Gustavo Bueno
¿Quién fue Aranguren?
[ 19 abril 1996 ]
Aranguren ha muerto. Me sumo al duelo de su familia y de sus amigos. Descanse en paz. Por mi parte nada más tendría que añadir. Pero no he podido encontrar razones para eludir la invitación de El Mundo a escribir sobre el particular. Considero un “deber cívico” dar mi opinión cuando me la piden, en circunstancias como la presente. No constituye para mí ningún placer ir contra corriente, pero es precisamente en esta ocasión cuando hemos podido ver cómo la prensa, la radio y la televisión dibujaban, nemine discrepante, la figura y significación de Aranguren en unos términos de los que me haría cómplice si mantuviese mi silencio después de haber sido requerido para hablar: sería un modo de unirme al consenso.
Conocí a Aranguren hace ya cincuenta años, con ocasión de la publicación de su primer libro, La filosofía de Eugenio d'Ors, en 1945, texto premiado el año anterior por la Junta Restauradora del Misterio de Elche (circunstancia que determinaba un gran distanciamiento entre el grupo de recién licenciados en filosofía que, al modo marrano, manteníamos en privado posiciones racionalistas y hasta “volterianas”).
Trabajaba yo entonces en mi tesis doctoral, como becario del Instituto Luis Vives de Filosofía del CSIC, de cuya Revista de Filosofía era director don Manuel Mindán Manero, un hombre extraordinario, de personalidad fuerte, un cura aragonés que me quería mucho y me encomendaba determinadas reseñas de libros para la revista. Recuerdo que la secretaria María Jesús me pasó el recado de Mindán a la sala de becarios: me llamaba para presentarme a “alguien que había escrito un libro”. Mindán, en su despacho, me presentó a un hombre de unos cuarenta años, vestido de oscuro, encogido, que casi no hablaba nada (se acercaba allí claramente como un hombre ajeno a las instituciones oficiales en solicitud de algo). Mindán, con un cierto retintín semi irónico, me invitó en su presencia a escribir la reseña del libro recién publicado. Recuerdo que a la vuelta a la sala de becarios (entre ellos estaba Constantino Láscaris), al ojear el libro conjuntamente, se produjo un cierto regocijo por las cosas que decía sobre las teorías de d'Ors sobre su ángel y sus comparaciones con el super-ego de Freud. Mindán me sugirió que suavizase algunas frases de mi reseña, como lo hice. Años después, en pleno “reinado” del PSOE, el Luis Vives fue suprimido por decreto y renació bajo el nombre de Instituto de Filosofía, como plataforma, precisamente, de los socialdemócratas cristianos, algunos vergonzantes, exmonjas y exjesuitas, que vienen pretendiendo ofrecer como símbolo de la democracia ética a la figura de Aranguren.
Hacia 1955 presencié los ejercicios de su oposición a la cátedra de Ética de Madrid: Aranguren representaba allí el símbolo del cristianismo aggiornato, la “acción católica” de las vanguardias dialogantes con Lutero que alzaban la bandera de Zubiri; oposiciones que se desarrollaron ante un público muy parecido al que describe Martín-Santos en Tiempo de silencio al hablar de los asistentes y asistentas (como diría hoy) a las conferencias de Ortega. Su rival, el dominico Todolí, representaba el cristianismo escolástico medieval, capaz sin embargo de incorporar críticamente las últimas direcciones coetáneas del pensamiento europeo, existencialista o personalista. Desde mi punto de vista de entonces tan medieval era Aranguren como Todolí, sólo que Todolí sabía más.
En el transcurso de los años, y cuando Aranguren comenzó a ser conocido como un personaje público, yo no deje de reconocer sus virtudes cívicas (de hecho organicé en Oviedo, en 1965, la recaudación de fondos entre los compañeros para ayudar a los catedráticos destituidos, entre ellos Aranguren; colaboré en el Homenaje de 1970 y recibí cartas suyas de agradecimiento). Sin embargo el reconocimiento de sus virtudes públicas no fue bastante para hacerme rectificar mi juicio sobre la mediocridad de sus dotes intelectuales.
En los años ochenta participé en un jurado de los Premios Príncipe de Asturias. Propuse a Juan David García Bacca: muchos de los miembros del jurado, que no habían oído jamás tal nombre, me miraron asombrados confundiendo su ignorancia con una supuesta extravagancia mía. Aranguren era su candidato. Ante quienes no conocían a García Bacca y conocían de Aranguren sólo algunos artículos de El País, pude desmontar una tabla de valores que resistía la comparación con María Zambrano pero que era ofensiva ante la figura de García Bacca: terminamos dando el premio a Claudio Sánchez Albornoz. Más tarde, el año pasado, los Premios Príncipe de Asturias “saldaron” la deuda que tenían pendiente con Aranguren, y al parecer con la Agencia EFE, con la que compartió el premio, haciéndole justicia conmutativa al homologarlo con María Zambrano, otra de las “pensadoras” reconocidas como símbolo por la democracia coronada.
Es evidente que cada grupo social elige a sus sabios y a sus héroes. Pero al elegirlos se define a sí mismo, tanto o más que a la persona escogida como paradigma de sabio, de filósofo o de héroe. Quien dice “Aranguren nos enseñó a pensar” no está definiendo a Aranguren, sino a su propio y mediocre nivel de pensamiento. La presencia continua de Aranguren como modelo de “pensador”, sobre todo en la televisión única, en los primeros años de la democracia, diciendo cosas sencillas que todo el mundo entendía, un sombreado trivial y neutro que ni siquiera hería por su ingenio a los que le contemplaban, alentaba a todos a sentirse también pensadores y filósofos. Y por tanto a rebajar la significación de la filosofía al nivel en que ahora se encuentra.
Los discípulos que proponen a Aranguren como paradigma, en su mayor parte exjesuitas, exmonjas y teólogos postconciliares, se corresponde en gran medida con el gremio de los profesores universitarios de ética, que se sirvieron de Aranguren para constituirse en “comunidad de filósofos morales” (cualquier lector alejado de estas cuestiones académicas puede apreciar la cursilería y ridiculez de semejante autodenominación).
Pero Aranguren no fue un sabio, ni menos aún un filósofo. Fue un profesor de filosofía que escribió para la universidad un manual de Ética (un manual escolástico, mucho más parecido al que hubiera escrito el padre Todolí de lo que sus discípulos creen), y para fuera de la universidad libros y artículos sobre el cristianismo (de interés para gentes postconciliares) y artículos de opinión sin doctrina firme como los que escriben tantas y tantas personas en los periódicos sin necesidad de recibir el título de sabio o de filósofo.
Aranguren ha fallecido en fechas que coinciden simbólicamente con el final socialdemócrata de la monarquía consensuada, la etapa que, entre otras figuras, escogió a Aranguren como emblema de la sabiduría, de la ética y del heroísmo, definiendo así su propio nivel de sabiduría, de ética y de heroísmo. Estas líneas quieren ser una voz de alerta. Una voz que, sin perjuicio del reproche asegurado que ellas merecerán por parte del coro consensuado que ha procurado monopolizar los elogios fúnebres, sirva también para llamar la atención de otras muchas personas que forman parte de la gran mayoría de españoles que, al margen del coro, y acaso habiendo oído ahora el nombre de Aranguren por primera vez, se disponen a experimentar los efectos de los nuevos consensos autonómicos y europeos.
[ José Luis López Aranguren se muere el miércoles 17 de abril de 1996; y el jueves 18, al mediodía, Miguel Ángel Mellado, del periódico El Mundo, habla por teléfono con Gustavo Bueno –quien precisamente salía en ese momento de Madrid hacia Oviedo, en coche– para pedirle una glosa del autor recién fallecido. Al día siguiente, viernes 19, a las 12:00, Bueno envía por fax el artículo solicitado a Miguel Ángel Mellado, quien al poco acusa recibo y advierte que, por razones de espacio, prescindirán de diez líneas. Aquí se ofrece el texto íntegro del artículo de Gustavo Bueno tomado del fax enviado al periódico (1.188 palabras); la versión publicada por El Mundo (1.024 palabras), el domingo 21, en: “¿Quién fue Aranguren?”. ]