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Gustavo Bueno

Pregón para la Fiesta de la miel

(Pola de Lena, 3 de octubre de 1997)


La amable invitación, que agradezco profundamente, del presidente de “Apilena”, Don José Fernández, y de la comisión organizadora de la VI Feria de Apicultura, que se celebra en Pola de Lena en este otoño de 1997, me compromete a actuar como pregonero en tan importante ceremonia. Es cierto, hace ya bastantes años, inducido por mi hijo Carlos, tuve algún trato con abejas y colmenas; incluso me vi en el compromiso de tener que comparecer ante millones de espectadores –era la época de la televisión única– embutido en un traje de apicultor, levantando alzas y manipulando en algunas celdillas mientras discutía («por imposición reglamentaria del programa») con Mireia Sentís sobre algunos puntos de la teoría de las ideas de Platón. Esta comparecencia dio lugar a que varias personas de entre las que habían presenciado aquel programa pudieran llegar a creer que yo era, antes que un discípulo de Platón, un discípulo de Filiseo de Tasos, llamado «el salvaje», porque vivió toda su vida solitaria dedicado a las abejas. Pero mi experiencia apícola es meramente anecdótica y el único título que puedo aducir como pregonero de esta fiesta no tiene que ver propiamente con mis relaciones con las abejas, sino con mi amor a la miel. Un amor fiel, indisoluble y, por decirlo así, casi monógamo, al menos al comenzar el día, en el desayuno.

Casi monógamo, es decir, bígamo, porque está compartido con la leche en una ceremonia de iniciación –el desayuno– conformada como si quisiera reproducir cotidianamente el comienzo auroral de nuestro mundo, aquella época que Don Quijote, siguiendo la tradición, evoca como una Edad de Oro, en la que todavía no existía lo tuyo y lo mío, porque el corvo arado aún no había desflorado a la madre Tierra virgen. Pero los alimentos de la Edad de Oro eran precisamente la leche y la miel; así también, entre esas tierras de las que «mana la leche y la miel» (para utilizar la expresión del Éxodo 3:8) está Asturias.

Asturias que, ante todo, es tierra de ganaderos antes que tierra de cazadores o de agricultores. Tierra de los hombres que se dedican a las operaciones que genéricamente podrían ser denominadas como «operaciones de ordeño», operaciones que sólo en un estado muy avanzado de desarrollo del ingenio humano, del cálculo y de razón, es posible ejecutar regularmente. Desarrollo del ingenio, del cálculo y de la razón que, sin embargo, no alivia a los hombres de su necesidad de alimentarse, en tanto que vivientes heterótrofos de otros organismos vivientes o, por lo menos, de los productos que, como la leche y la miel, algunos vivientes segregan para alimentar, en principio, a otros miembros de su especie o, si se prefiere, de su rebaño. La Miel y la Leche, por tanto, las abejas y las ovejas (junto con las vacas) han estado, de hecho, casi siempre asociadas. Estaban asociadas en unos famosos dísticos que aparecieron escritos un día en la puerta del Palacio de Augusto:

Sic vos, non vobis, mellificatis apes;
Sic vos, non vobis, lanificatis oves.

Y siguen asociadas en un refrán que se oye en Asturias:

Añu de oveyes
añu de abeyes

Y, en efecto, las fuentes de la miel, como las fuentes de la leche, es decir, las abejas y las ovejas (junto con las cabras o las vacas) tienen muchas cosas en común, y entre ellas el ser animales gregarios, que prefieren vivir en rebaños o en manadas. Es decir, que constituyen sociedades animales análogas a las sociedades humanas. Platón, en El Político, clasificó a las sociedades animales que necesitan pastor, a los rebaños, en dos grandes grupos: rebaños sin cuernos y rebaños con cuernos, considerando a los políticos como guardando algún parecido con los pastores de los rebaños sin cuernos. Pero también las abejas, productoras de la miel, viven hoy en enjambres, que son como rebaños sin cuernos, aunque, en cambio, tiene aguijón; las ovejas (o las cabras o las vacas) productoras de leche, viven o agradecen vivir en manadas que habrá que clasificar como «rebaños con cuernos».

De donde resulta que, si mantenemos el criterio platónico, las abejas, que segregan la miel, son animales sociales del mismo género que aquél del que forman parte los hombres que ordeñan sus panales: el género de los rebaños sin cuernos. Unos rebaños que requieren, sin embargo, al parecer, pastores dotados del lenguaje político, es decir, del lenguaje provisto de capacidad de mover las voluntades de los individuos del rebaño antes por la persuasión que por la fuerza («llamaremos, pues, tiranía –dice Platón– al arte de gobernar por la violencia y política al arte de gobernar a los animales bípedos que se presten voluntariamente a ello»). Pero ¿acaso las abejas no se mantienen también en sociedad gracias a un maravilloso lenguaje que von Frisch logró descifrar no hace mucho más de 50 años? ¿No será esa la razón por la cual han sido consideradas las abejas una y otra vez como prototipo de la sociedad política y ejemplo para las sociedades humanas? Virgilio, o Séneca, tomaron a los enjambres de abejas como modelo destinado a exaltar la estructura monárquica del Imperio encarnado por Augusto y, luego, por Nerón. El Libro IV de las Geórgicas de Virgilio mira hacia las abejas como a un espejo en el que debieran mirarse quienes buscan la renovación del Imperio romano, un espejo que demostraría como el Principado es de derecho divino, como lo es el sacrificio de los individuos por la República, sin temer a las heridas o la muerte. Por ello (añade Virgilio) al advertir este portento, pensaron algunos que las abejas son átomos de la divina mente:

His quidam signis, atque haec exempla secuti,
Esse apibus partem divinae mentis et haustus
Aetherios dixere

Y Séneca, en De Clementia, reexpondrá la analogía de Virgilio, subrayando, sin embargo, al joven Nerón que «el Rey de las abejas no tiene aguijón».

Sin duda; sólo que ese «Rey de las abejas» es en realidad una Reina, por lo que no podría decirse que la sociedad de las abejas esté regida por un Príncipe, puesto que está, más bien, organizada como una sociedad matriarcal. Más aún: los procedimientos de dominación emanados de la Reina (por ejemplo, para mover a las obreras a construir más celdas destinadas, antes a ellas mismas que a los zánganos, que es lo que espontáneamente preferirían hacer) tienen, al parecer, muy poco que ver con el lenguaje o con el discurso de los hombres, es decir, con el discurso político. La incesante circulación de comida a través de las bocas y los buches de las abejas –que es, a la unidad del enjambre, lo que la incesante circulación de la sangre pueda representar para la unidad del organismo humano– es el procedimiento que regula la formación de las «clases sociales» del enjambre, la clase de las obreras, la de los zánganos y la clase unitaria de la reina; cuando la cosecha escasea las obreras persiguen y matan sin piedad a los zánganos y cuando la reina languidece o se torna «zanganera», es decir, cuando el suministro de «jalea real» que circula por la colmena, según el mecanismo que los expertos llaman «trofalaxis» comienza a disminuir. Y en el momento en que se interrumpe el flujo de «jalea real» (por ejemplo, mediante una tela dispuesta al efecto) el «poder de la reina» desaparece y las obreras comenzarán a preparar una reina sucesora. No ocurre exactamente así con nuestras reinas (o con nuestras princesas) que mantienen su influencia no ya a través de la «reproducción» en las obreras de su propia sustancia participada como «jalea real», sino a través de la reproducción en el pueblo de su figura en las imágenes televisadas o calcadas en el papel brillante de las revistas del corazón; pero podría decirse que estas imágenes que la televisión y la prensa distribuyen entre todos los obreros y obreras de nuestra sociedad, que se regocijan al embadurnarse con ellas, ejercen un efecto análogo al que la jalea real ejerce sobre las abejas obreras que con ella se embadurnan.

Sin embargo, se trata sólo de una analogía. Como sólo es una analogía la semejanza entre el más complejo edificio construido por los hombres ateniéndose a los cálculos matemáticos más sutiles y los panales de celdillas hexagonales (cuyos ángulos calculó König, para las abejas en 109° 28' y 70° 32') mediante los cuales queda «resuelto el problema» de cubicación máxima y densidad mínima que Réaumur había planteado. Porque la construcción de los panales por las abejas tiene muy poco que ver con la construcción de los edificios por los hombres. Marx formuló la diferencia señalando que mientras las abejas no se representan previamente el edificio que van a construir, el maestro de obras, o el arquitecto, comienza dibujando los planos o haciendo sus maquetas.

En resolución: las sociedades de abejas no pueden ser propuestas como modelos de las sociedades de los hombres, ni de su conducta edificatoria. Y si la razón por la cual los pitagóricos declararon que la miel debiera ser considerada como el primer alimento, entre todos los demás, de los humanos, hubiera sido su admiración ante la «capacidad geométrica» de las abejas constructoras de celdillas hexagonales, tendríamos que considerar a esa razón como vacua. Porque si la miel puede ser declarada por una «escuela de sabiduría» como el «primero entre los alimentos de los hombres», no será en atención a las excelencias maravillosas de la sociedad de las abejas que la producen o en atención a las «técnicas» asombrosas de la construcción de sus panales. Tampoco el valor de las obras artísticas de los hombres puede medirse por las horas de trabajo que en ellas invirtió el artista, ni menos aún por los esfuerzos o sufrimientos que su creador debió experimentar para concebirlas y darlas a luz. ¿Acaso no es verdad que, muchas veces, los hombres hacen de grandes dolores pequeños poemas?

Así también, la excelencia de la miel, como alimento de los hombres, derivará de su misma estructura (química, organoléptica) pero no propiamente de su génesis (técnica o social). Dicho de otro modo: el reconocimiento de la miel como un bien superior no autoriza al reconocimiento de la sociedad de las abejas como canon de nuestra propia sociedad política. El hombre es constitutivamente, en cuanto animal heterótrofo, un animal depredador y por ello no se detiene ante los rebaños como modelos de los que tomar ejemplo, porque, sin perjuicio del asombro que puedan producirle, su finalidad no estriba en admirarlos, sino en ordeñarlos.

En una Fiesta de la miel, debemos tener siempre presente que lo que mueve nuestro interés es la miel y no las abejas, salvo indirectamente. Nuestra Fiesta es la Fiesta de la miel, no es la Fiesta de las abejas: Sic vos, non vobis, mellificatis apes. Una Fiesta que tiene un ritmo marcado por el ritmo mismo de las ceremonias de la cosecha u ordeño de la miel. Un ritmo anual que, en realidad, está marcado por el Sol (sin perjuicio de que también el Sol es el que marca el ritmo diario de la ceremonia de ordeño de la leche, al atardecer del día). La miel procede del Sol, en la medida en que es el Sol quien «desciende» hasta las flores de las cuales tomarán su polen y su néctar las abejas (que, por cierto, también toman el curso del Sol, como guía de su camino hacia las flores, fuente de su alimento). El ritmo anual de la cosecha de la miel por los hombres es así un ritmo revolucionario, pero siempre que tomemos este término no en el sentido (relativamente moderno) que él toma aplicado al terreno político, sino en el sentido clásico, el de las revoluciones de los astros; un ritmo cósmico, que habría que medir de acuerdo con los lugares, porque, como decía don José Sampil, hace ya doscientos años, «toda regla general tiene contra sí la sospecha de falsa»; algunos dicen que el ritmo estaría marcado por los equinoccios (de primavera o de otoño) y, según un refrán asturiano: Por San Miguel, esmélgase la miel.

También era en el otoño, en el atardecer del año, cuando tenían lugar las ofrendas de miel a Demeter y a Dionisios: el Sol, que engendra el azúcar en las flores que darán lugar a la miel es el mismo Sol que engendra el azúcar en las uvas que, más tarde, dará lugar al vino. Pero no por ello cabe equipararlos y la mejor prueba es que el vino no puede ser transformado en miel, mientras que la miel sí puede ser transformada en vino, mediante la fermentación de sus azúcares, mezclados con agua, hasta alcanzar el grado del alcohol etílico. Así se formaba aquella hidromiel maravillosa que los antiguos consideraron como la bebida propia de los dioses, el néctar y la ambrosía; porque el efecto propio de la hidromiel era la inmortalidad, y la inmortalidad era el atributo característico de los dioses.

Sin embargo, quienes vemos oscura la posibilidad de esa inmortalidad, si nos diesen a escoger entre el néctar, bebida de los dioses, y la miel, escogeríamos, desde luego, la miel y no el néctar, ni la ambrosía. Una elección semejante a aquella que hizo célebre Lessing: «Si Dios me ofreciese en su diestra la eternidad y la tranquilidad y en su siniestra la agitación y la inquietud le diría: 'Quédate para tí la primera y déjame a mí la segunda'».

Dejemos el néctar y la ambrosía para los dioses y reservemos la miel para los hombres. Porque la miel no confiere la inmortalidad, y no tanto cuando entra en nuestro cuerpo, sino cuanto nuestro cuerpo entra en ella –como entró Alejandro, y siglos después, Justiniano, al ser «enterrados», sumergidos en una tumba llena de miel–. Porque esta miel no dio la inmortalidad ni a Alejandro, ni a Justiniano y, a lo sumo, sirvió para una mejor conservación de sus cadáveres.

Tomemos la miel, no para obtener la inmortalidad, sino para vivir mejor nuestra vida mortal. Alabemos la miel, una Fiesta de la miel, con los pitagóricos, como el mejor alimento de los mortales, pero de forma que estas alabanzas no nos hagan olvidar que «no hay miel sin hiel». Y que la peor hiel de cada miel no está sólo en los ácidos diversos que ella pueda albergar en su seno y desarrollar al envejecer, ni siquiera en los aguijones que, de vez en cuando, se clavan en quien opera en los enjambres; la peor hiel de cada miel es otra miel distinta. Todas las mieles son distintas entre sí, y sólo los asnos las confunden, porque no se hizo la miel para su boca. El sabio, que es el que entiende de sabores, las distingue: distingue la miel de tomillo, la que más apreciaban los antiguos, de la miel de brezo. Y sabe también que no deben mezclarse las mieles y que, así como cada enjambre tiene a otro enjambre como su peor enemigo, así también el mayor peligro para la miel es confundirla con otra o mezclar muchas mieles en forma de papilla uniforme, normalizada.

Huyamos de la normalización de las mieles. Que cada valle y cada montaña produzca su propia miel. Que la miel de estos valles y estas montañas de Lena se haga valer por sí misma ante los sabios que, por entender de sabores, sean capaces de apreciarla.