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Gustavo Bueno

El libro y la cultura de un pueblo

1999


El libro. Me refiero a lo que hoy entendemos por libro, al códice impreso. Damos de lado, por tanto, al rollo de papiro o al códice de pergaminos manuscritos que, en virtud de su naturaleza, nunca podrían llegar a ser considerados como medios de comunicación de masas. Otra cosa es que los códices de pergamino fuesen utilizados como instrumentos de otros medios de comunicación de masas, como pudo serlo el púlpito, en cuanto sede del predicador, sobre todo en los espacios señalados por la Iglesia Católica. Porque un católico, en cuanto tal, no necesitaba saber leer para conseguir su salvación: le bastaba escuchar, junto con los otros fieles presentes en el templo, los sermones que el predicador, que sí tenía que saber leer, desde el púlpito les ofrecía. Ningún predicador se subía a la Sagrada Tribuna para dirigirse a una única persona perdida entre los bancos; para atender a esta persona solitaria se disponía del confesionario.

El libro de nuestros días deriva del invento de Gutenberg. Es frecuente suponer que la importancia de este invento habría que cifrarla en su capacidad de multiplicación mecánica, “industrial”, en cientos o miles de ejemplares o “copias” de los mismos o parecidos textos que ya constaban en los papiros o en los pergaminos. Desde este punto de vista podría incluso redefinirse el proceso de transición de la Edad Antigua a la Edad Media como el proceso de traslación de los textos escritos en papiro al pergamino; y el proceso de traslación de la Edad Media al Renacimiento, como el proceso de traslación de los textos en pergamino (o en algunos papiros residuales), al papel. Con esto podría encarecerse la función propagadora del libro impreso entre los pueblos que han constituido los fundamentos de las ulteriores sociedades democráticas.

Pero no fue esa la función principal que correspondió ejercer al libro impreso: si lo hubiera sido, habría que reconocer que las sociedades modernas estuvieron determinadas, en gran medida, por la lectura de las mismas supersticiones, estupideces o majaderías que se contenían en los códices medievales o en los rollos de los antiguos, es decir, de aquellos textos que llegaron a ser populares (la minoría que leía a Platón o a Pappus era aproximadamente del mismo orden relativo en la época del rollo, o en la del códice, que en la de libro impreso).

La importancia del libro impreso no tuvo probablemente tanto que ver con la influencia del texto contenido en sus páginas (del “mensaje”, en la terminología de McLuhan) cuanto en la influencia de su estructura como medio de comunicación. La oscura formula “el medio es el mensaje” expresa, sin embargo, de modo comprimido, la idea de que la influencia social de un medio puede residir tanto en su estructura (tenga ésta, o no, la naturaleza de un mensaje) como en su contenido semántico (en el texto, en nuestro caso). En realidad, la distinción entre medio y mensaje podía considerarse como ya conocida, en tanto que ella era ejercitada –si no representada– desde hacía ya mucho tiempo.

San Juan Crisóstomo pronuncia un brillante discurso en el Odeón, en el que dice a sus oyentes que nos les habla buscando el aplauso, sino su elevación moral y espiritual. Y les ruega, con elocuentes palabras, que no le interrumpan durante su oración; y termina diciéndoles, con no menor elocuencia, que no premien su discurso con aplausos. Un clamoroso aplauso premió sin embargo su elocuencia: el verdadero “mensaje” que el orador pretendía transmitir quedaba anulado (o neutralizado) por los efectos del medio a través del cual se transmitía, a saber, un escenario famoso, desde el cual, los grandes rétores hablaban buscando, ante un público escogido, el reconocimiento de su arte, mediante el aplauso final.

¿Y en qué parte de la estructura del libro impreso podemos poner la raíz de los efectos de largo alcance que al libro le correspondió ejercer?

Sin duda, y sin necesidad de excluir a otras partes, en la naturaleza distributiva inherente a un objeto (las planchas) capaz de ser multiplicado, en principio, por tantos lectores o “consumidores” individuales como demandasen el nuevo producto industrial de la época paleotécnica. La distribución del libro por “unidades individuales” constituía, además, un refuerzo del “individualismo emergente” en la nueva sociedad mercantil; la lectura silenciosa, individual y solitaria, del libro impreso era fácilmente identificable con una meditación, o con la reflexión que “mi conciencia” podía llegar a hacer a través de un impreso.

Sobre todo si el libro impreso, como era el caso de la Biblia, era ofrecido como un libro inspirado por Dios y entregado, desde Lutero, traducido a la lengua moderna, al libre examen de cada conciencia lectora, también inspirada por Dios, a quien se encomendaba la interpretación autónoma según las luces que el Espíritu Santo proyectase sobre cada cual; una lectura que no tenía por qué atenerse a las normas heterónomas procedentes, en última instancia, de Roma, del papismo. Los libros impresos más vendidos fueron las traducciones de la Biblia: Lutero y Gutenberg formaron así una pareja indisoluble.

Y provocaron la alarma de los católicos, es decir, de la Iglesia que se apegaba, sobre todo, a la tradición oral, la que procedía de los Apóstoles, a la que considerará siempre necesaria para la recta interpretación de los textos sagrados. En el momento en que los laicos leen las Escrituras en lengua vulgar, las herejías pueden comenzar a proliferar y la gente comenzará a creer que el clero ya no es necesario. Es lo que le decía el cardenal Thomas Wolsey (1475-1530) al Papa, en una celebre carta.

La inmensa influencia social e histórica del libro, en la medida en que esta influencia deriva de su estructura, o de su contenido textual actuando a través de esa estructura, parece indiscutible.

Lo que ya no es tan indiscutible es la naturaleza y la valoración de esa influencia. Y lo que es muy discutible es la alarma generalizada de los “intelectuales” –es decir, de los escribas– cuando se escandalizan ante estadísticas recientes según las cuales el 50% de los españoles no ha leído en su vida ni un solo libro. De donde deducen que una mitad de los españoles forma parte de la “inculta muchedumbre internacional”. Pero ¿cuántos libros leyó Goya, por ejemplo?

Y cuando se tiene en cuenta que, en todo caso, la influencia de la estructura no es independiente enteramente del texto, cuando se tiene en cuenta que la estructura, lejos de eliminar el texto, en realidad lo canaliza y lo distribuye, entonces podemos reconocer muchas situaciones para las cuales el libro impreso puede resultar muy peligroso (por ejemplo, si estimula, convertido en fetiche, la pedantería del “autodidacta”, que cree ingenuamente que lo que no está en el libro no está en el mundo); o, en todo caso, no más útil o elevado de lo que pueda serlo el culebrón de la televisión de esta tarde.

Es natural, sin embargo, que los políticos, los pastores y, desde luego, los libreros que buscan conducir a su molino a los súbditos, a los fieles o a los consumidores, por las vías de la reflexión individual, exalten incondicionalmente al libro impreso y a su lectura, y celebren anualmente una “Fiesta del Libro”, acompañando a veces la distribución de cada libro con una rosa (¿por qué no con un grifo o con una cuchilla de afeitar?).

También es natural que quien está ya de vuelta de la ideología luterano-democrática pregunte con cierta cautela, cuando le encomiendan amablemente pronunciar el discurso o la conferencia que le corresponde pronunciar el Día del Libro: “¿De qué libro?”.

Gustavo Bueno.

[ Texto seguramente inédito, solicitado para un “Congreso Nacional del Libro”, enviado al solicitante el 20 de abril de 1999, al fax de una agencia de comunicación de Oviedo. ]