico del disco botocudo con su valor estético o ético). Sobre todo: las naciones no son conjuntos nítidos, sino borrosos, y se continúan con frecuencia unos a otros como subsistemas de una biocenosis más amplia. Hay distintos grados de nacionalidad, porque las naciones no son como las sustancias aristotélicas, que no admiten el más y el menos. Cataluña, si es una comunidad nacional, lo será en forma de subsistema, de potencia más débil (en determinados intervalos históricos) del que conviene a la comunidad nacional española. ¿Puede decirse lo mismo de la comunidad nacional española respecto de la Comunidad Europea, de la Nación europea, si es que ella tiene algo de vida propia?

5. Es imposible negar que el complejo de pueblos y culturas que se extienden y se reproducen interactuando de algún modo, desde hace milenios, por el subcontinente europeo occidental, tiene rasgos biológicos que lo aproximan a una biocenosis, a una «comunidad viviente»; no importa que esta comunidad consista en gran medida, en una comunidad de conflictos, de guerras –invasiones germánicas, las cruzadas, las guerras de religión, las guerras napoleónicas...–, pues esta es la regla y no la excepción de toda biocenosis. Lo importante es que los pueblos y las culturas mantengan sus interacciones, es decir, compitan darwinianamente por las mismas cosas (¿no es la competitividad una de las normas preferentes para nuestra convergencia con Europa?). Porque con esta competencia, todos los pueblos demuestran están de acuerdo, que todos «quieren Milán». Lo que ocurre es que la «biocenosis europea» tiene seguramente un grado de intensidad mucho más débil que las biocenosis de las naciones históricas que la constituyen. Si las regiones intracanónicas son, en general, subsistemas de biocenosis fuertes, las biocenosis supranacionales son supersistemas débiles. La existencia de diez lenguas comunitarias es la mejor demostración de esta tenuidad; el desarrollo de la Comunidad europea, en el sentido de una supernación, pasa forzosamente por el dominio final de una lengua sobre las demás: la igualdad es aquí solo un sueño utópico, y predicarla una impostura. Pero no sólo las lenguas nacionales históricas, «lenguas de cultura», tan poderosas como puedan serlo el español, el inglés, el portugués, el alemán o el italiano. También las estructuras políticas tan diferenciadas, como las que han sido creadas históricamente por las naciones europeas, demuestran la debilidad o dificultad de la proyectada unidad política europea. Las monarquías europeas, por ejemplo, son difícilmente asimilables en una futura Comunidad Europea supranacional. La Monarquía británica, o la Monarquía española, vivieron fuertes sobre Estados multi-nacionales, constituyendo la clave de cúpula de su unidad (incluso podría pensarse que la España de las autonomías reproduce, a escala pequeña, la situación de una multiplicidad de naciones que encuentran en la Monarquía su clave de bóveda). Pero, ¿qué lugar puede tener la Majestad de la Reina de Inglaterra en una Nación Europea supranacional? La supernación europea exige la constitución republicana y, en ella, la monarquía inglesa, para seguir con el ejemplo, no podría significar mucho más que un residuo arqueológico-folklórico, algo así como lo que pudo representar para el Imperio británico, en sus tiempos gloriosos, el Maharajá de Kapurthala.

La unidad europea se aproximará al tipo de una biocenosis, de una unidad supranacional, si efectivamente mantiene soluciones de continuidad con otras biocenosis de su escala, que es la «escala continental». Y podemos pensar –dada la oscuridad de la cuestión relativa a la naturaleza de los intereses que mueven a España a integrarse en la Comunidad Europea (cuando esta cuestión se plantea en términos económicos, que son todos paradójicos)– si lo que permite entender de algún modo la funcionalidad (racionalidad) de este proyecto de integración no hay que ponerlo precisamente en el mismo interés nacional, pero contemplado ahora desde una perspectiva política. Hablando claramente: nos parece que España podría desarrollar proyectos económicos gigantescos –nada autárquicos– al margen de la Unión europea, en el contexto de Africa, Asía y América Latina, del hemisferio Sur, en general; pero este desarrollo tendría también para España –no para Dinamarca– como contrapartida la «infiltración» continuada e irreversible de ingentes cantidades de mano de obra musulmana, hispana, de color. Me atrevo a decir que el salto que estamos dando en la dirección de la integración económica europea es un salto en el vacío; pero, ¿no estamos dando ese salto aterrorizados por la alternativa que, de no darlo, se abre ante nosotros? La integración en Europa nos preserva de un oleaje que anegaría nuestra identidad nacional (incluyendo aquí nuestras estructuras sindicales, nuestro sistema de seguridad social). Convertidos en rompeolas de un tercer mundo en marea creciente hacia una Europa unida, podremos mantener mejor lo que creemos ser. Pero no hablemos en nombre de la Humanidad, de la Paz, de la Democracia o del Socialismo. Hablemos en nombre de Europa, de la Pax romana, de la democracia europea y del socialismo europeo. ¿No es bastante?

 


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