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Gustavo Bueno

Proemio
(El fuego que os habita, de José Luis Mediavilla)

2006


Vaya por delante mi primera impresión después de terminar, en primera lectura rápida, El fuego que os habita: interesante, ameno y profundo, extraordinario y transparente, de gran riqueza y sencillo… Hay que volver a leerlo, armado de lápiz y papel.

Y después de una segunda lectura, sus páginas quedan crucificadas, subrayadas y plagadas de notas marginales, que pretenden establecer vínculos, a veces imaginarios, entre unos parágrafos del libro y otros.

Porque el libro de José Luis Mediavilla no es una parrafada continua de doscientas y pico páginas, al estilo de las parrafadas que acostumbra a ofrecemos Sartre o, más cercanamente, Muñoz Molina.

Aquí estamos ante una secuencia de 222 unidades o parágrafos (no ya párrafos, porque no siempre las unidades numeradas comienzan con letras mayúsculas) que, en parte, pueden leerse como unidades exentas. Sólo en parte, porque muy pronto advertimos que existen muchas referencias de unos a otros, principalmente porque en ellas se repiten, de vez en cuando, nombres propios de personajes. Además, en todo caso, y al margen de esta unidad de concatenación, hay una unidad de semejanza entre ellos, fundada sobre todo en los recursos estilísticos utilizados.

La cuestión en la que voy a centrarme en estas páginas proemiales que el autor, viejo amigo, ha querido que escriba para la segunda edición de su libro, es la cuestión de la unidad global (o unidad de las unidades) que pueden guardar las unidades simples; cuestión suscitada por la propia disposición del libro en 222 parágrafos que, sin perjuicio de su parcial independencia, están, en algún modo, ordenados según una secuencia global interna; es decir, no están enteramente dispuestos al azar, pero esta unidad global no es la unidad que la novela, o la obra dramática, en general, toma de un argumento «con principio, nudo y desenlace». Y en cualquier caso, nadie podría considerar esta cuestión de la unidad como externa a la obra. Es el propio autor quien la suscita en el parágrafo 156 de la secuencia global. Este parágrafo pulveriza, con la ironía de un par de ejemplos bien elegidos, la estilística de la novela que, «digna de tal nombre», pretende crear un mundo, dar vida a unos seres reales o imaginarios y mostrar un argumento «con principio, nudo y desenlace». La unidad de El fuego que os habita no es, desde luego, la unidad de una novela en este sentido.

Pero entonces, ¿estamos ante una novela? Respondo con el autor: «–¿Y qué quiere que le diga? Pues sí y no, según se mire.»

En cualquier caso, la cuestión que tenemos planteada en este proemio no es la cuestión sobre si el libro que tenemos entre las manos es o no una novela (doctores tiene la Santa Gramática que os sabrán responder), sino la cuestión de su unidad global, la unidad de sus 222 parágrafos. Y la unidad global que buscamos ha de ser tal que, al mismo tiempo, explique la razón por la cual el libro no podría haber comenzado por un «principio» ni tampoco tener un argumento, nudo y desenlace. Ha de ser una razón tal que dé cuenta del hecho de que el libro comienza in media res, precisamente porque no pretende crear un mundo (un universo), porque parte de un mundo que ya está «en marcha» o, al menos, de un mundo que el autor supone que ya lo está.

¿Y cuál podrá ser este mundo cuya realidad, supuesta ya dada, fuera capaz de explicar la concatenación de los parágrafos que componen la obra? Una obra que tampoco es un relato, o una «narración», sino una secuencia de 222 relatos o narraciones, cada una de las cuales nos presenta, siempre en escorzo, a un personaje (o a un grupo de personajes) o un acontecimiento (ya sea un incendio, ya sea una explosión de grisú).

La concatenación interna entre los 222 parágrafos de la obra tiene que ver, sin duda, con la concatenación entre las personas, acontecimientos o aspectos de los personajes que contiene. Y lo característico, me parece, es que esta concatenación no deriva de las interacciones (relaciones, se diría hoy) que estos personajes y acontecimientos pudieran mantener entre sí, sino del «mundo que cataliza estas interacciones».

¿Y qué mundo es ese? Lo diré de una vez, aun a riesgo de equivocarme: ese mundo es la sociedad de nuestro presente; a lo sumo, la sociedad española del siglo XX y comienzos del XXI. En el parágrafo 203 un consejero de una comunidad autónoma, después de ver por televisión los numerosos incendios forestales que se han registrado a lo largo del verano, grita, recordando una vieja fotografía de Millán Astray: «¡El fuego se combate con el fuego!» Pero su secretaria, mientras va escribiendo la frase de su jefe, mantiene la mirada abstraída pensando en los ojos de Zapatero.

Ese mundo que cataliza y explica las interacciones de los personajes y del fuego es la sociedad española actual, pero en la medida en que arrastra esa llamada «memoria histórica» de setenta años antes, el periodo que va de Millán Astray a Zapatero. Pero si ese mundo puede desempeñar las funciones catalizadoras que le atribuimos es porque se le considera desde una estructura definida, seleccionada entre otras, que no se tienen en cuenta. Por ejemplo, no se tiene en cuenta la estructuración de la sociedad española actual según el sistema de comunidades autónomas que concibió la Constitución de 1978. Tampoco estaría estructurado según sus partes «rurales» (aldeas, villas…). Es un mundo estructurado en ciudades-capitales de comunidad autónoma o de provincia. Esta «novela según se mire» de Mediavilla iría referida a una sociedad española dada a escala de ciudades capitales de autonomía o de provincia.

No de ciudades provincianas –como ocurría con La Regenta de un siglo anterior–, porque el siglo transcurrido, desde que murió Clarín, ha reducido el concepto de «ciudad provinciana» (que todavía estaba vivo en la época de Calle Mayor) a la condición de concepto arqueológico. La televisión, los medios de comunicación, los centros comerciales e internet han hecho que todas las ciudades capitales queden homologadas incluso con las grandes metrópolis. Por ello, cuando vemos que El fuego que os habita tiene como referencia a Oviedo, Oviedo no es ya Vetusta. Oviedo es una ciudad promedio entre el conjunto de las cincuenta y tantas ciudades con catedral, aeropuerto, audiencia, universidad, prensa local diversificada, palacio de congresos y auditorio, estadios de fútbol, grandes supermercados y hasta teatros de ópera… Y con atentados terroristas.

Se diría que el propio autor de esta «novela según se mire» ha buscado, de pasada, asentarse en esta plataforma de ciudad capital homologada. En el parágrafo 45 la explosión de un coche bomba hace volar por los aires una guardería de niños; en el parágrafo 52 un gran estruendo ha conmocionado a la ciudad y sus alrededores; en el parágrafo 78 un coche bomba hace explosión en las inmediaciones de una casa cuartel de la Guardia Civil. Es evidente que el autor no está hablando «desde» la perspectiva interior de Vetusta; no es un ciudadano o un clérigo que, desde la torre de la catedral, mira a sus paisanos. El autor mira sobre todo a Oviedo, pero desde la perspectiva de una ciudad capital promedio, en el sentido dicho, de la sociedad española del presente. Los parágrafos podrían ir referidos mutatis mutandis tanto a Oviedo como a Bilbao, Madrid, Sevilla o Barcelona. El propio autor, en el parágrafo 182, se encarga de confirmar de algún modo esta perspectiva, acaso embriológicamente:

El Espolón de Burgos es también la Rúa del Villar de Santiago, y al mismo tiempo, la calle Reyes Católicos de Granada, o la calle Uría de Oviedo, y la Gran Vía de Madrid puede abocar en la calle Santiago de Valladolid o en las Ramblas de Barcelona.

Y lógicamente, como lo que tiene el autor en su campo de visión es Oviedo, las peculiaridades de esta ciudad, y principalmente su mobiliario urbano, se dejarán notar, sin que esto haga perder una perspectiva que permite recaer sobre Oviedo, pero que no es una perspectiva desde Oviedo.

Una ciudad que resulta homologada no sólo como un lugar en cuyo interior estallan coches bomba, sino también como un lugar en cuyos alrededores –en el bosque (parágrafo 89), en los campos (parágrafo 13)– surgen incendios, muchas veces por culpa de pirómanos, o explosiones de grisú: «El miedo no ha desaparecido, se ha ocultado solamente, se ha emboscado, para luego brotar en los almacenes…» (parágrafo 152).

El autor nos pone delante de «un fuego que nos habita»; pero no tanto en el sentido metafísico en que decía Giordano Bruno («todas las nieves del Cáucaso no podrán apagar el fuego de mi corazón»), sino, sobre todo, en el sentido literal del fuego físico que forma parte del mundo, como un fuego cósmico. Una parte del cual pudo apagar el fuego que ardió en el propio corazón de Bruno; «el fuego se apaga con el fuego», como decía Millán Astray.

Un fuego cósmico (parágrafo 107), «de la más absoluta oscuridad surgió la llama bocamina adentro abriéndose un incierto camino hacia la luz del infierno en medio del estruendo de los martillos…»), el fuego de Heráclito que, a través de Rafael Alberti (cuya retórica no necesitaba saber qué era la ekpirosis ni la palingenesia), parece estar inspirando a Mediavilla:

Este mundo, el mismo para todos, no lo han hecho ni los dioses, ni los hombres; ha existido siempre y será siempre un fuego eternamente vivo que se enciende según qué medidas y se apaga según qué medidas (fragmento 30).

Más aún: «El fuego, en su progreso, juzgará y condenará a todas las cosas» (fragmento 66). Más aún, y esto a través de la célebre cita que Marx hace, en El Capital, del fragmento 90 de Heráclito: «Todas las cosas se cambian recíprocamente con el fuego, y el fuego a su vez con todas las cosas, como las mercancías con el oro y el oro con las mercancías». Por último, y más aún (fragmento 96): «Los cadáveres deben arrojarse más que al estiércol» (deben quemarse, según la interpretación de Machioro, conforme al rito órfico). Como fue quemado el cadáver de Apolonia Vargas, la juglaresa, acaso porque Bruno Brasa, que vio cómo ardía y «se transformaba en una mujer con cuerpo de luz», Bruno Brasas, el muchacho deficiente y pirófilo, que tiempo atrás, después de mover las ascuas «que brillaron de forma intensa», se levantó y, sin pensarlo, se fue hacia donde le esperaba Apolonia Vargas, que le dijo (parágrafo 101):

—¿Gozas, vida? –preguntó ella en el paroxismo de la refriega.
—¿Mande?
—Que si gozas.
—Sí, señora, ¡cantidad!

Y aquí estaría la razón por la cual la «novela según se mire» de José Luis Mediavilla no puede empezar por un principio ni terminar por un fin. El mundo que determina «catalíticamente» la concatenación de los personajes y acontecimientos, aunque está habitado por el fuego, no es un mundo destinado a la ekpirosis (como lo pensaron los antiguos estoicos y los viejos cristianos, con san Clemente Alejandrino a la cabeza), sino a la palingenesia (parágrafo 122: «Cualquier día –hace decir el autor a Bruno Brasas– volveremos a ver a Apolonia Vargas, sobre todo en los atardeceres del otoño o en las noches de verano»); estamos, al parecer, ante un fuego que ha existido siempre, eternamente vivo, «que se apaga y se enciende según medida». La misma novela, según se entienda, de José Luis Mediavilla, que en su último parágrafo, el 222, se representa condenada a la hoguera –de hecho, según esta representación, un total de 983 ejemplares, los que pudieron ser requisados por una orden de 29 de febrero de 2003, fueron arrojados al fuego–, fue sin embargo terminada de imprimir, según el colofón, el día 10 de agosto del mismo año 2003, festividad de san Lorenzo, diácono y mártir a la parrilla.

Un mundo de ciudades homologadas, como Valladolid o Santiago, como Oviedo o Sevilla, que son las que el autor parece tomar como lugares necesarios y suficientes para explicar la concatenación y la solidaridad entre los personajes que en ellas pululan durante unas décadas, para morir y resucitar en otros personajes y en otros fuegos similares. De aquí emana, me parece, la unidad global entre los 222 parágrafos: de las ciudades en la cual los personajes y los fuegos se encienden y se apagan según medidas fijadas por los tiempos.

Una unidad acaso comparable a la unidad de solidaridad que muestran las amebas y los infusorios que pululan en la platina de un microscopio ordinario, o, todavía mejor, la unidad de esas áreas africanas que mantienen solidariamente unidas o concatenadas a las grandes fieras –leones, tigres, guepardos, hienas– y a las grandes presas –búfalos, cebras– junto con los buitres y los elefantes que pasan de largo por el área. La platina microscópica ofrece, a quien la mira por el tubo, un micromundo de cuerpecillos, glóbulos o vesículas de diferentes especies y géneros que se mueven, se cruzan y son sustituidos por otros individuos de las mismas o parecidas especies o géneros; otro tanto ocurre con las regiones de la sabana africana que el etólogo recorta para su observación: los buitres, las fieras y las presas que por allí se mueven, forjando una profunda solidaridad entre ellos, son individuos que nacen y mueren, pero que el observador de hoy ve aproximadamente según las mismas formas, cada vez que enfoca su cámara. Sobre todo si su cámara no es de vídeo, sino una cámara fotográfica que va girando sobre un objetivo, para producir diapositivas seriadas. El autor de esta novela –según se mire– habría obtenido 222 diapositivas seriadas a través de las cuales se muestran los personajes y los fuegos observables en una ciudad homologada, durante un intervalo de tiempo relativamente corto. El autor, en cuanto tal, no pertenece a la ciudad: se sitúa a distancia, pero insiste en tomas, que no reproducen idénticos contenidos. Cada parágrafo es sólo una diapositiva, y las diapositivas ni se repiten íntegramente, ni se encadenan por sí mismas con un argumento interno. Más bien van completándose unas, y otras quedan sueltas. Pero la unidad de conjunto está asegurada.

Y, por supuesto, no son (ni pueden ser, ni interesa que lo fueran) individuos «de carne y hueso» quienes aparecen en las diapositivas. Son individuos presentados en tanto encarnan especies o géneros (como ocurre con los microbios de la platina o con las fieras y predadores de la sabana). Sólo que, en la ciudad, las especies y los géneros son las profesiones: el cura (o los curas, tales como don Lucas Salvatierra o Pacopáez), el oculista (como don Epifanio Miravalles), el profesor (como don Tolomeo Centil), el director de El Vespertino (don Corsino), el gacetillero (como Macrino Mógaro), el juez decano (como Justino Parejo) o el pirómano (como Bruno Brasas).

Estas son las figuras que se suponen circulan por la ciudad, siguiendo las rutas que mueven a sus especies o géneros profesionales, o a sus arquetipos sociales; personajes que se rozan, porque están en la misma ciudad los unos con los otros, y que se mantienen solidariamente concatenados en la ciudad-platina que el autor fotografía a lo largo de 222 diapositivas. Por supuesto, el autor se toma la libertad de interponer filtros a su cámara, de colorear las formas que se aproximan o se retiran en su campo de observación, y aun deformarlas, como en caricatura, para lograr una silueta más nítida y significativa, o simplemente para añadirles algo, por juego, como cuando el microbiólogo, al dibujar sobre el papel la ameba que ha visto a través de su canuto, le añade un capirote o unas gafas.

Cuando en su campo de visión se le presenta don Epifanio Miravalles Campoamor (parágrafo 110), el oculista será descrito como un profesional minucioso, sin duda, pero en cuyos carteles no sólo figuran letras mayúsculas de diferente tamaño, sino también otras cosas: «¡A ver, lea aquí! –ordena don Epifanio–: “Ten paciencia, corazón/que es mejor, a lo que veo,/ deseo sin posesión/ que posesión sin deseo”.»

A veces se interesa por la embriología de esas formas, como en el caso del juez Justino Parejo, desde sus días de opositor que estudia sus temas en la cocina de su casa hasta los días en que, ya gotoso, se arrastra hacia el estrado de la Audiencia.

Y tan rigurosamente el autor percibe a los individuos desde sus profesiones que los nombres propios de sus personajes, al menos de los principales, se proporcionan a veces a estos de modo homofrástico. Así, el que continuamente fue acusado de piromanía, y a cuya apoteosis asistimos en el parágrafo 210 (se le atribuyen incontables prodigios en Pozoblanco y Córdoba, que darían comienzo a un culto creciente y a estampitas en las que aparecía como un hombre elevando en sus manos un corazón ardiendo entre llamas), recibirá el apropiado nombre de Bruno Brasas (por «brasas» y porque Bruno recuerda a Giordano Bruno, que fue quemado en Roma el año 1600).

Así también, al oftalmólogo-poeta no se le llama, por ejemplo, como podía haberlo hecho el autor, doctor Zapatero (a pesar de que Zapatero se ha hecho presente en la novela a través de la imagen que de sus ojos tiene una secretaria, a punto seguramente de afiliarse al PSOE), sino doctor Epifanio Miravalles, nombre doblemente homofrástico para un oculista, no sólo por el castellano «mira-valles», sino por el griego «epi-fanio». ¿Y qué mejor nombre para un juez decano que el de Justino Parejo? ¿Acaso Justino no evoca palabras que pertenecen a la «constelación de la balanza», como justicia, Justiniano, paridad entre los platillos? Seguramente que el autor no es responsable de que al leer, en el parágrafo 48, la historia del futuro revolucionario Tanito Tierno (que tanto le gustaba meter la cabeza entre los pechos de la Eutimia y ponerse a mamar plácidamente), nos acordemos de Tierno Galván, aunque ahora el apellido «Tierno» sea antifrástico, para un revolucionario, y no homofrástico a su condición.

Una novela «según se mire», pero que, se mire por donde se mire, es inagotable y con capacidad reductora de todo cuanto mira a la condición de cenizas; pero de las cenizas en las que las brasas permanecen en disposición de palingenesia indefinida.

La mejor prueba es que este libro, que se autoinmoló en ekpirosis un 29 de febrero del año 2003 (el día que nunca existió), fue sin embargo impreso, en su primera edición, el día de san Lorenzo, el de la parrilla. Ahora resucita («el fuego se combate con el fuego») en una nueva edición, que anuncia otras sucesivas, y en número indefinido.

[ Proemio a la segunda edición de José Luis Mediavilla, El fuego que os habita, KRK Ediciones, Oviedo 2006 (marzo), páginas. 9-21. ]