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Gustavo Bueno

Pavores ecológicos

1992


Debo comenzar diciendo, respecto al tema que se me propone, que la sabiduría, desde el punto de vista filosófico o, sencillamente de la antigua Stoa, consistía en no tener miedo por apatía, por haber conseguido dominarlo: haber llegado a tal grado de sabiduría que ni siquiera se sentiría el miedo, puesto que resultaría algo infantil. El sabio no puede tener miedo, el miedo es un pathos irracional que se opone al logos. Pero en la propia escuela estoica media, (en Panecio, el amigo de Escipión, por ejemplo) se introduce la legitimidad de tal pathos como algo que no tendría que ser irracional, algo que no se opondría al logos sino que, en ciertas circunstancias, el tener pathos, padecer, tener miedo y, por lo tanto, pavor, sería racional e irracional sería, precisamente, el no tenerlo. Este es un punto central sobre el que más tarde tendremos que volver.

Si en vez de referirnos a los puntos de vista de los filósofos clásicos nos referimos a los de filósofos actuales, es muy distinto considerar a una escuela existencialista (ya sea atea o teísta, sean Heidegger, Sartre, Unamuno, &c., en donde, más o menos, el miedo y los terrores y los pavores ecológicos serán sistemáticamente presentados como cristalizaciones de una angustia fundamental, de una agonía fundamental de los hombres –lo esencial es que, en el fondo, esta escuela encuentra, en la Ecología o en cualquier otro pretexto, incluso en la simple tranquilidad, es exactamente lo mismo, ocasión para desarrollarse) que a un materialista, por ejemplo, (desde un punto de vista, en principio, tan filosófico como el de dicha escuela –por lo menos en la tradición–) si bien habría que distinguir alguna división entre estos.

Si tomamos a los materialistas del siglo pasado, como Balfour o Spencer, cuando nos describen el fin –en fechas relativamente próximas– del planeta Tierra, la muerte térmica en función de la Termodinámica, que era la que guiaba en el siglo pasado a estos pensadores, pues, naturalmente, la imagen que nos ofrecen no puede ser más desoladora y pesimista.

Si, por el contrario, consideramos a Engels, en la Dialéctica de la Naturaleza, ésta aparece como una especie de sustancia eterna e inagotable que jamás puede perecer, a pesar de todas las injurias y torturas a que se la someta. Desde este punto de vista, la Naturaleza siempre estará recuperándose de cualquier tipo de agresión que podamos llevar a cabo los hombres, porque es infinita.

Precisamente por ello, se ha acusado muchas veces a Marx de haber sido insensible, o muy poco sensible, a los problemas ecológicos. Por tanto, la preocupación por la Ecología, desde el punto de vista de este marxismo clásico sería secundaria. Muchos, incluso, han atribuido esta tradición marxista a ciertas catástrofes acaecidas en los, en otros tiempos, llamados países del Este, forzándola, como es bien sabido, a tratar de recuperarse prestando una mayor atención a los problemas de la Naturaleza. Lo cual supone una conversión y una vuelta del revés por completo de la situación, ya que, en toda la tesis del marxismo clásico (Marx, Engels, &c.) las relaciones de la Naturaleza como ser infinito son totalmente decisivas frente al cristianismo, en el que la Naturaleza es una criatura finita y, por tanto, contingente, que hay que cuidar o que ni siquiera hay que cuidar: debe tenerse en cuenta que las posturas de un San Francisco y las de un Santo Tomás son tan distintas como puedan serlo las de un Rousseau y las de un Hegel. Quiero decir que, dentro de la filosofía ustedes recuerdan a Rousseau como prototipo del amor por la Naturaleza, mientras que, muchas veces, recordamos las cartas que escribía Hegel, en su época de privat dozent en Suiza, en las que afirmaba que el paisaje de los Alpes que veía allí y del que tanto había oído comentar, le resultaba una cosa absolutamente aburrida, insólita, de puro mecánica. Aquello no le decía nada, sólo veía azules, montañas... todo le era absolutamente igual; sencillamente, lo que venía a decir con ello es que Newton es más importante que el sistema solar. ¿Qué sería del sistema solar si no fuera por Newton? Para Hegel lo importante es el Espíritu, no la Naturaleza.

Este punto de vista del idealismo hegeliano tiene su contrapolo en otras perspectivas, concretamente en Schelling, o en el idealismo kantiano, donde la visión es completamente distinta. Por ejemplo, en Krause que es, sin duda, uno de los precursores del actual ecologismo. En España (en la Institución Libre de la Enseñanza) el cultivo por el cuidado de la Naturaleza en todos los órdenes tiene una tradición claramente krausista y, a veces, en extremos enteramente ridículos, a mi juicio, porque entre las recomendaciones que Krause ofrece detalladamente está la de reconocer que, efectivamente, la Naturaleza no es simplemente el “prólogo del Espíritu” –como diría Hegel–, sino que es un hemisferio de la realidad tan importante como el Espíritu mismo, pero siempre subordinado a éste; por consiguiente, se trataría de educar y domesticar la Naturaleza, por así decirlo: concretamente, habría que eliminar, según él, una lista de contenidos incómodos que la afean. La lista que ofrece Krause –que, ya digo, es el amante de la Naturaleza– de especies animales que habría que eliminar de un modo completo, seguramente produciría terror en cualquier ecologista conservacionista de nuestros días: no sólo chinches, pulgas, &c., sino también tigres, leones, leopardos, &c. Vacíos quedarían los zoológicos si se hiciera con tal lista lo que Krause esperaba de ella.

Quiero decir, con lo que llevamos expuesto, que el punto de vista de un filósofo no significa nada: no significa nada porque significa todo.

Se hace, pues, urgentísimo –ya que así se me ha pedido– que fijemos, aunque sea de un modo rápido, el punto de vista en el que estoy situado, que no es otro que el de la filosofía materialista. Ahora bien, como no es cosa tampoco de caracterizar aquí, en líneas generales, este asunto, más que en lo pertinente al tema en cuestión, lo más procedente será declarar qué creo que se entiende por “materialismo” en este tema, con lo que estaremos metidos directamente en el planteamiento.

Doble sentido contextual del término “materialismo”

Fundamentalmente, yo creo que “materialismo”, en esta cuestión, tiene dos sentidos –por lo menos en el sentido del materialismo filosófico que nosotros cultivamos– muy claros, bastante precisos, referidos tanto al miedo y al pavor como a la propia filosofía, en la medida en que estamos razonando las cosas.

a) Referido al miedo, al pavor, “materialismo” significa, principalmente, antiformalismo, es decir, resistencia a tratar estos asuntos como si pudiésemos analizar una forma general del miedo, uniforme, que fuera genéricamente igual en todos los casos. Y “genéricamente” quiere decir aquí, incluso en la Etología, que, para algunos, es el punto de vista más profundo. Según ésta, lo importante en un miedo es una reacción fundamental que, en términos etológicos, o bien podemos identificar con la relación de alarma del síndrome de adaptación de Schally, el conocido fisiólogo, o bien, simplemente, que podemos considerar como un ejemplo típico de miedo, de miedo idéntico o sustancialmente igual a cualquier otro, pues la escena que nos describe Goodall en su conocida obra Mis amigos los chimpancés de la famosa danza de la lluvia, es un caso típico de reacción catastrófica –según la llaman los psiquiatras–, de razón terrorífica, de miedo ante una tormenta con gran aparato de rayos. Según parece, la banda de chimpancés que andaba por aquellos lagos de Tanganica, aterrorizados por un desastre ecológico (con rayos que rompían árboles, &c. –aunque fueran “naturales”–) bajaron de repente a una especie de llano en la ladera y empezaron a saltar, a dar gritos, a improvisar una danza enteramente, es decir, a oficiar un ritual sorprendente que era la primera vez que se veía y que se registraba como tal conducta social. Y este temor, que tiene, conductualmente, todas las características de lo que llamamos una “conducta aterrorizada”, desde el punto de vista formalista se sostendrá que es general.

Me acuerdo ahora, por ejemplo, de los Ensayos de Montaigne, en el que hay un pasaje (me parece que en el Elogio de Raimundo Sabunde) en el que dice, más o menos –cito de memoria– esto: “Tomemos a un filósofo y metámoslo en una jaula. Lo subimos a lo más alto de la catedral de Notre Dame (que, en aquella época, era la altura más alta que se podía escoger). Este filósofo, si mira para abajo, aunque esté en la jaula y no se pueda caer, se aterrorizará al ver lo que tiene debajo.” Lo que viene a querer decir Montaigne es que este tipo de sabiduría, de carácter etológico o psicológico, consiste en lo siguiente: una forma universal de miedo para todas las especies y para todos los hombres, sea el chimpancé, sea el filósofo del ejemplo; que todo el mundo, ante determinadas circunstancias, siente siempre el mismo terror y, por consiguiente, que lo importante es analizar los caracteres genéricos del terror o del miedo: el resto serán detalles –a veces oligofrénicos–, es decir, determinaciones del terror por el objeto.

Sin embargo, el punto de vista materialista consiste, en este caso como en otros muchos, en dudar, por lo menos, de estas formas generales del miedo y en subrayar la implicación de estos terrores con los contextos que los promueven; esto es, con las representaciones, los modelos –vamos a decirlo así– del terror; concretamente, los modelos ecológicos del terror.

Y a estos modelos vamos a llamarlos ideales, ideas, pero ideas efectivas, no subjetivas, no mentales, sino objetivas, como son todas las ideas, a mi juicio. Yo no conozco otras. (Personalmente, creí ver con bastante claridad –no sé si Uds. lo habrán visto también–, a propósito del muro de Berlín, cuando tantos alemanes del Este lo saltaron dirigidos –decían– por la idea de libertad. No digo que en absoluto fuera así. Al revés, creo que sí que saltaron movidos por la idea de libertad, pero ¿qué era esa idea de libertad? Por lo que yo sé, todos los síntomas indican que la idea de libertad era el Mercedes que tenían en los escaparates de Berlín Oeste. Y, entonces, esos Mercedes Benz, eran una idea realizada, constituían un ideal realmente. Un ideal que llamaban “libertad” porque estaba en relación con el poder y con otras muchas más cosas. Estas ideas son objetivas; no son ideas puramente subjetivas.)

En este sentido, estos modelos representados y percibidos, incluso en una fotografía o verbalmente (pero siempre remitiéndose a situaciones reales), son los modelos a los que nos referimos, sin duda, cuando hablamos de terrores ecológicos.

Son terrores que tienen que ver con ese miedo producido o cristalizado en torno a un conjunto de representaciones, además, suponemos de algún modo verdaderas. Esta –creo yo– es la tesis fundamental del materialismo. ¿Qué quiero decir con ello? Que tienen un fundamento de verdad: que las representaciones falsas o aparentes son, o muy poco reales, o inventadas, o bien tienen un interés pues meramente etológico, pero sin importancia histórica o social. Es imposible, prácticamente, que haya una representación social que sea totalmente falsa, que sea puramente mental.

Por ejemplo, se citan muchas veces como contraprueba, los famosos terrores del año mil: se iba a acabar el mundo ese año, determinando ello, al parecer, un pánico generalizado en toda Europa; masas de campesinos esperaban en el día de Nochevieja, en las iglesias y demás lugares sagrados, repartiéndose el pan entre los pobres y dejando las puertas abiertas. En fin, iba a acabar el mundo de un momento a otro. En la catedral de Roma, delante del papa Silvestre II, había masas de individuos esperando la última campanada para que viniera la hecatombe apocalíptica. Termina la última campanada, pero el mundo no termina. Entonces, en este sentido, todo esto se puede citar como ejemplo de un miedo puramente subjetivo, producido por la mentira política –o por lo que fuese–, que determinó movimientos sociales muy importantes carentes de base objetiva. Ahora bien, lo que ocurre, sencillamente, con el ejemplo, es que los tales terrores del año mil pues no existieron, es decir, que aquí falta la [premisa] mayor. Dichos terrores fueron una invención posterior: del siglo XVII, de Baronio, de César Cantú y otros tantos historiadores y novelistas (sobre todo franceses) que hicieron toda una literatura, inventando un modelo historiográfico –en este caso, de historia ficción–, sobre el cual se siguen realimentando, por razones comerciales, estéticas y editoriales, los terrores del año dos mil. Como si esto fuera una cosa regular y el año dos mil, en los judíos, en los musulmanes o en los indios, fuese otra cosa diferente. Se trata, simplemente, de pretextos que, además no tienen fuerza ninguna.

Llega otra vez, dicen, el milenio. Pero no hubo terrores ya en el primer milenio, y no había más milenios detrás porque el calendario no empezó tan pronto. Los terrores por este milenio son una cosa puramente retórica que pueden servir para editar unas cuantas revistas, hacer un programa de televisión y volver a hablar, otra vez, del año dos mil, pero no tienen importancia ni fuerza alguna. ¿Por qué? Porque se basan, realmente –según mi tesis o según la tesis materialista–, en algo puramente gratuito, retórico, verbal, que no tiene fundamento real ninguno. El año dos mil es algo absolutamente convencional y, por consiguiente, no puede ir a mayores, por así decir.

Este sería el primer contenido que daríamos al concepto de materialismo ante este tema. Se trata, entonces, de tomar en serio cuáles son los modelos de representación de los terrores ecológicos para, en torno a ellos, juzgar en qué y cual medida son verdaderos o tienen un fundamento real, es decir, un fulcro real, una posibilidad de entrar dentro de la dialéctica de los terrores de la Humanidad.

b) El segundo sentido de la palabra “materialismo”, referido a la filosofía, es mucho más sencillo de formular todavía, a saber: la filosofía materialista ni sabe más, ni tiene ninguna fuente de información distinta de la del resto de los mortales.

Todo el mundo conoce, sabe: porque han leído directamente los documentos del Club de Roma o el Global 2000 del Informe Carter y otras cosas por el estilo, o porque han oído comentarios, conferencias, &c. Se está al tanto del agujero de ozono, de la lluvia ácida, del invierno nuclear, de la desertización del planeta, del “big crunch” y tantas cosas más. Todo ello está al cabo de la calle.

Por consiguiente, no creo que pueda atribuirse a la filosofía materialista el cometido de inventar un nuevo modelo. Si inventase un nuevo modelo ya no estaría haciendo filosofía. Los modelos están dados ya, y hay de ellos de sobra, como para dar y vender. Luego, si no puedo inventar ningún otro modelo, si ya están todos dados, si de lo que se habla es de lo que todo el mundo sabe (esto es una tesis fundamental), si –como decimos en nuestra jerga– la filosofía no es un saber de primer grado sino de segundo –en este caso también–, entonces, ¿qué es lo que puede hacer la filosofía desde el punto de vista materialista? Se podría pensar que nada, y sería un pensamiento bastante plausible: nada.

Sin embargo, lo que se puede decir, lo que se puede hacer, es reflexionar. Pero reflexionar no en el sentido mental, como esas reflexiones del día antes de las votaciones, en las cuales se dice y se supone que vamos a reflexionar. La gente se pone a reflexionar, pero no sé qué entenderá por eso. Algo harán. Difícilmente puede haber cosa más vacua, a mi juicio, que reflexionar. Es una cosa que no tiene sentido. Es como un círculo cuadrado: re-flexionar, volver, la mente vuelve sobre sí misma, a oscuras, reflexionar a oscuras, sin hablar con nadie y, entonces, te duermes, claro. Si apagas la luz y quedas a oscuras, te duermes, no reflexionas. En fin, que parece que en día de reflexión todos los electores deberían ir a sus celdas a estar con la luz apagada, a reflexionar, a dormir. Por tanto, esta reflexión de que hablamos nosotros, no la entenderemos en ese sentido mental, en ese sentido subjetivo (es una pura reliquia de carácter teológico cartesiano), sino en el sentido de reflexión objetiva, como la reflexión de la luz, por ejemplo.

“Reflexión” quiere decir, en nuestro caso, que ante un conjunto abundante de modelos (un almacén de ellos), suministrado por ecólogos, físicos, cosmólogos y, por supuesto, por autores de teatro, de cine, &c., utiliza el modus sciendi del modelo: el modo de clasificación de los modelos. Es el modo de elección típico de la filosofía tradicional, por lo menos de la platónica, que es una de las filosofías –tal y como la interpretamos– más materialista (mucho más, si cabe, que la aristotélica).

En este contexto, viene bien recordar (para subrayar la importancia que Platón da a las clasificaciones), cómo concretamente Espeusipo cuenta (según consta en un testimonio de Aristoxeno, de la escuela platónica) la siguiente anécdota: “Estaban clasificando plantas” –describe el autor sorprendido– “y después de arduas discusiones que duraban durante días, llegaron por fin a determinar en qué lugar había que poner la calabaza.” Esto le produce una gran hilaridad al autor; hilaridad que, hoy en día, estaría fuera de lugar, porque esto, y mucho más, es lo que hace cualquier departamento de botánica. Es un ejemplo de chiste necio, que ha dejado de ser chiste, es decir, la propia realidad ha matado al chiste, a pesar de que, incluso hoy todavía, cuando se cuenta, se percibe la sombra de la broma que había en él.

Eran lo importante, pues, las clasificaciones: incluso más que las demostraciones o que las definiciones. Yo creo que una de las labores típicas de la filosofía materialista es clasificar los modelos que tenemos enfrente. De estas clasificaciones, si están bien hechas, si, como dice Platón, “dividen por las junturas naturales”, y disponemos de criterios suficientemente útiles y aptos para hacerlas, entonces, sí que podemos tener una reflexión, es decir, una serie de recuerdos que todos sabemos. Estoy hablando en clave platónica: estableciendo relaciones y conexiones que, a veces, están dormidas, escondidas; pero, en todo caso, nada hay en lo que digo y sigue, que el público aquí presente no “recuerde”, no sepa.

Establecido esto, podemos entrar ya en la segunda parte de la exposición. No obstante, dado que me he extendido en la primera parte, voy a hacer un esquema, porque doy por supuesto, desde luego, que todo el público ilustrado tiene un trato asiduo con el Informe Carter. Pongamos por caso, y, entonces, ¿para qué vamos a repetir otra vez esas cosas?; lo citaremos en cuanto proceda, pero lo importante ahora, nuestra tarea, es proceder a la clasificación.

Criterios de clasificación de terrores o pavores ecológicos

Prescindiendo de otra serie de circunstancias –que vamos a eliminar por razones de tiempo–, creo que hay tres criterios de clasificación distintos que, luego, se entrecruzan y que, de un modo u otro hay que tener en cuenta cuando hablamos de terrores y pavores ecológicos en general. Estos tres criterios son relativamente independientes y juegan de un modo separado, aunque –como digo– se entrecruzan necesariamente.

El primer criterio que he considerado se refiere a lo que podríamos llamar la estructura lógica del modelo en cuestión: lógica en sentido amplio, lógica material, diríamos.

El segundo criterio, se refiere al radio del campo al que se aplica el modelo.

Y el tercer criterio, se refiere a las observaciones de ese modelo por el sujeto, el cual es uno de los componentes de estas sociedades industriales, sobre todo, y por analogía, campesinas o agrarias. Precisamente yo quería presentar una comparación entre un modelo típico de sociedad agraria, como el de Lactancio, y otro modelo típico de sociedad industrial, como es el de John Gribbin, el discípulo de Hawking, hablando sobre estos temas.

Por cierto, lo anticipo ya: siendo ambos modelos tan distintos en cuanto a la clasificación, sin embargo, la descripción que nos dan del fin del mundo es casi la misma. Es una cosa realmente sorprendente, y no porque Lactancio haya prefigurado a Gribbin, o Gribbin haya leído a Lactancio, sino, simplemente, la estructura que comparten ambos es ésta, es la que es. Incluso ambos comparten su escasa imaginación. A pesar de que uno esté apoyado por las ecuaciones de la mecánica relativista y cuántica, y el otro esté apoyado por el Apocalipsis, para los efectos, son lo mismo. Lo cual nos da también que pensar acerca del grado de cientificidad que tienen estas especulaciones de los cosmólogos, pero, en fin, esa es otra cuestión de la que ya hablaremos (cuestión que es esencial a efectos del componente de verdad que, creemos, es fundamental atribuir a los modelos –reconocer o discutir los modelos–, para hablar en los términos de una perspectiva materialista).

Entonces, partiendo del primer criterio, que llamamos de estructura lógica, la clasificación que yo propongo recuerda mucho a la clasificación de Comte (la realización de los tres estados), aunque no exactamente. Es un poco como la clasificación de razas de Linneo y la clasificación que daríamos hoy de las razas humanas. Tienen que ver, pero no en connotación ni en relación.

La clasificación se ve en tres tipos de modelos, a saber: modelos míticos, modelos metafísicos y modelos positivos. Son tres tipos de modelos notablemente diferentes.

Los modelos míticos, en sentido estricto, son modelos en que sus términos dan lugar a relaciones en tanto que están ejecutadas por agentes que son personales, pero que no son humanos, sino sobrehumanos: son demiurgos, dioses, genios, &c. Son modelos en lo que intervienen esencialmente, como digo, seres personales pero no humanos, o, por lo menos, en contextos no humanos. Estoy exceptuando, en definitiva, modelos como los esópicos, por ejemplo, los cuales no tienen el sentido de los modelos míticos, sino un sentido alegórico.

Me estoy refiriendo a los modelos estrictos de carácter mítico, en el sentido fuerte de la expresión, sin olvidar que estos modelos son utilizados, muchas veces, por los científicos. Los ejemplos más a mano de modelos míticos en este sentido, usados en Física –como todo el mundo sabe– son: el famoso genio de Laplace, ese genio que podía calcular, si conociera el estado inicial, absolutamente todas las trayectorias de las moléculas o de las partículas elementales; o bien, el demonio clasificador de Maxwell, otro artilugio de la Física utilizado para estudiar problemas que luego serían fundamentales para la Termodinámica.

Demonio que, por otra parte, yo lo comparaba hace veinte o veinticinco años (y así lo tengo publicado) con nada menos que el Nous de Anaxágoras: precisamente, como una especie de genio que desempeña las funciones del demonio clasificador de Maxwell, porque el Nous de Anaxágoras no es propiamente un dios, no interviene, no crea la migma que es la mezcla de todas las sustancias –situación idéntica a la que tiene el demonio de Maxwell. Es una sustancia mezclada, que el demonio clasifica sin tomar energía del medio clasificado, levantando y bajando una pantalla para permitir pasar las moléculas de agua o de tinta, por ejemplo. Y, entonces, sin intervenir de manera alguna para tomar energía del medio, consigue una clasificación, como hace el Nous de Anaxágoras, que permite clasificar las partículas, las homeomerías, para dar lugar al mundo.

Es realmente sorprendente, puesto que, seguramente, tampoco Maxwell se acordaría nunca del Nous de Anaxágoras, el cual suele ser interpretado siempre como un ejemplo de mito prefigurador, nada menos, del Nous de Aristóteles y, posteriormente, del Dios cristiano, del Dios creador. Sin embargo, se parece más, a mi juicio, a este modelo mítico del demonio clasificador de Maxwell.

La importancia, pues, de estos modelos es extraordinaria, en todo lo que se refiere a los mitos del fin del mundo, apocalípticos, &c.

Los mitos metafísicos son mitos en los que se han suprimido estos agentes personales, es decir, en los que operan fuerzas más o menos impersonales, pero no positivizadas. Un ejemplo rápido podría ser, en la cultura oriental, el mito de los Upsarpini o de los Jinistas, de los jaines de Mahavira, o bien el modelo de Anaximandro conocido en nuestra tradición, el modelo del mundo, del Cosmos, precisamente. La idea de Cosmos como orden perfecto pero que sufre una evolución, del ápeiron al Cosmos, de un modo eterno; la respiración del Universo... Todas estas son ideas de Anaximandro que recuerdan extraordinariamente a algunos modelos cosmológicos actuales de la Física y que producen –como vemos– pavor.

Desde el segundo criterio que he citado, es decir, el criterio que se refiere al radio de acción, la clasificación más importante sería la siguiente: que el radio de acción sea –no he encontrado otra palabra– telúrico (de tellus, tierra), en el sentido de que incluye a la Tierra propiamente geológica, más la atmósfera, la estratosfera y la troposfera. Lo que se llama Gea y que, por lo tanto, en el espacio abarca un radio bastante preciso, de 80 o 100 km –vamos a suponer– en el espacio y, en el tiempo, una cantidad de 102, por ejemplo, de años, es decir, 100, 200... años, en el sentido de magnitud.

Estos modelos de catástrofes telúricas, hay que distinguirlos –por los problemas que plantean al análisis– de los modelos que vamos a llamar “cósmicos” o “cosmológicos”, en donde ya no es la Tierra lo que se abarca en el radio, sino que es la galaxia o el núcleo de galaxias. Aquí ya no es el 102sino, incluso, el 10100, calculando que éste pueda ser el final del big crunch, del fin del mundo, en una palabra.

Naturalmente, estas dos clases de modelos (que vienen a corresponder con los modelos a escala humana –diríamos– y los modelos que no se presentan a escala humana) no son independientes. Los segundos incluyen a los primeros, pero los primeros no incluyen a los segundos.

Es decir, a escala telúrica, nos movemos en unas dimensiones que son relativamente independientes de los modelos cósmicos, los cuales son de una escala tan grande que, prácticamente, pasa desapercibida en el tiempo en que desarrollamos nuestras vidas mortales. Sin embargo, la diferencia teórica entre estos dos casos es esencial, como veremos.

En cuanto al tercer criterio, el de la relación de estos modelos objetivos respecto a los propios hombres, yo creo que la distinción más importante que puede hacerse es ésta: hay que distinguir entre modelos antrópicos (los he llamado así aprovechando el famoso principio antrópico) y principios no antrópicos, para que la definición sea dicotómica.

Esta clasificación sí que corresponde, más o menos, con el uso que suele hacerse en la literatura científica entre situaciones antropogénicas –se suele decir– y situaciones no antropogénicas o naturales. Pero, claro está, esta terminología resulta mucho más torpe todavía.

Por ejemplo, hablando de los agujeros de ozono, se solía distinguir si la evolución del ozono atmosférico o estratosférico, tenía que ver con los ciclos solares (en cuyo caso, estas catástrofes tan terribles, tan cercanas, realmente telúricas, que nos afectan muy directa e inmediatamente, serían, más bien de índole natural), o bien si eran de índole antropogénica, puesto que las moléculas que, al parecer, determinan esta catástrofe, esta reacción en cadena que destruye el ozono, procedía o de los vuelos del Túpolev o del Concorde (todavía el Informe Carter lo cree así), o procedían de los halógenos, del cloro principalmente, de los sprays, de las neveras, &c. Y, entonces, resultaría la tendencia a responsabilizar al hombre de la mayor parte de las catástrofes ecológicas y, por tanto, a clasificar éstas, dentro de la segunda categoría, es decir, de las antropogénicas.

Sin embargo, llamarlas “naturales” o “antropogénicas”, me parece muy poco riguroso, porque hay situaciones, como veremos, que rompen enteramente esta división. Sobre todo, porque una de las tesis fundamentales que yo defendería aquí es, precisamente, ésta: que la palabra “Naturaleza”, sobre la que estamos constantemente girando, sobre la que gira todo el movimiento ecologista en general (no la Ecología, que es más precisa), tiene un carácter metafísico. Tengo aquí un texto de Lévi-Strauss, del año 83, que resulta realmente emblemático de toda esta sensibilidad –como dicen algunos–: “A pesar de que nos resulte molesto el admitirlo, la Naturaleza, antes de que se piense en protegerla para el hombre, debe ser protegida contra el hombre... el derecho del medio ambiente, del cual tanto se habla, es un derecho del medio ambiente sobre el hombre, no un derecho del hombre sobre el medio ambiente.”

Bueno, ésta es, más o menos, la idea de Krause y, aquí, lo que está funcionando es la idea de que la Madre Naturaleza, que es, a mi juicio, una de las ideas más metafísicas que pueda haber, casi tanto como la Santísima Trinidad. Lo cual –para muchos– resulta caso preceptivo y está bien que así sea, pues precisamente por ello, merecería todos nuestros respetos la Madre Naturaleza. Sin embargo, yo, realmente, no sé qué se quiere decir con “Naturaleza”, salvo que sea un modelo puramente mítico. Es una pura construcción retórica y poética, de autores de nuestra tradición, como Virgilio o como Lucrecio, pero que no tiene posibilidad –creo yo– de ser tratada ni científica ni filosóficamente. No obstante, sobre esto gira gran parte de todos los problemas que aquí estamos debatiendo.

Operatividad de los modelos

Estos criterios para la clasificación de modelos –como he dicho–, se mezclan entre sí. Naturalmente, la mezcla da lugar a doce clases de modelos que, por supuesto, no voy a analizar aquí, porque nos llevaría muchísimo tiempo, aunque su análisis es sumamente interesante.

Son doce modelos, los resultantes de multiplicar 3 x 2 x 2, notablemente distintos, que pueden ejemplificarse bastante bien y que, más o menos, responden a diferentes especies de terrores de esta índole.

Lo que vamos a hacer es, sencillamente, tomar como guía los modelos de la clasificación del segundo grupo, es decir, los modelos cosmológicos y los modelos telúricos, y, a propósito de ellos, citaremos tres ejemplos que muestren los problemas en ellos contenidos, en el sentido que yo creo que resulta de esa confrontación.

Los modelos cosmológicos –como ya dije–, son los modelos que, de algún modo, están pensados en un radio superior a la Tierra: son modelos que tienen lugar en las alturas celestiales, más allá de la estratosfera, es decir, en la galaxia.

Naturalmente, se da una mayor abundancia de modelos del primer tipo, esto es, modelos de tipo mítico y, sobre todo, modelos apocalípticos, milenaristas, porque, aunque inciden en la Tierra, tienen su origen nada menos que en la rebelión de los ángeles. Difícilmente se puede encontrar otro lugar más “estratosférico” entre todos los que se pueden citar. Es aquí donde tiene lugar la Historia, según San Agustín, donde empieza realmente. Curiosamente, además, equipara este comienzo de la Historia, en La Ciudad de Dios, a ciertas perspectivas de carácter naturalista muy actuales. Antes del comienzo de la Historia (hace, pongamos por caso, tres mil o cuatro mil años), después de un prólogo inmenso de tres millones de años, precedido, además, por otro prólogo de catorce o quince millones de años (hasta llegar a la Era Terciaria) se dan en San Agustín una serie de Eras (las Eras Agustinianas) que equivalen a estos prólogos tan dilatados en el tiempo, hasta llegar realmente a la creación de Adán y, sobre todo, al sexto día de la Creación.

Quiero decir que la perspectiva de San Agustín, en la práctica, no está tan lejana de la perspectiva que hoy adoptan físicos o geólogos, los cuales comienzan: in illo tempore, en aquel tiempo era el big bang, el cual fue desarrollándose y, tras muchos episodios, más o menos dramáticos, llegó a aparecer el hombre. Los propios físicos, además, lo ponen con frecuencia entre admiraciones: ¡apareció el hombre! Seguramente, porque están ellos mismos asombrados de su propia inteligencia.

Voy a leer un texto muy breve, para que suene un poco, y que es la exposición del fin del mundo en el modelo cosmológico de Lactancio, que fue, como es bien sabido, una especie de funcionario de Diocleciano, convertido al cristianismo y que se dedicó a meterse con los filósofos, precisamente. Es el anti-filósofo por excelencia. (No le tengo animadversión alguna. En absoluto. Me parece que lo que dice no está mal. Eso sí, está más sucia la escoba que la basura que quita).

Dice Lactancio en Instituciones divinas, libro VII: “el Sol oscurecerá para siempre, de forma que no habrá diferencia entre el día y la noche” –esto lo dice, además, para aterrorizar realmente, porque, al parecer, este fin del mundo va a llegar de un momento a otro, en pleno siglo IV–, “la Luna ya no se pondrá durante tres horas, sino que, manchada constantemente en sangre, hará recorridos extraños para que el hombre no pueda conocer ni el curso de las estrellas ni el significado de los tiempos. Vendrá, en efecto, el Verano en Invierno, el Invierno en Verano. Entonces, los años se acortarán, los meses serán más breves y los días más cortos, y las estrellas caerán en gran abundancia, de forma que el cielo quedará totalmente ciego al no haber en él ninguna luz.”

En fin, es, prácticamente, la misma descripción que la que da Gribbin. Parece, por tanto, que las situaciones que se describen en estos modelos míticos están destinadas a producir terror. En este caso, el fundamento real, social, podrían ser las catástrofes que se produjeron en la época de Diocleciano. Quiero decir que tampoco se trataba de terrores injustificados, sino que eran terrores muy objetivos, nada subjetivos; en particular, las persecuciones que amenazaban a los cristianos y, más concretamente, al buen Lactancio, pues eran para tener terror y para echarle las culpas a las estrellas o a lo que fuera.

Como modelo cosmológico de terror metafísico, yo creo que un ejemplo muy bonito, precioso, que habría que ver en detalle, es el que referí antes de la cosmología del Jinismo que, como saben, es una religión atea –por lo menos así se considera– muy paralela al budismo (en cierto modo, reproduce ideas budistas e hinduístas), pero metafísica, pues, aunque la realidad la representan en forma de hombre, de forma antropomórfica, luego, tal hombre no funciona realmente. En las caderas del hombre, hay una serie de continentes y de mundos, cada uno con sus soles independientes, uno de los cuales es el nuestro. Lo característico de esta cosmología es que, en algunos lugares, no en todos, hay unos ciclos llamados sarpinis –en sánscrito–, que tienen una fase ascendente, los upsarpinis, y otra descendente, los abasarpinis, los avatares, diríamos. Son ciclos de seis periodos, unos ascendentes y otros descendentes.

Por lo visto, ahora, estaríamos viviendo el quinto ciclo descendente. El ciclo que se avecina durará, al parecer, 21.000 años y tendrá todas las características de la degradación absoluta, es decir: lloverá lluvia corrosiva, los animales morirán, faltará el oxígeno, los astros caerán, &c., &c. La diferencia está en que, después de esta catástrofe, volverá de nuevo a comenzar el ciclo (el ciclo de upsarpini), en un periodo de 21.000 x 12 años. Echen la cuenta...

Son éstas, otra vez, ideas que recuerdan a los esquemas cíclicos del tipo de los de Anaximandro, hoy bien conocido: la idea que he referido antes como ejemplo, también, de un modelo metafísico, porque, aun cuando Anaximandro está utilizando palabras que recuerdan situaciones antropomórficas, como la diké, sin embargo, se pueden interpretar –y, de hecho, así han sido interpretadas muchas veces– en términos puramente impersonales.

En cuanto a los modelos de carácter positivos (a los que estamos más acostumbrados), nos estamos refiriendo a los modelos cosmológicos de nuestros días, modelos que han comenzado a prosperar a raíz del descubrimiento de la radioactividad y que, ya en el siglo pasado, tomaron forma a partir de Laplace y del propio Kant, puesto que la idea de que la Naturaleza es eterna, es una idea aristotélica.

La idea de que el mundo que nos rodea es eterno y, por consiguiente, que no hay ninguna catástrofe que temer, es una idea aristotélica. Según Jaeger, fue Aristóteles el que la introdujo por primera vez. Cosa que es sorprendente, porque, efectivamente, todos los presocráticos suponen que el mundo se ha formado después de un proceso diferente: de los cuatro elementos, de las homeomerías, del ápeiron, de lo que sea. Para Jaeger, el primer pensador que sostiene que el mundo es eterno, tal y como lo vemos, es Aristóteles. En ese sentido, yo creo que su obra es la expresión más pura del paganismo y, seguramente, el sistema más bello, desde el punto de vista de la consideración de la Naturaleza. Ahí es donde la Naturaleza existe. La Naturaleza es eterna, es decir, los astros están girando eternamente. El mundo no ha sido creado por Dios. Dios lo mueve sin saberlo. Los astros siempre tienen su lugar: hay movimientos, perturbaciones, en la Tierra, pero que no afectan para nada a las estrellas. El mundo es finito, perfecto, y, entonces, se reproducen en la Tierra, particularmente en los seres vivos, los movimientos más perfectos, los circulares.

Si hay, efectivamente, catástrofes, éstas están localizadas: desaparecerán los sistemas políticos, desaparecerá la Humanidad, pero volverá de nuevo a aparecer otra vez, eternamente.

Estas son las ideas que heredó –como decíamos al principio– la Stoa media, porque las catástrofes metafísicas más clásicas de la antigüedad, de las que han llegado hasta nosotros, han sido las de los estoicos de la primera Stoa: la tesis de la ekpyroris que tanto tiene que ver con las tesis apocalípticas y que proceden de Heráclito. Tampoco está mal recordar que San Juan, el del Apocalipsis, estuvo en Éfeso y que fue en su templo de Diana donde el propio Heráclito depositó su famoso libro.

Es decir, que la idea del fuego purificador, del final del mundo, de la ekpyrosis y de la apokatástasis panton, son ideas, precisamente, de Heráclito, usadas por los estoicos ampliamente, sobre todo por Crisipo y, después, por el propio Posidonio, que ya había sido discípulo de Panecio y que pareciera, por su enciclopedismo y por sus conocimientos, que tendría que estar muy alejado ya de estos modelos metafísicos. Sin embargo, Posidonio vuelve de nuevo a retomar el modelo estoico del fin catastrófico del mundo, de una conflagración universal en donde, realmente, las estrellas caen, &c.: exactamente igual que hemos visto en los upsarpini y en Lactancio, que sigue modelos estoicos.

En cambio, también hay que decir que Panecio, no obstante, reconoce catástrofes localizadas en la Tierra, pero estas catástrofes telúricas no afectan para nada al Cosmos en general. Es más, están orientadas al bien del Cosmos, al bien de la Naturaleza: la physis “es el todo, es la razón, es el logos”. Y de ahí que la idea que Panecio sostiene de que el mundo es eterno, sea una idea también aristotélica.

Ahora bien, estas ideas aristotélicas sufrieron, en la tradición cristiana, una situación sumamente inestable, porque, por una parte, el cristianismo había predicado el dogma de la Creación: el mundo ha sido creado, Dios lo puede deshacer, destruir en cualquier momento; el mundo está sostenido sobre la Nada, depende enteramente de un hilo, de la voluntad de Dios, de que Dios apague, simplemente, la potencia conservadora de su poder.

Pero, por otra parte, lo cierto es que toda una tradición cristiana –la de Santo Tomás, la tomista– tendió, por su aristotelismo, a conferir al mundo un tipo de realidad mucho más fuerte y sustancial de lo que estaba permitido por la otra tradición cristiana, que tenía muchos componentes orientales y estoicos. De hecho, la tradición del mundo prácticamente eterno, es la que subsiste en la filosofía moderna, por ejemplo, en la de tipo cartesiano o en la spinoziana. Y, por supuesto, en Newton, para quien el mundo es creado, pero eterno. El sistema del mundo de Newton sigue siendo el de un mundo eterno, como en Kant, aunque por razones distintas. Es un mundo inconmovible y que no puede ser otra cosa: es completamente estable y fijo. Si hay alguna alteración, Newton ya tiene cuidado de que Dios la corrija en algún momento.

En estos modelos estables (del principio cosmológico, como se llaman, y que se han vuelto a reobtener pero de forma muy distinta, después de las primeras tesis formuladas del Universo, particularmente, en la obra de Hermann Bondi, de Thomas Gold y Fred Hoyle), en un momento en que la expansión del Universo es una verdad probada y exigida para que se mantengan las constantes y los coeficientes de gravitación, &c., se introduce nueva materia aportada, a fin de que no se produzca la disminución de coeficientes que implicaría la expansión, viniendo de ahí la tesis de la creación de la materia, que no tiene más objeto que mantener el Universo, precisamente, del mismo aspecto que tiene para nosotros: un Universo estable pero, al mismo tiempo, cambiante.

Sin embargo, durante todo el siglo pasado –y en ciertas doctrinas materialistas de nuestro siglo–, estas hipótesis han llegado a ser admitidas, prácticamente, por todo el mundo, popularizadas, por así decir: de ellas se desprende que, efectivamente, nuestro mundo apareció en un tiempo finito –hace 15.000 o 20.000 millones de años, el Big Bang– y que desaparecerá también en un plazo de tiempo, sospechosamente, parecido. Tal parece que estamos siempre en la mitad; en fin, una casualidad (casualidad que pretende explicar el principio antrópico).

Lo curioso es que estas doctrinas o estos modelos positivos del fin del mundo, tienen el mismo aspecto –como decía antes– que los de Lactancio.

Voy a leer un pasaje muy curioso y muy conocido también, porque es de Hawking; cuesta creer que pueda tomarse en serio lo que dice, en lugar de tomarse como modelo, como lo que es, como una hipótesis:

“La entropía, al decrecer conforme el Universo se encoge” –es decir, después de ampliarse, comenzará a encogerse– y “el tiempo empezará a verse hacia atrás como la película que se vuelve del revés” y, entonces, “el fin del mundo, al que acaso estaríamos ya empezando a asistir, en lugar de reacciones nucleares de fusión produciendo la energía que calienta las estrellas, es decir, liberando fotones en el espacio, habría un flujo de fotones a través del espacio, procedente de las superficies frías hacia la superficie de las estrellas. Los fotones que fuesen llegando se combinarían con los otros de forma precisa para romper los núcleos complejos en sus fases constituyentes. En la superficie de un planeta como el nuestro, las acciones del viento y del clima conspirarían para construir montañas a partir de sedimentos, con los ríos corriendo hacia atrás y el comportamiento de los seres vivos sería aún más extraño. El proceso que pensamos como descomposición actuaría al revés, reuniendo material disperso para formar el cuerpo de un animal viejo, un ser humano, por ejemplo, que se haría más joven con el paso del tiempo y cuyas funciones corporales serían bastante extrañas de contemplar.”

Total, el Universo iría desapareciendo porque se reduciría a un punto de intensidad infinita y tamaño cero: la famosa singularidad.

Si esto no es un misterio más difícil que el de la Santísima Trinidad... Si alguien entiende con sentido real qué puede ser un punto, una singularidad de tamaño cero y de intensidad infinita...

Esto es un sinsentido, desde cualquier punto de vista que se le mire, lo cual no quiere decir que no sean importantes los problemas que plantea; son importantes, pero no, en absoluto, como modelos que puedan tomarse literalmente en serio, dado que no representan nada realmente: no pueden representar nada porque son irrepresentables, como ellos mismos reconocen.

Por otra parte, otros modelos, como el de Gribbin, son más parecidos al de Lactancio, como se puede ver en el siguiente texto resumido: “...sin más hidrógeno que quemar” –está hablando para dentro de 5.000 millones de años– “la estrella ya no puede resistir más la atracción de la gravedad y el núcleo empieza a colapsar otra vez, pero esto libera más energía gravitatoria en forma de calor y, como resultado, comienzan nuevas reacciones nucleares que convierten helio en carbono. La energía liberada en el proceso hace que se expandan las capas externas de la estrella y esta es la razón por la cual la Tierra será engullida por el Sol dentro de unos 5.000 millones de años.”

Luego viene todo lo demás: el Sol se convertirá en una enana roja e invadirá las órbitas de Mercurio, Venus y la Tierra. Aquí, llegará la desolación, naturalmente: la de Lactancio, como hemos visto.

Por otro lado, los modelos no antrópicos tienen que ver, por ejemplo, con las glaciaciones, el giro del eje de la Tierra, la precesión de los equinoccios, la desertización del Mediterráneo, todo lo que tiene relación con sistemas de estructura geológica. Particularmente interesante es un número de la revista Mundo Científico –que he traído por si había algo que discutir– que contiene amplia información sobre el destino del Mediterráneo dentro de 15 millones de años y sobre la cual parece que todo el mundo está de acuerdo, porque, además, parece de lo más plausible. Naturalmente este es un ejemplo típico de modelo catastrófico, telúrico, que no tiene mayor importancia cosmológica, pero que sí tiene una importancia central para la humanidad.

Al parecer, se calcula por mediciones exactísimas, en las que han colaborado italianos, franceses, americanos, alemanes, &c. (por lo que está totalmente probado para toda la comunidad científica) que dentro de esos 15 millones de años, la placa africana, en su deriva hacia América, chocará con España. Sencillamente, se juntará con España en el estrecho de Gibraltar y ello repercutirá (al margen de las catástrofes que se produzcan en el Mediterráneo, donde Italia, Cerdeña y Sicilia desaparecen, se reorganiza todo el mar Egeo y se deseca el mismo mar, convertido en una malla...) sobre la placa ibérica afectando a los Pirineos que sufrirán otro nuevo plegamiento que hará desaparecer el País Vasco, Asturias, &c.

Realmente, estas son situaciones muy importantes de considerar, porque a cualquiera que se le diga, le producirá terror, sobre todo si tenernos aquí algún vasco identificado con Euzkadi. Qué puede pensar cuando se le diga que dentro de 15 millones de años Euzkadi desaparecerá, siendo como es, al parecer, una patria eterna, inconmovible, donde se habló la primera lengua... Claro que 15 millones de años son muchos años, pero, de todas formas, parece que la cosa se conmueve un poco, que no acaba de encajar bien, es decir, que Sabino Arana no contemplaba en absoluto esto cuando formuló su teoría, lo que parece que desorienta notablemente...

Hasta aquí, por lo que respecta a las catástrofes ecológicas de carácter no antrópico.

Los modelos antrópicos son más interesantes porque, por lo general, responsabilizan al hombre, es decir, son fenómenos ecológicos que, aunque tienen lugar todos ellos (dentro de los ejes del espacio antropológico) en el eje radial, sin embargo suelen atribuirse a causas circulares o a causas angulares.

Voy a prescindir de las causas angulares que son, la mayor parte de ellas, míticas: me refiero, por ejemplo, a la nube negra de Hoyle, o bien, a los pájaros de la película de Hitchcock, &c. Son fenómenos que producen terror y que, de algún modo, tienen que ver con el comportamiento de los hombres respecto a los pájaros o viceversa, es decir, aquellos fenómenos en los que el hombre es un poco siempre el centro de la catástrofe que se avecina: sea producida por animales, por genios, o por extraterrestres.

Pero en aquellas causas en las que parece que el hombre parece que se hace, realmente, el responsable directo de la catástrofe, como puede ser el caso que antes he mencionado, del agujero de ozono, o bien de la desertización, del hambre, &c., lo más tremendo, a mi juicio, estriba en que la tal responsabilidad total que se le atribuye al hombre, no se puede clasificar, muchas veces, no como antrópica ni como natural, porque puede ser las dos cosas a la vez.

Para no extenderme demasiado, voy a mencionar, simplemente, uno de los fenómenos más conocidos: la presión demográfica humana. Como sabemos, la raza humana tiene una curva de desarrollo logística brillantísima, según la cual nos situaremos en los 6.000 millones de habitantes en los albores del siglo. Se calcula que, hacia el año 25 del siglo que viene, habrá 10.000 millones de seres humanos y que al final del siglo XXI –si vivimos– habremos superado ya la capacidad trasportadora de la Tierra, que está en unos 30.000 millones de habitantes humanos. Y si esto no se detiene, las consecuencias serán todavía más terroríficas. Tendría que hacerse a base de establecer el asesinato –o como se quiera llamar– de ancianos, de niños, o de inválidos, para que no se pudiese producir esa situación de superpoblación en la que las tensiones internas serían, prácticamente, invencibles. Por tanto, la trampa, por así decir (aunque la palabra “trampa” introduce un concepto mitológico) la realidad objetiva en la que estamos, resulta ser la de una situación en la que el desarrollo de la raza humana, del homo sapiens sapiens, se halla inmerso en una dialéctica de la que no puede salir.

Tengo aquí un tratado de Ecología, Ecología, hoy, de Terradas, en donde se expone una tesis muy conocida, pero que no deja de tener gracia; por ejemplo, cuando el autor, poniéndose en el punto de vista de los ratones, de las grullas, o de las lampreas, diagnostica que este fenómeno humano constituye un fenómeno común de “plaga”. Dice: “la mayor plaga de la Historia es la especie humana.” Y tiene, en muchas ocasiones, el comportamiento efectivo de una plaga. Continúa el autor: “es un hecho frecuente que ciertas especies en equilibrio hasta un determinado momento, dentro de un ecosistema, se convierten en plagas al desaparecer los controles o mecanismos del feed-back que mantenía la población entre unos límites definidos; la tasa de mortalidad de la especie, en buena parte dependiente de la existencia de tales controles, disminuye bruscamente.” Pone luego los ejemplos de la cabra de Santa Elena, del ciervo de Nueva Zelanda, &c., de cómo se ha acabado, recientemente, la población de estas especies, da las curvas correspondientes y termina, simplemente, diagnosticando que el hombre es una plaga.

El diagnóstico es un ejemplo típico, a mi juicio, de distorsión de los conceptos positivos que se aplican a este caso. Porque, claro, el concepto de “plaga” –si yo no entiendo mal– tiene dos momentos: uno puramente descriptivo, de un ritmo de multiplicación, de una especie frente a otras especies, y, entonces, no sería una plaga. La palabra “plaga” tiene siempre el componente de un crecimiento que determina el desastre de otras especies o del propio medio, naturalmente, pero, por sí mismo, no se le puede llamar “plaga” al crecimiento exponencial de una especie, el cual representa su propio medio de desarrollo. Si se llama “plaga” en este sentido, no se puede decir más que eso: que es una plaga. La plaga puede, incluso, ser saludada, por ejemplo, si hablamos de una plaga vegetal que extiende por todo el planeta una cubierta vegetal beneficiosa, o bien si se trata de una plaga de animales que nos son útiles para comer: la plaga de las ovejas de la Edad Media, por ejemplo. Este crecimiento en forma de plaga puede ser beneficioso o puede no serlo.

Cuando se habla de “plaga”, se habla siempre en un sentido no beneficioso, en un sentido maligno. Luego, la tesis es ésta: diagnosticar el crecimiento demográfico humano como una plaga, en el sentido consabido, significa, a mi juicio, que estamos poniéndonos en el punto de vista de las otras especies a quienes nosotros destruimos, o que estamos poniéndonos en el punto de vista propio de la Naturaleza que destruimos y, ello, me parece, entonces, que es un exceso de altruismo, por decirlo de alguna manera. Estaríamos sacrificando, en todo caso, millones y millones de hombres del futuro a las lampreas, pongamos por caso, o a cualquier otro ecosistema; es decir: aquí, hay que elegir.

No estoy defendiendo, ni mucho menos, que no haya que tener en cuenta los controles de natalidad para evitar que lleguemos a los 30.000 millones de habitantes, eso por supuesto, no hace falta ni que lo diga. Todo el mundo lo hace y, además, no es que lo haga ahora, es que lo ha hecho siempre y por los procedimientos más salvajes, como puede ser, simplemente, el infanticidio femenino o matar niños, como Marvin Harris ha puesto de manifiesto en sus conocidos libros.

Sin embargo, los efectos sociales que produce este control más o menos salvaje son siempre los mismos. La idea que quiero subrayar es la siguiente: hay un problema objetivo y, por consiguiente, no se trata de hacer responsable al hombre o no. Si el hombre no hubiera llegado al nivel de los 5.000 millones de habitantes que ahora tiene, entonces, no podría, absolutamente, ser lo que es, y, sobre todo, la palabra “Hombre” no diría nada; esta palabra es, también, tan ideológica como “Naturaleza”. “Hombre” es otra de esas palabras con mayúsculas que tampoco sabemos bien lo que significa, puesto que el hombre no funciona aislado: hombres son los del Hemisferio Norte y los del Hemisferio Sur, los blancos y los negros, los hindúes, los de una religión y los de otra, es decir, lo que llamamos “Hombre” está dividido, necesariamente, en razas, en clases sociales, &c. No queremos que las haya, pero es porque las hay. Si no las hubiera no haría falta quererlo. Quiero decir que, si las hay, las hay con todas las consecuencias.

Y si estas consecuencias son altas (sin necesidad de que nos introduzcamos ahora en las especulaciones de Dawkins sobre el gen egoísta) ello se deberá a algo; lo que sabemos bien es que, muchas veces, la política de freno a la natalidad castiga, o puede castigar, a unos grupos sociales frente a otros y sabemos también (sociólogos, biólogos, demógrafos, &c.) perfectamente, que la única defensa de algunos grupos sociales es precisamente el incremento de la natalidad: sabemos que esos grupos sociales, si no fuera por la defensa que encuentran en su incremento de la natalidad, habrían desaparecido en pocos años.

Por tanto, ese incremento introduce una dialéctica no ya entre el Hombre y la Naturaleza, sino de los hombres entre sí, lo cual es mucho más grave, si cabe; y esto sí que creo que da lugar a una fuente de modelos que pueden producir terror.

Y ya para terminar, la idea central que habría que tratar en esta tercera parte, sería (para decirlo en términos de Panecio) la siguiente: Panecio había defendido, como ya he dicho antes, que el terror puede ser racional y que lo irracional, en este caso, sería no tener terror, sería la apatía; pues bien, creo que esto se cumple bastante bien con los modelos que hemos llamado “telúricos”. Es decir, tener apatía ante modelos catastróficos inminentes, telúricos, como puedan ser el agujero de ozono (que depende, al parecer, directamente de nosotros, aunque, luego, no es fácil, ni mucho menos, solucionarlo porque las catástrofes políticas y económicas que se derivarían de atajarlo serían gravísimas: es puro infantilismo pensar que de la noche a la mañana se pueden eliminar todos los flúor-cloro-carbonados, dado que es imposible por la catástrofe social e industrial que provocaría), la desertización, la lluvia ácida, las catástrofes naturales, &c., el ser apático ante todo esto, creo que es irracional, absolutamente estúpido y necio y, además, no creo que nadie se atreva a decirlo. Por el contrario, todo el mundo procura participar de algún modo: económicamente o afiliándose a algún partido político, o confiando en su partido votándolo. O, lo que es más grave, volviéndole a votar después de las mismas elecciones, a pesar de los pesares, porque la esperanza nunca se pierde y porque siempre hay justificaciones.

Entonces, estos modelos –como digo– telúricos, no presentan problemas teóricos generales: es natural que no se sea apático ante ellos.

A modo de conclusión

Ahora bien, el verdadero problema y el que sí merecería esta conferencia entera –cosa que ya es, naturalmente, imposible– está en la apatía o no apatía ante los modelos cosmológicos: es decir, ¿por qué nos afectan los modelos cosmológicos? ¿por qué nos afectan modelos de un futuro que de ninguna manera vamos a ver? ¿No sería mejor aplicar aquí la apatía o, simplemente, el tetrafármaco de Epicuro, según el cual, cuando la muerte existe, yo no existo, y cuando yo existo, la muerte no existe? Luego, mientras yo exista no va a haber la catástrofe nuclear y, entonces, ¿para qué me voy a preocupar de ella?: y cuando la catástrofe exista, yo no voy a existir, por lo tanto, no me tengo que preocupar.

Según esto, sería irracional preocuparse por los modelos cosmológicos y, entonces, ¿para qué hablar de los modelos cosmológicos?

Ahora bien, es evidente que si la literatura de ciencia ficción, la literatura científica sobre modelos cosmológicos –que están muy ligados a los telúricos, pero que tienen su juego independiente– tiene esa difusión que se cuenta y que se cifra en millones y millones de ejemplares en todo el mundo, es porque, realmente, hay un interés extraordinario por parte del público hacia esos modelos cosmológicos que ocurren en un futuro más allá de 15 millones de años. Este es el problema; es decir; ¿qué tenemos que ver con aquello?

Es un poco el problema que se planteaba en los tiempos de la Revolución de Octubre al revés, con el nombre de “sacrificio de una generación”: cuando generaciones enteras de militantes del Partido Comunista Soviético creían que era necesario sacrificarse en su vida personal, entregar absolutamente todo para que las próximas generaciones que podían tener lugar, pues, dentro de dos siglos, pudieran construir el socialismo en la Tierra. ¿Cómo justificar ese sacrificio individual? Esto significa hambre, trabajo, castigo, vida ascética, en nombre de unas generaciones a quienes no vamos a conocer, que no son ni siquiera nuestros hijos, ni nuestros nietos ni tataranietos. Este problema yo creo que es el mismo y, como no podemos tocarlo de frente, me limito, simplemente, a sugerirlo, así como a indicar, también, que es en este punto donde la reflexión debe profundizar. En lo demás no creo que sea cuestión de reflexión, sino de acción, pero, aquí, sí que hace falta reflexionar; es decir, ¿por qué nos afectan las cuestiones que van a ocurrir dentro de 15 millones de años?

Cuando hablamos de una catástrofe que va a ocurrir dentro de 20 años, aunque nos muramos o ya estemos muertos, pues, de alguna manera, todavía conocemos a las personas que van a vivir dentro de esos 20 años. Digo 20 años porque yo ya soy viejo; ustedes dirán dentro de 40 años, pero, en fin, estas cantidades son insignificantes en la escala en que estamos. Dentro de 40 o 50 años, todavía van a existir muchas de las personas que nos rodean y, por consiguiente, es natural –acaso no hace falta explicación alguna– que queramos que aquellas personas vivan, por lo menos, no de un modo tan catastrófico. Parece que tenemos que tener una mínima programación secular, es decir, como mínimo de un siglo, que es como suelen programar los Estados a un cierto nivel; programas para un milenio es casi ya ridículo, aunque no faltan proyectos para el año 3000. No obstante, esto queda en términos de economía-ficción y, además, todo el mundo dice que es para pretextar otro tipo de inversiones, sencillamente, porque no se sabe cómo va a ser el año 3000.

Por tanto, parece que tiene sentido la programación secular, a lo sumo, pero la milenaria no, y, por consiguiente, tampoco tendría sentido el pavor milenario.

Entonces ¿por qué lo tenemos? A veces, es superior, incluso, al otro, como si el pavor telúrico fuese tan conocido y evidente que no haría falta preocuparse por él. Aquello de minimis non curat praetor, es decir, “el pretor no se preocupa de las cosas menudas”.

Si hay hambre en Etiopía, pues llévense alimentos; yo pongo aquí el dinero, en la cuenta corriente del banco y se acabó, no hay problema. Respecto al agujero de ozono, que se cierren las fábricas: es decir, son problemas de ejecución práctica, no son problemas teóricos. Cuando tenemos sucia la puerta de casa, pues la barremos y no hay más problemas teóricos: hay que barrerla y se acabó. Pero ¿qué pasa con estos otros problemas ¿por qué nos afectan?

Pensar que nos afectan por el futuro supone que, de aquí a la telepatía o a la mística, no hay más que un paso. La única explicación que encuentro de este hecho, y de que éste sea racional, no irracional, en el sentido de Panecio, de que sea lógico, de que este pathos por el Mediterráneo dentro de 15 millones de años sea lógico, que nos impresionemos de algún modo, pues no es por lo que vaya a ocurrir dentro de los dichosos 15 millones de años, puesto que nuestro futuro no existe ni puede existir, sino porque es un límite revertido –que llamamos nosotros– sobre nuestro propio presente actual. La proyección de esta anámnesis sobre la prolépsis (sobre los 15 o 10.000 millones de años), en realidad, lo que está es sirviéndonos del modo más inesperado, realizando una especie de eliminación total de todos nuestros subconscientes o representaciones ideológicas con las que vivimos satisfechos: entre ellas, por ejemplo, la hipótesis Gea, la Naturaleza, &c.

De donde resulta que todas estas hipótesis sobre las que descansamos, más o menos, como descansaban los estoicos –Panecio–, o como descansan los cristianos desde el punto de vista del cielo (desde el punto de vista materialista, que es el punto real, efectivo, de las minorías ilustradas, por decirlo de algún modo –al margen de las enormes minorías que hay y habrá, por supuesto, durante muchos siglos, de carácter religioso– como puede ser la de los científicos en general, los cuales son realmente materialistas, nadie cita, salvo por razones retóricas, a Dios o al cielo, absolutamente; el propio Hawking cuando lo cita, lo hace por razones retóricas, porque “Dios” es una palabra que vende mucho, pero, en fin, que no tienen el menor sentido teológico las referencias que hacen los físicos a estas cuestiones), lo que nos determinan estos modelos cosmológicos es la necesidad de reflexionar sobre nuestras propias representaciones ideológicas y ver que, realmente, para decirlo de un modo rápido, estamos a la intemperie. No tenemos, absolutamente, nada que citar, de un modo más o menos mítico, para poder defender cualquier otra cuestión. Que la hipótesis Gea es completamente metafísica y que, en el fondo, quizás, estemos volviendo, paradójicamente, a la situación del desarrollo de la técnica, de la ciencia y de la industria. Que nos devuelve, en definitiva, a una situación parecida a la de las bandas primitivas: la banda de 60 hombres –digamos– y de 20 km de radio, que no conocía nada más y no podía conocerlo. Nosotros, en lugar de 60 hombres, pues somos 6.000 millones y en lugar de 20 km son 20.000 millones de años luz –pongamos por caso– de radio. Una situación en la que se invierten esos presupuestos pero que, sin embargo, es la misma: sencillamente, que lo único que realmente sabemos y conocemos –y sería irracional no conocerlo– es que estamos existiendo, que estamos viviendo; sencillamente, es esto. Y, entonces, cualesquiera que sean las cosas que ocurran más allá de nuestro entorno inmediato –que va recurriendo hasta donde lleguemos, según el radio y la capacidad de la sociedad en que vivimos–, de momento, ésta es la única realidad a la que puede aplicarse la prudencia y la firmeza.

Y, por eso, yo terminaría mi exposición con una máxima de un estoico, en este caso del emperador Marco Aurelio, referida a una situación muy parecida, a la ekpyrosis, al fin del mundo más o menos inminente, y que es una de las máximas que podría servirnos para resumir toda la filosofía materialista práctica en este contexto. Dicho en griego: “ὁ κόσμος ἀλλοίωσις, ὁ βίος ὑπόληψις”, es decir: “el Universo, mudanza; la vida, firmeza”. Nada más. Muchas gracias.

[ Conferencia pronunciada por Gustavo Bueno el 8 de abril de 1992 en el Teatro Jovellanos de Gijón, dentro del ciclo “Estación del Miedo”, organizado por la Fundación Municipal de Cultura de Gijón. Se sigue aquí la versión publicada por la revista Ábaco, Gijón, verano 1993, segunda época, número 2, páginas 12-30. ]