Gustavo Bueno
La España de las autonomías, es un proceso de ensayo
El filósofo Gustavo Bueno, riojano de nacimiento, se integró muy bien en la sociedad asturiana y es el padre de la llamada “escuela de Oviedo”, de gran relieve en el panorama de la filosofía contemporánea española. Inconformista, polémico, lúcido y culto, Gustavo Bueno constituye una referencia inevitable para analizar las últimas décadas de Asturias en las que, por su actitud testimonial, constituyó un modelo ético para muchas personas, especialmente jóvenes. Gustavo Bueno supo dejar, cuando fue menester, su despacho y salir a la calle, por lo que se da en este intelectual una relación muy cordial con la realidad. Otra de sus virtudes: jamás huyó de ningún desafío; jamás se negó a colaborar con cualquier iniciativa en la que subyaciese una lucha por la justicia.
[ 1989 ]
—¿Por qué eligió usted Asturias para realizar su labor intelectual?
—Por motivos que, sin perjuicio de su contenido abstracto, “literario”, dirán algunos, actuaron en mí poderosamente, y que se pueden resumir en una percepción de Asturias desde la perspectiva de la “Asturias legendaria”, desde la visión épica de Asturias; si se quiere lo que actuaba como motivo de fondo en mi caso era el “prestigio” histórico, político, industrial, estético de Asturias. Otra cuestión es la de los canales por los cuales este “prestigio” se hizo presente en mi caso (los principales canales fueron familiares: mi padre, que había tenido en México, como médico del hospital español, mucho contacto con asturianos de Llanes –entre ellos, don Íñigo Noriega–, mi abuelo, que me había dejado el Teatro crítico universal, de Feijoo, que yo leía asiduamente de joven, etcétera). Tengo que reconocer que esta visión de Asturias, predominantemente histórica –y no por ello menos actual– no se me ha enturbiado después de treinta años de vivir en ella; ni siquiera cuando ayer mismo –19 de abril de 1989– un grupo de jóvenes fanáticos e incultos vociferaron en el Paraninfo de la Universidad de Oviedo que “Asturias no es España”.
—Oviedo ¿es una ciudad provinciana?
—No, y se lo debe exclusivamente a su particular historia, a la condición que, desde su origen, tuvo (permítame decirlo a mi modo) de “ciudad imperial”, de capital de un Estado en expansión que comenzó poblando de castillos sus fronteras orientales iniciales, es decir, dando la primera definición de lo que luego sería “Castilla”. De esta condición originaria de Oviedo deriva una consecuencia inmediata: que Oviedo no se formó “desde dentro” (como una “confederación” de aldeas), como una ciudad-núcleo de algún Estado posterior, sino que se configuró a partir de un Estado ya constituido, que buscaba su centro (en este sentido, cabría equiparar la estrategia de Alfonso II a la que, siglos más tarde, habría de seguir Felipe II buscando el centro de su imperio, Madrid). Y esta circunstancia repercutió en la composición inicial de los ovetenses –que habían de ser necesariamente, más que “aldeanos”, gentes que procedían de los lugares más diversos, y de las condiciones más variadas, incluyendo la de francos o judíos–. Esta estructura originaria –reforzada, naturalmente, en los años posteriores– habría marcado el estilo de la ciudad. Una ciudad constantemente abierta a las novedades, muy receptiva de los forasteros que habían de venir a establecerse en ella; una ciudad por tanto en la que propiamente no habría “metecos” (la mejor medida sociológica que conozco para discriminar una ciudad “provinciana” de otra que no lo es nos la da la cantidad de veces que, al día, a la semana, o al mes, se le recuerda a un “vecino” o “ciudadano” que no ha nacido en la ciudad, que es “forastero”, que no es “oriundo”. Por lo que a mi respecta puedo afirmar que, salvo estos dos últimos años, y sólo por parte de esos grupos que quieren ajustar a Asturias el molde de una “Albania céltica”, nadie me ha “reprochado” el no haber nacido en Oviedo).
—¿Cómo se nos contempla, a su juicio, desde el resto del país?
—Parece evidente que esta pregunta (cuya respuesta fundada requeriría trabajosas encuestas, como sabe perfectamente el sutil autor de la pregunta) tiene una intención “proyectiva”, destinada a sondear la propia forma de contemplar de quien la conteste. Por ello mismo, la pregunta puede ser fértil, y no hoy porqué presuponer que la refracción de nuestra forma de contemplación a través de los “otros representados”, sea nueva repetición tautológica de nuestra opinión “directa”. Así, pues, diré que me parece que los otros tienen visiones de Asturias muy diversas, y que con frecuencia andan yuxtapuestas. Quizá lo más notable sea el carácter radical o extremado (no meramente neutro) al que estas supuestas formas de contemplación ajena propenden: de un lado, Asturias es habitación de “montañeses” primarios, rudos, que hablan muy fuerte (a diferencia de los gallegos), que tienden a las explosiones violentas, fulgurantes y pasajeras; de otro lado, Asturias es lugar en el que habitan gentes sutiles, ingeniosas –ya vivan en las ciudades, como en las villas o en las aldeas– de lengua afilada; gentes dotadas de una asombrosa movilidad (podemos tener la seguridad de encontrar algún asturiano establecido, no ya sólo en Madrid, en México o en Cuba, sino también en Nueva Zelanda, en el Líbano o en Ruanda-Burundi).
—¿Cuáles son, a su juicio, los principales problemas de la región?
—Los que tienen que ver con la alta probabilidad de marginación respecto de las grandes corrientes comerciales, industriales y culturales que están formándose durante estos últimos años, en gran medida con ocasión del ingreso de España en la Comunidad Económica Europea.
—¿Cuáles son los rasgos psicológicos peculiares del asturiano?
—Ateniéndome a las reglas de juego de este “género literario” que es la “Psicología de los pueblos”, subrayaría su curiosidad intelectual, su gran porosidad para la aceptación de innovaciones que se producen en cualquier lugar –lo que lleva al peligro de esnobismo superficial, por un lado, y de la exagerada autocrítica ante las propias “ocurrencias”; y, por reacción, el peligro de compensación de esta autocrítica paralizadora con la exaltación incontrolada de las ocurrencias más primarias y vulgares a la condición de “valores supremos”.
—¿Cree que existe una identidad de los asturianos, una verdadera conciencia de comunidad?
—El concepto de “identidad” y sus adjuntos (“señas de identidad”, “recuperación de la identidad”, etcétera) es uno de los tópicos que más despóticamente se ha impuesto en la “España de las autonomías” –y hasta se ha aceptado en algunos sectores académicos el tecnicismo “etnológico” de la “etnicidad”–. A mi parecer, el concepto de identidad se usa, con demasiada y significativa frecuencia, de modo metafísico (en el sentido peyorativo que este término suele arrastrar), por tanto, sustancialista, al servicio de una ideología muy precisa. Quiero decir, resumiendo, que “identidad”, en su acepción metafísica, equivale al entendimiento de la reflexividad de una relación como si pudiere tratarse de algo originario, inmediato y constitutivo del término que soporte la “relación” de identidad (Asturias es Asturias). Pero una identidad metafísica es (supongo) una identidad vacía; la “identidad” de Asturias o de los asturianos no puede establecerse de modo “interno”, “endógeno”, “inmediato”. Sólo puede establecerse por la medición de “terceros términos”. La dificultad estriba en determinar cuáles serán esos terceros términos medios a través de los cuales puede hablarse, aunque sea de un modo distinto, de la identidad de Asturias o, en su caso, de la “recuperación” de esa identidad supuestamente eclipsada. Responder, como es muy frecuente, que este “tercer término medio” es “lo universal” (“sólo metiéndonos en lo más propio y provinciano, lograremos ser universales”), me parece que tiene el peligro de toda respuesta aparente, y que no analiza los modos según los cuales algo que es muy particular puede alcanzar un significado universal (los botocudos, merced a los tacos de madera con los que ensanchan sus labios, son “universales” en el sentido de que “todo el mundo” los conoce como una “curiosidad etnológica”). Pero seguramente no es de esa “universalidad etnológica” de la que se habla con referencia a la “cultura asturiana”. A mi juicio, la situación es otra: el “término medio” a partir del cual Asturias es lo que es –es decir, una unidad política de nivel superior al de una “liga de tribus iroquesas”, pongo por caso– tiene su nombre preciso, y se llama España, en tanto proceso histórico a cuyo desarrollo contribuyó esencialmente Asturias desde los orígenes, y no sólo en los orígenes. Marginada de ese torbellino que es la España histórica, Asturias hubiera caído, o volvería a caer a plomo al más bajo nivel posible del orden folklórico-político. La identidad de Asturias se establece dialécticamente, y su propia cultura sólo es cultura superior –y no una cultura más, de interés similar al de la cultura botocuda– por la mediación de la cultura englobante, que es la cultura española.
—¿Cuál es su opinión sobre el funcionamiento de la España de las autonomías, con especial referencia a Asturias?
—La “España de las autonomías” se encuentra, en 1989, en puro “proceso de ensayo” y, por tanto, me parece prematuro formular un juicio fundado. Lo que sí me parece posible es denunciar la confusión y oscuridad del “proyecto autonómico”; confusión y oscuridad que se remontan a la Constitución del 78 (“nacionalidades”, “regiones” y, luego, “comunidades autónomas” –expresión en la cual el término “comunidad” elegido, es claramente ideológico, en tanto busca sugerir la realidad de una unidad política que es precisamente lo que se trata de demostrar en cada caso). Pero confusiones y oscuridades que se agravan con las interpretaciones que de la Constitución del 78 están siendo ofrecidas por los diversos grupos políticos. Cabría clarificar estas interpretaciones en dos grandes categorías, según los esquemas lógico-materiales utilizados (y no siempre representados). Las interpretaciones que tienden a entender las “comunidades autónomas” como unidades o partes anteriores de la unidad política englobante de referencia (el “Estado español”), y las interpretaciones según las cuales las “comunidades autónomas” son tratadas, desde luego, como partes formales posteriores a esa misma unidad de referencia. (Los fragmentos resultantes de la fractura de un gran cuenco de arcilla cocida, son, por su morfología, partes formadas posteriores al cuenco de referencia; sin perjuicio de que las líneas de fractura se hayan producido, en alguna ocasión, muy próximas a los bordes de algunas partes anteriores –anteriores a la cocción– del barro original). En mi opinión es evidente (desde una perspectiva histórica positiva) que las unidades autonómicas establecidas por la Constitución del 78, son partes o particiones formales posteriores a la unidad histórico-política de España, y que, no ya Castilla-León, Cantabria o Asturias, sino tampoco Cataluña o Galicia, tendrán hoy la morfología que les corresponde fuera de su diferenciación en el seno del sistema histórico concreto más amplio que es España. Desde este punto de vista, las autonomías tendrán que interpretarse como reparticiones o distribuciones funcionales de un poder político indiviso. Sin embargo, parece como si hubiera una tendencia a interpretar las “autonomías” desde la perspectiva de las “partes anteriores” (a veces con una anterioridad prehistórica; por ejemplo, la de un mitológico “pueblo celta”) con lo cual la política autonómica quedará inmediatamente orientada en el sentido de una “recuperación” de esa supuesta unidad o identidad previa, que habría sido “sofocada” por el Estado centralista. “Autonomía plena”, en un marco estrictamente jurídico, significa “sólo” acumulación de todas las transferencias previstas en la Constitución; pero en las calles, quienes piden la “autonomía plena” no piensan en esas transferencias cuyo concepto ni siquiera poseen; piensan en el sentido literal y etimológico de la expresión, en la soberanía de la Comunidad Autónoma respectiva, en su independencia, en la transformación de esa comunidad-nacionalidad en Estado. En el mejor caso, algunos añadirían a continuación: en Estado federado con otros Estados peninsulares, si así se acuerda; aunque esto es cuestión secundaria, porque la federación puede orientarse hacia otros estados europeos sin la mediación de España. En este contexto, y dado que la realidad del “mercado común” no es, en principio, objetivamente desfavorable a semejantes orientaciones, se comprende que la batalla principal tenga que librarse en torno a la lengua común, es decir, en torno a la lengua española. Los políticos que no se den cuenta de estas concatenaciones precisas, o son cómplices, o tienen paralizada su mente, o son mentecatos. ¿Qué sentido tiene entonces intentar formular un juicio sobre el funcionamiento de la España de las autonomías? ¿A qué funcionamiento nos referimos? ¿Al proceso de fragmentación (o balcanización) de la unidad histórica de España? ¿A ese proceso de desviación, mediante este folklorismo político, de tensiones de clase más profundas? ¿Al proceso de recuperación de la salud del todo hispánico a través de la recuperación de la salud de sus miembros? Está por ver esto, aquello y lo de más allá. Pero “jugar con fuego” es muy peligroso; es propio de gente incompetente, es propio de niños.
—¿Considera beneficiosa para Asturias la integración de España en la Comunidad Económica Europea?
—Si no logra remontar las catastróficas consecuencias derivadas de la inicial inserción en el Mercado Común, buscando y encontrando las alternativas a su minería, siderurgia, industria láctea, etcétera, tal como se desenvolvieron en las décadas precedentes, que le permitan mantenerse activamente en el tejido de unas realidades que la envuelven, Asturias puede quedar marginada de las “corrientes centrales” de la Historia, reducida a la condición de “museo etnológico viviente”, o, dicho de otro modo, de “reserva arqueológico-etnográfica”, de creciente (acaso) interés turístico.
—¿Cree que, entre los asturianos, se está dando una actitud de pesimismo o de catastrofismo colectivo?
—No lo creo y, en todo caso, si se diera, tampoco tendría en principio demasiada importancia. Esa actitud puede ser efímera y puede cambiar de golpe si las circunstancias objetivas cambian también en dirección favorable.
—¿Qué significa para usted la figura de don Pelayo?
—Don Pelayo tiene para mí, desde luego, la significación legendaria que la “Historia canónica” de España le ha atribuido, y que en mi caso, ha resistido a otras diversas interpretaciones que, por cierto, no alcanzan el grado de evidencia científica que suelen pretender. Me parece gratuito ver en don Pelayo, con categorías etnológicas, algo así como el iniciador de una jefatura intertribal, rozando los límites del Estado. El proyecto de “desmitificación” de la figura épica de don Pelayo no es, por si mismo, un proyecto científico: habría que demostrar que el “mito” (la leyenda) es sustancialmente errónea y que lo que se ofrece como sustituto no es a su vez un mito ideológico, y encima gratuito y falso. Yo veo en don Pelayo el héroe medieval, gótico, que heredero de Roma, ha reconstruido desde sus cenizas un Estado que había sido desmantelado; lo ha reconstruido desde nuevos fundamentos, y, a su través, las tribus norteñas han podido alcanzar el nivel histórico. Por eso, don Pelayo no sólo significa por sus antecedentes, sino por sus consecuentes; don Pelayo es el vencedor en Covadonga y Covadonga es, históricamente, sus consecuencias; en Alfonso I, en Alfonso II y en Alfonso III. Podremos aplicar a don Pelayo un criterio análogo (y rigurosamente histórico) al que Leibniz aplicó a César: “Si César no hubiese pasado el Rubicón, no hubiese sido César”. Si don Pelayo no hubiese triunfado en Covadonga, no sería don Pelayo.
—¿Ha sentido algún complejo, en alguna ocasión, por emplear expresiones bables?
—No, en absoluto, si son expresiones auténticas y apropiadas al caso (yo uso con frecuencia “argallo”, “ería”, “xana”, “llera”, etcétera). Me produce “vergüenza ajena” oír o leer (con grafías estrambóticas) palabras como “asoleyar” (por formular” o “editar”). “Xabel” (por Javier), o “Asturies”.
—¿Cómo será –y cómo le gustaría que fuese– la Asturias del año 2000?
—Una Asturias con dos autopistas, una en la dirección Norte-Sur y otra en la dirección Este-Oeste; vías férreas capaces de soportar trenes de alta velocidad, también en las dos direcciones y un aeropuerto ampliado. Una Asturias con enormes manchas de repoblación de encinas y robles, capaces de convertirse en bosques, allá por el año 2100. Un sistema de industrias de transformación y de nuevas tecnologías que sustituyan a la industria agotada, o inundada de bienes de importación. Una Universidad de primer rango –no de cuarto, ni de tercero, ni siquiera de segundo– en cuanto a su nivel científico. Una industria editorial floreciente –en lugar de fábricas de pasta de papel–. Y una Asturias, por fin, en la que la lengua española, cuidada y desarrollada, sea considerada unánimemente por los asturianos como su verdadera lengua, como su lengua histórica, universal –lo que no impedirá que en cada valle, sigan sonando las variantes locales que dan espesor a la lengua común, y, por ello, verdaderamente “nuestra”– no sólo “vuestra”, es decir, de “vuestro valle”.
[ Entrevista cuestionario respondida el 20 de abril de 1989, título del entrevistador, publicada en el libro de Faustino Fernández Álvarez (1950-2014), 100 Asturianos y Asturias, Caja Rural Provincial de Asturias, 15 mayo 1989 (fecha del colofón, 25 aniversario de la institución editora), páginas 90-95, salvadas las erratas por el original. Incorporada al libro de Gustavo Bueno, Sobre Asturias, Pentalfa, Oviedo 1991, págs. 99-106. Se publica esta versión digital el 13 de febrero de 2025. ]
[ Facsímil del original impreso en “Gustavo Bueno entrevistado por Faustino F. Álvarez”. ]