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Gustavo Bueno

Cuestiones sobre teoría y praxis

[ 23 marzo 1975 ]


El tema anunciado para este acto es el mismo tema del folleto que ustedes tienen en sus manos “Veinte Cuestiones sobre Teoría y Praxis”. Dos palabras sobre este folleto, puesto que no se trata de reexponerlo aquí. Su objetivo era simplemente este: ofrecer una temática, procurando “no decir nada” salvo la formulación de esa temática, de una problemática en torno a la cual pudiera trabajar un grupo de alumnos y profesores de esta Universidad, preparándose para este Congreso. Podrán ver, si han hojeado este folleto, que es crítico: crítico precisamente respecto del tema titular del Congreso. Sus primeras cuestiones tienen por objeto mostrar que el tratamiento de las relaciones sobre Teoría y Praxis, en general, es obscuro, confuso. Que sería preciso plantear las cosas de otro modo, para que la temática de este Congreso fuera pertinente. La confusión y la obscuridad de este tema, así planteado, se podría elaborar de muchas maneras. Por ejemplo, abundando en lo que ayer decíamos, las nociones de Teoría y Praxis, tomadas en bloque, son tan absolutamente genéricas y tan indeterminadas, que, tomadas en bloque, sobre ellas no se puede decir nada. Y ello, debido a que estas nociones dicen mucho, dicen demasiado, pero lo dicen al modo como, por ejemplo, dice algo sobre las cónicas la ecuación de las cónicas, cuando se toma como un polinomio indiscriminado, en el que no se han interpretado sus determinaciones (la elipse, la parábola, …). En este sentido, diríamos que hay sin duda unos niveles de carácter general, de carácter funcional, a los cuales se reducen acaso multitud de cuestiones del tema titular del Congreso, pero que sólo cobran significado cuando se desciende a los niveles de aplicación y desarrollo de la función, desarrollos que incluyen la eliminación dialéctica de unas determinaciones en favor de otras. Y lo que hay que saber en todo momento es que estos diferentes planos significan cosas distintas, hay que vigilar en qué momento hablamos en el plano genérico o funcional y cuándo hablamos en el plano de aplicación de las variables a los argumentos; hay que saber cómo esa aplicación cambia realmente muchas veces el sentido relativo de los argumentos. Y no parece que el carácter de los conceptos de Teoría y de Praxis sea meramente genérico y abstracto, sino más bien, diríamos, funcional. Esto es lo que en la Cuestión 7, se denomina “anomalía de la Praxis” y “anomalía de la Teoría”, tomando el concepto estoico de anomalía en un sentido similar al que adquiriría si hablásemos de “anomalía de las cónicas”, siguiendo el ejemplo. Las cónicas son anómalas, en este sentido estoico, porque es muy distinta una hipérbola que una parábola: tan distintas que han tardado muchos siglos hasta ser identificadas en un concepto unitario. Este concepto unitario es evidentemente una “totalización”; pero una totalización característica, funcional, en modo alguno genérico-abstracta. Totalización de la que resultarán, según los valores que vayamos dando a los coeficientes, significaciones muy diferentes, que corresponden a la contraposición de unas especies en otras y al mismo tiempo de la transformación mutua entre algunas de ellas. Volviendo a nuestro caso, creo que las Ideas de Teoría y Praxis exigen y permiten un tratamiento general, pero este tratamiento general está tan inextricablemente vinculado al tratamiento particular de las especies que han de determinarse y contraponerse mutuamente que la labor del Congreso tendría que reducirse al análisis de los diferentes tipos de oposición que resultan según los diversos planos en los que esta oposición funciona –en suma, a una labor estrictamente analítica–. Por ejemplo, y con ello termino este preámbulo, habría que analizar las determinaciones morales de la Praxis, puesto que el concepto de Praxis parece que tiene algo que ver en todo caso con la Filosofía Moral. A mi juicio, acaso el sentido intencional de quien propuso este tema, y sobre todo el sentido según el cual lo entendemos la mayoría de los que aquí estamos, se mantiene en el plano de esto que en términos arcaicos podría llamarse el plano de la filosofía moral. Estamos ante un tema de filosofía moral y ante un tema él mismo práctico, puesto que, si no me equivoco, lo que nos interesa en el fondo es la “evaluación moral” de la Teoría (y más concretamente, de la Filosofía, sobreentendida como Teoría), frente a la Praxis (sobreentendida acaso concretamente como Praxis política). Al oponer Teoría a Praxis estamos acaso oponiendo (moralmente), Filosofía a Política, y más concretamente, Filosofía académica a activismo práctico político.

En este sentido, creo que lo más interesante, y dado que el Congreso que ayer empezó dio lugar a que se manifestaran estas interpretaciones (si no me equivoco) del tema titular, será por mi parte reflexionar en torno a esta misma interpretación. Me ha parecido mucho más oportuno e interesante que reexponer las “Veinte Cuestiones”, dado que estamos en un Congreso de Filósofos Jóvenes, y particularmente porque yo no me considero ya un “filósofo joven”, tomar como materia la experiencia de ayer para improvisar una serie de reflexiones que están en todo caso orientadas en el sentido central del tema titular del Congreso.

En este contexto se me permitirá que comience citando, y pido excusas ante los filósofos jóvenes, pido excusas por comenzar citando no ya a Marx o a Lenin, sino a Platón. Platón, que efectivamente, según presupuestos que están en la mente de muchos, es el fundador de la Filosofía académica, dicho esto con redundancia. El fundador de la Filosofía académica bajo cuya institución (con todos los episodios históricos y dialécticos que en su desarrollo ha experimentado) estamos celebrando este Congreso. Una Institución –la Academia, la Universidad, los Liceos, los Institutos– que ha pasado por encima del cambio de formaciones sociales muy distintas, que ha atravesado incluso diferentes modos de producción, una Institución bajo la cual vivimos prácticamente todos aquéllos que nos dedicamos a la Filosofía. Una Institución solamente bajo la cual es posible, en sentido general, practicar la filosofía en sentido estricto como disciplina. Ser “antiacadémico”, por principio, me parece pues una de las faltas de sindéresis más notables, uno de los eclipses de la sindéresis más completos que puede sufrir realmente el Congreso de los Filósofos Jóvenes. Es un verdadero acto de suicidio. Y en este sentido digo que el fundador de la Academia, Platón, merece ser invocado aquí, como punto de partida. Y lo que voy a citar de Platón es un fragmento de un Diálogo en el que aparecen conversando Polos y Sócrates:

“Polos: Y la Retórica y la Cocina, ¿son la misma cosa?

Sócrates: Absolutamente no; pero las dos forman parte de una misma concepción.

Polos: De cuál, dime, si tienes a bien.

Sócrates: Temo ser demasiado grosero contestándote categóricamente y no me atrevo a hacerlo por Gorgias, por miedo de que se figure que quiero ridiculizar su profesión…

Gorgias: ¿De qué se trata? Te ruego lo digas, Sócrates, y no temas ofenderme.

Sócrates: Me parece Gorgias que es cierta profesión en la que el arte de la Verdad no interesa nada; pero que supone en un alma el talento de la conjetura, valor y grandes disposiciones naturales para conversar con los hombres. Llamo adulación a la especie en que está comprendido. Entre las partes que constituyen la adulación cuento también, además de la cocina, el arte del vestido y el arte de la sofística.”

Y Platón va contraponiendo, como todos recuerdan, a estas artes de la adulación, que son las artes de la apariencia, las artes que son su contrafigura: a la Cocina le opone la Medicina; al arte de la indumentaria o del maquillaje opone la Gimnástica. Medicina y Gimnástica que se corresponden, a su vez, en las artes auténticas que cultivan el alma, a las dos artes fundamentales que comprende la Política, pero la Política en sentido platónico, a saber, el arte judicial y el arte legislativa, que son precisamente las que constituyen la contrafigura de la Retórica y de la sofística.

“Te diré como geómetra –dice Platón, Sócrates– para que lo entiendas mejor [la Geometría se invoca en este contexto platónico “para que se entienda mejor”], que lo que la vanidad en el vestir es a la Gimnasia, es la sofística a la parte legislativa; y lo que la cocina es a la Medicina, es la retórica al arte judicial”. Los sofistas y los oradores se aproximan a los legisladores y a los jueces, porque se dedican a los mismos asuntos “de donde se deriva que a punto fijo no saben ellos mismos cuál es su profesión ni los otros hombres saben para qué sirven”.

Este es el texto platónico en torno al cual queremos reflexionar. A mi juicio, el problema que tenemos planteado en este Congreso, Teoría y Praxis (aparte de los problemas analíticos que pueda suscitar y suscita necesariamente), si nos concierne directamente, es precisamente a propósito de la práctica de nuestra profesión. Su formulación general –Teoría y Praxis– es, en nuestro contexto, puramente alegórica (según decíamos en nuestra Cuestión 18). Es, pues, un tema esencialmente confuso, y precisamente por ser alegórico. Y la alegoría, a mi juicio, consiste en esto: en que nosotros –al menos los filósofos “profesionales”– al discutir las cuestiones en torno a Teoría y Praxis, sea en abstracto, sea en una interpretación muy concreta de la Praxis política, de la que ayer hablábamos (con Partido político, elíptico o no elíptico), al hablar de la Política o de la Praxis en general, estamos en realidad preguntando: “¿Para qué sirve nuestra profesión” “¿Cuáles son sus relaciones con la Praxis política” “¿De qué manera se distingue de otras profesiones que se le parecen, tales como el arte de la cocina, el arte de la indumentaria y otras artes de la adulación, artes de la demagogia?”. Adulación y demagogia que acaso brotan tras una verdadera crítica, tras una verdadera desesperación, tras la conciencia de la verdadera obscuridad acerca de lo que pueda ser la profesión filosófica, del verdadero escepticismo acerca de la propia profesión. La conciencia de un vacío, de un escepticismo que intenta rellenarse con otras actividades que son muy importantes, sin duda alguna, pero que no están representadas específicamente por la Filosofía. Lo que voy a decir ahora lo voy a decir con la plena conciencia de que a gran parte del público va a defraudar. Lo estoy diciendo con la conciencia de que se debe decir de una vez ante los filósofos jóvenes, porque se trata de evitar toda la maraña de mistificaciones en la que nuestro propio oficio se ve envuelto. Se trata de deslindar cuál es nuestro campo, sus relaciones con la Política y con la Academia, y sobre todo nuestro futuro, nuestro futuro profesional en cuanto que está ligado esencialmente a nuestra propia actividad práctica, académica y política. En este sentido, yo diría que lo que ayer hicimos fue sobre todo cultivar el arte de la adulación o de la demagogia, o simplemente el arte de rellenar el propio vacío al interpretar de entrada, inmediatamente, el tema de Teoría y Praxis, como el tema de una práctica política inmediata, “activista”, entendida en los términos de la ejecución de una “ruptura” orientada a la toma del poder político concreto (aunque a veces lo fuera en nombre de un Partido elíptico y, por tanto, genérico, puesto que estos partidos políticos están precisamente contrapuestos entre sí), al sobreentender los problemas de la Filosofía como problemas que, en todo caso, debían reducirse a los problemas de la lucha de clases.

¿Queremos convertir los Congresos de Filósofos Jóvenes en asambleas para ejercitar el arte de rellenar vacíos, el vacío de nuestro propio oficio? ¿Pretendemos sustituir ligeramente nuestras propias obligaciones, nuestras propias responsabilidades, por responsabilidades derivadas y reflejas? Derivadas y reflejas de otras responsabilidades políticas que curiosamente quizá están siendo marginadas, aunque se las aluda teóricamente, elípticamente. Porque este Congreso no es un Comité Central ni una Junta Democrática. La elipsis está fuera de lugar y no hay por qué hacer elipsis cuando hay que decir aquí cosas directamente, cosas que nos conciernen directamente.

Por otra parte, todos sabemos que la situación a que estoy aludiendo más bien es una situación similar a aquélla en la que se encuentran otras profesiones, concretamente la profesión del sacerdote. Cito esta profesión a título solamente de ilustración, de modelo, de ejemplo. Todos conocemos las discusiones que hoy mantienen entre sí los clérigos en todo el mundo, en lo que se refiere a la verdadera misión y destino sacerdotal (aunque esta misión y destino tengan hoy poco de verdadero).

Se discute si el sacerdote es el mediador cuya misión principal es la oración o bien si el sacerdote debe principalmente dedicarse a la “iglesia de la inmanencia”, no a la Iglesia de trascendencia, sencillamente, si debe dedicarse a actividades políticas concretas, al activismo político en cuanto sacerdote. Hasta el punto de que, cuando estas actividades no le sean posibles, debe preferir interrumpir incluso la oración y cerrar la iglesia.

Naturalmente, estas cuestiones eclesiásticas no me conciernen; estoy completamente al margen del asunto y me refiero a él como paradigma útil para nuestra reflexión. Si vista desde fuera la cuestión, pudiéramos pensar, quizá maliciosamente, que estos sacerdotes definen su religiosidad como activismo político o social porque han llegado a creer que la oración por sí misma carece de entidad, carece de substancia; si pensamos que esto es debido (ya digo que pensando maliciosamente) a una falta de fe en la oración, pero que, no obstante, en el estado de transición, quieren mantener una situación individual o profesional, rellenar un vacío con otras funciones que, en cuanto ciudadanos, desde luego también les conciernen; si pensamos esto de esta “casta” que, por otra parte, tiene tantas relaciones históricas con la nuestra, cuánto más habremos de pensarlo de nosotros. Maliciosamente, yo diría simplemente: si el filósofo o profesor de Filosofía, estando ante un Congreso cuyo tema es el análisis de las Ideas (funcionales o no funcionales) de Teoría y Praxis, interpreta estos temas como alegorías de una Praxis determinada muy concreta ¿no será porque está buscando un modo de evasión de las responsabilidades a la vez profesionales, académicas y políticas, que le conciernen? ¿Y no será en concreto un modo de proceder que va unido íntimamente a la crítica de la Academia como institución que aprisiona las posibilidades de la Filosofía? ¿No será un mecanismo determinado por una “falta de fe” en nuestro propio oficio, por la sensación de vacuidad absoluta en torno a la Filosofía? Sensación que puede estar justificada, pero entonces (estoy argumentando ad hominem) ¿por qué reunirnos en un Congreso de Filosofía? ¿Se trata de tomar este Congreso como plataforma transitoria, pero aprovechable, para hacer política en el sentido “activista” del que hablábamos antes? Pero evidentemente no parece que éste fuera un planteamiento él mismo político; hay otros muchos sitios más eficaces para hacer política. Incluso se diría que es un error de estrategia, desde el punto de vista político, si se tienen en cuenta las elipsis obligadas de referencia. Pienso sinceramente que se trata de un caso de verdadera desesperación en el que se desea matar y asesinar una profesión. Un deseo que, por otra parte, tiene que ser experimentado desde dentro, tiene que ser siempre contemplado, porque este deseo puede ser realmente él mismo filosófico, filosofía como autocrítica.

Pero al mismo tiempo, tampoco podemos olvidar que este asesinato que se pretende puede constituir a la vez un modo de adulación a determinado público; constituye a veces una adulación al estómago, se reduce a retórica y no a política. Busca la imitación del bien del cuerpo o del bien del alma y no la verdadera política.

Y por eso precisamente me parece que lo que debemos aquí meditar es en torno a nuestra propia profesión, en torno a las relaciones de la conciencia filosófica y de la conciencia política. Relaciones que de ninguna manera pueden plantearse como se han planteado, en general, en el país. Hay que plantearlas de un modo totalmente distinto en un Congreso de Filosofía.

No estamos en un Comité Central, no estamos en una Junta Democrática, estamos en un Congreso de Filosofía, y olvidar este marco me parece otra vez una falta total de sindéresis. Se pretende dar ya por cancelado lo que todavía tiene que cancelarse. Se pretende dar por evidentes opiniones que son conjeturas, conjeturas probablemente falsas, aunque presenten apariencias de verdaderas.

Las relaciones de la conciencia filosófica con la práctica política, la conexión de las tareas de nuestro oficio con la política en general, debe ser pensada en un sentido justamente inverso al que ayer dábamos por presupuesto. Ante todo, se trata de poner las coordenadas necesarias para discutir de qué modo la conciencia política está esencialmente ligada a la filosofía, sin duda ninguna, pero en un sentido peculiar, en un sentido que de ningún modo creo que pueda conducir a la resolución de la Filosofía en política inmediata, activa, administrativa, ligada a un modo de producción. Entre otras cosas, pretender que esto sea es tratar de reducir las tareas del filósofo y de la filosofía a la condición de instrumento de una situación histórica o social, empírica que puede y debe superarse (entre otras cosas por medio de la filosofía). Subordinar por ejemplo, como ayer también se hacía, las tareas de la Filosofía y las tareas de la Dialéctica al contexto de la lucha de clases (contexto, en cualquier caso, inexcusable) es, a mi juicio, un modo de sociologismo. Es presuponer la tesis de que los conflictos dialécticos, con los cuales la Filosofía dialéctica se enfrenta, brotan exclusivamente de la lucha de clases y están mediados siempre por ella. Evidentemente están mediados por la lucha de clases en determinadas condiciones históricas, y así ocurre hoy efectivamente. Pero mantener esto como tesis absolutamente general, es tanto como decir que una vez superada la lucha de clases la dialéctica y la propia conciencia filosófica habrían de desaparecer. Es tanto como decir, como se dice, que la filosofía es a lo sumo una actividad que esta dada “anteriormente a la revolución”, a la revolución que suprime la lucha de clases, a la revolución de la clase que precisamente suprime la lucha de clases, y es decir que, posteriormente a esta revolución, la filosofía desaparece al “realizarse” con el comunismo. Es una tesis mística, en cuya defensa se distinguió hace años Lefebvre, es la tesis que en la época medieval mantuvo Pedro Damián (sin más que cambiar revolución política por revolución religiosa). Pero si la filosofía ha rebasado, como institución, diferentes formaciones sociales que corresponden a diferentes modos de producción ¿en nombre de qué argumentos (por lo menos es preciso discutir esto) puede subordinarse sin más la dialéctica filosófica a la lucha de clases? ¿Bajo qué argumentos?

De ningún modo estoy diciendo que la Filosofía no tenga históricamente constante interferencia con la lucha de clases. Lo que estoy diciendo es que reducirla a la condición de episodio de esta lucha es practicar un sociologismo que muchas veces es inconsciente de su verdadero alcance. Pero si realmente la Filosofía no está determinada en cuanto instrumento que sólo puede tener algún valor práctico “antes de la revolución”, sino como instrumento que también debe ser pensado para “después de la revolución”, es porque su campo de acción y sus perspectivas son realmente diferentes a las que pueda determinar la actividad política en el contexto de la lucha de clases. ¿Cuál puede ser este campo de la Filosofía en dos palabras, y cómo se anuda con la lucha de clases? Creo que se puede decir, para abreviar, que este campo es el mismo campo de la filosofía tal como ha sido históricamente concebido, y que de ninguna manera podemos aquí inventarlo. Este es un principio absolutamente ineludible en nuestra discusión, por más que tienda a ser tenazmente marginado.

No podemos inventar la institución filosófica por la sencilla razón de que es ya una realidad histórica y sólo podemos argumentar en el supuesto ad hominem de que ya existe, que existe en tradiciones encontradas, pero que guardan una unidad dialéctica. No podemos inventar la filosofía en estos momentos. Por eso nuestra argumentación es esencialmente y precisamente histórica.

Si realmente la Filosofía se ha constituido, desde el punto de vista de la política, precisamente, entre otras cosas, como una filosofía moral, como una meditación sobre la propia realidad de la política concreta, sobre las propias determinaciones y limitaciones de toda política concreta, entonces una política concreta (una política de clase) de ningún modo puede constituir, creo yo, la raíz de donde brota la conciencia filosófica, aún cuando naturalmente esta raíz se abra camino históricamente a través de esa política concreta. Ni es a partir de la conciencia filosófica como llegamos a la conciencia política, en las condiciones de que hablamos.

La filosofía no es, esta es la tesis fundamental, una forma de conciencia originaria, “radical”, sino que es una forma de conciencia esencialmente refleja, es una disciplina de segundo grado, un estrato de la conciencia que brota a partir de otros estratos previos, una reflexión (entendiendo la palabra reflexión no tanto en el sentido subjetivo de meditación cuanto en el sentido histórico cultural, como reflexión sobre unas formas culturales previamente dadas). Estas formas de conciencia social previamente dadas son, pongamos por caso, la religión, la ciencia, la propia conciencia política –especialmente la conciencia política, precisamente en lo que tiene de conciencia objetiva, no subjetiva, revolucionaria–. Es a partir de estas formas de conciencia dadas, que constituyen la verdadera denotación del primum vivere, a partir de donde la propia conciencia filosófica se ha constituido históricamente (el radicalismo de la conciencia filosófica aparece en la línea del regressus y la Crítica de la Razón Pura sabe que no es posible llegar a las raíces). Y estas formas previas a la filosofía no hay que pensarlas sólo in illo tempore, en la génesis de la filosofía, sino en su propia physis: actualmente siguen sosteniéndola y dándole su contenido. No nos encontramos ante un proceso que ha ocurrido hace veinticinco siglos, se trata de un proceso que sigue ocurriendo y reproduciéndose hoy con determinaciones nuevas. Determinaciones cambiantes, dependientes de la propia transformación del modo de producción. Y es esta posición reflexiva, de segundo grado, de la filosofía aquello que hay que tener siempre presente, porque de la conciencia de esta presencia depende enteramente la conciencia de nuestra misión. Y es esta reflexión que supone esencialmente una conciencia política activa –la política ligada a los grandes imperios universales, a la ciudad y al estado, a la lucha de clases por tanto– una reflexión esencialmente crítica, realmente crítica, pero hasta el fondo. ¿Qué quiero decir con esto? Que la crítica llega hasta un fondo tal que –sin necesidad de ser llamado por ello radical– pasa por debajo de la propia política, y es la propia política la que queda en entredicho. Son las “hipótesis” de la política, del mismo modo que las hipótesis de las ciencias, aquello que la conciencia filosófica tiene que comenzar a poner realmente en cuestión.

¿Hasta qué punto la propia actividad política no es ella misma un principio de falsía, de adulación; un principio de ignorancia, un principio, para emplear la terminología que Marx empleó alguna vez, de alienación? Estas preguntas son enteramente impertinentes en un contexto político concreto, que debe progresar hacia adelante, sin posibilidad naturalmente de regresar hacia sus propias hipótesis; pero estas preguntas son absolutamente ineludibles en el contexto de la conciencia filosófica. Y otras aún: ¿Hasta qué punto la propia actividad política no es realmente el principio mismo del mal –del mal moral–? ¿Hasta qué punto la actividad política, el interés por la política, no es necesariamente bastardo? Tal era la pregunta de la filosofía epicúrea. No hay verdadera política sin una “programación” secular. Pero ¿cómo puede interesarse por la “futura generación” sinceramente quien sabe que no puede alcanzar a ver la revolución por la que sacrifica su vida? ¿Hasta qué punto, por tanto, ese interés puede ser “sincero”? ¿Hasta qué punto ese interés político no es esencialmente un mecanismo de la falsa conciencia? ¿Hasta qué punto ese interés es esencialmente un interés bastardo que está encubriendo, estoy hablando en forma problemática, de modo grandilocuente y solemne, intereses vegetativos individuales, intereses que están realmente orientados y remitidos a los intereses de la cocina y de la cosmética?

Esta crítica necesaria y siempre renovada a toda política, a toda acción política, es la que constantemente abre a la Filosofía la alternativa que solemos llamar entre nosotros gnosticismo. La verdadera sabiduría, decía Plotino, estriba en desentenderse del mundo, regresando más allá de sus miserias. El sabio no es el que se preocupa en absoluto de que haya pobres o ricos, ni le importan el saqueo de las ciudades, las matanzas o los asaltos a las mismas; el sabio está por encima de estas contingencias y sabe simplemente que debe retirarse constantemente del mundo, porque su sabiduría consiste en ser una sabiduría completamente contemplativa, especulativa, no práctica (en el sentido de la práctica mundana), aunque su practicidad tenga sentido en otro plano. La sabiduría consistirá sencillamente en esto, en saberse distanciar realmente del mundo contingente en que se vive y a refugiarse en lo que, aquél que tiene “falta de fe”, llamará vana especulación, imaginación, fantasía subjetiva, pero en lo que, visto desde dentro, aparecerá como la propia realidad, como la verdadera esencia ante la cual las demás actividades resultan ser apariencias dolorosas o venturosas (es indiferente). Ahora bien, suponemos que la forma de la conciencia gnóstica es una forma original de la conciencia filosófica. Porque la conciencia gnóstica está esencialmente orientada por estos mecanismos de regresión que presentan del modo crítico más radical posible la propia vida terrena, política. Una vida que será llamada aparencial, en nombre, o bien simplemente de una conciencia absoluta, es decir, de un Dios que piensa sobre sí mismo (y que es una autoproyección de esa conciencia gnóstica) o bien simplemente en nombre de la propia conciencia subjetiva, declarada conciencia absoluta en el sentido del gnosticismo hegeliano, es decir, en nombre del espiritualismo, cuyos motores trabajan muy cerca del escepticismo, del nihilismo, del odio a la vida y a los hombres. La misantropía, tanto como la filantropía (que es el nombre clásico de lo que hoy llamamos humanismo) está presente en la génesis de la propia conciencia filosófica.

Ahora bien, lo que quiero decir aquí es que si estas posiciones gnósticas son inaceptables, lo son en virtud de la propia crítica a esta conciencia gnóstica, lo que implica que ésta está constantemente presupuesta. Pero esta conciencia gnóstica es una negación, y la conciencia filosófica se desarrolla principalmente en tanto es la negación de esta negación. Y la negación de esta negación es precisamente el materialismo.

Decimos, con la tesis 11 sobre Feuerbach, “que es preciso transformar la realidad y no limitarnos a conocerla”. ¿En virtud de qué se invoca este dogma? Cuando se le invoca al margen de la dialéctica de la negación del gnosticismo ¿con qué fundamento se le invoca? ¿No está funcionando simplemente como una cita talmúdica? Hay que preguntar siempre, como pregunta filosófica: ¿Por qué razón es mejor transformar la realidad que conocerla, y qué quiere decir esto? ¿No es necesario sospechar lo contrario? Cuando hablamos de mejor y de peor, utilizamos un lenguaje moral. ¿Por qué no sería mejor conocer la realidad y dejarla intacta que transformarla? Particularmente, cuando la transformación debe ser discutida en cada caso, porque el concepto de “transformación de la realidad” es tan vago que puede entenderse, pongamos por caso, tanto como transformación nazi de cuerpos de judíos en jabón cuanto como transformación de la cera virgen en cirios pascuales (transformación por cierto sometida a todas las leyes de la plusvalía, a las leyes del mercado, particularmente en estos días de Semana Santa). Quien invoca el principio: “es preciso transformar la realidad” y lo demuestra citando la tesis 11 sobre Feuerbach, lo que demuestra es simplemente un espíritu clerical –y este espíritu está ampliamente extendido entre los que se llaman marxistas en España–.

Ahora bien: si efectivamente la conciencia gnóstica es el error, si es el error filosófico es un error que está en la propia génesis constante de la filosofía, será preciso llegar a sus fuentes para hacer su verdadera crítica. Pero estas fuentes son solidarias con la realidad misma de la conciencia espiritualista. Y si de este error podemos salir, salimos y hemos salido de hecho o estamos saliendo constantemente, lo será en nombre de la crítica de esa conciencia. Y la crítica de la conciencia es precisamente el materialismo, el materialismo filosófico: la crítica de la conciencia es evidente la demostración, ejercida en la inmensa mayoría de sus determinaciones que se enfrenten unas a otras, de que esa conciencia pura es la falsa conciencia. La idea de que la conciencia gnóstica encuentra en sus desarrollos “práctico-teóricos” sus propios límites es la crítica materialista. La conciencia pura fue declarada como conciencia falsa precisamente por Kant. Fue Kant quien conoció que esa conciencia pura es una conciencia falsa por cuanto su vida consiste en generar la “ilusión trascendental”. La “crítica de la razón pura” conduce directamente al materialismo, aún cuando Kant no sacase de un modo explícito esta conclusión. En nuestro contexto significa esto que la conciencia gnóstica no es subsistente, que la subsistencia es un paralogismo, que la conciencia no brota de sí misma, sino que está determinada por realidades que la envuelven, aquéllas a las que Marx se refería cuando afirmaba que el ser es anterior a la conciencia. En este sentido, la presentación de la actitud filosófica que estoy haciendo a partir de la crítica a la conciencia gnóstica, o nihilista, está, entre otras cosas, vinculada a una tradición que de ningún modo puede, creo, hacerse comenzar con el marxismo. La tesis según la cual hasta ahora (los años 40 del siglo XIX) los filósofos han querido conocer al mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo, es una tesis históricamente ambigua y tomada literalmente es errónea. La voluntad filosófica de cambiar el mundo se remite a una tradición que en otra ocasión he formulado como “implantación política de la filosofía”, y cuyo principal representante es otra vez precisamente Platón y no Aristóteles, por ejemplo.

Pero la crítica de las inagotables posiciones de la conciencia gnóstica ha de variar por lo menos tanto como varían las formas de esa misma conciencia gnóstica. ¿En qué podemos cifrar hoy esta crítica, en qué podemos cifrar esta crítica de la razón pura de nuestros días, si la concebimos como tarea propia de la filosofía profesional?

A mi juicio es una práctica. ¿Pero qué queremos decir con esto? Es una “práctica teórica”, se dice, significando que su actividad se resuelve en actos mentales, lingüísticos. Pero entonces, evidentemente, la contraposición entre práctica y teoría es muy superficial y sobre todo es ambigua (porque “Teoría” sugiere siempre actitud contemplativa, lo que no está incluido en la interpretación que acabamos de dar). Hay, sin embargo, un tipo de oposición, conocido por los clásicos, y que puede servir como criterio para analizar el componente teórico y el componente práctico de la llamada “práctica teórica”, de suerte que la distinción entre esos componentes no nos remita a contextos metafísicos: es la oposición entre el ejercicio y la representación de la propia actividad de la conciencia subjetiva. “Teoría” significaría, en las situaciones más características, algo así como la representación de una realidad que queda intacta, como el “reflejo” de una realidad que se mantiene inafectada ante la luz especulativa. La teoría es así teoría especulativa, un espejo que refleja una realidad a la que deja intacta. Entendida como representación, la conciencia filosófica sería otra vez la conciencia gnóstica. ¿Qué querríamos decir afirmando que la misión de la filosofía es representar aquello que ya existe? Podríamos decir, por ejemplo, que mediante esta representación se hace consciente lo que es inconsciente. La práctica, entendida como ejercicio, sería inconsciente; la representación, la teoría, eleva el ejercicio al plano de la conciencia. Este esquema de conexión entre los conceptos de Teoría y Práctica está muy extendido entre nosotros cuando utilizamos las expresiones de “teoría”, “práctica”, “práctica-teórica”, “teoría práctica teórica”. Cuando Malinowski, en su libro Los argonautas del Pacífico, dice que la institución del Kula, el intercambio de brazaletes y collares según unas reglas rigurosas entre los indígenas de ciertas islas polinésicas, es una práctica que inconscientemente están llevando a cabo los indígenas, y que los mismos agentes de esta práctica, el Kula, no conocen su estructura, y que es la teoría, precisamente como teoría representativa de esa práctica, la que hace consciente su ejercicio (mediante la práctica de la representación de mapas o diagramas, por ejemplo) está utilizando este esquema clásico de la representación y del ejercicio. Es una situación similar a la que tiene lugar cuando decimos que la práctica o el ejercicio de las formas del matrimonio elemental entre los Kariera, es un ejercicio inconsciente, es un desarrollo inconsciente de un conjunto de prácticas matrimoniales que están siendo después elevadas a la conciencia mediante la formalización o representación del “álgebra del parentesco”, tal como aparece en las obras de Kemeny o Thompson, &c. Estas álgebras de parentesco constituirían la representación teórica que nos hace consciente lo que está siendo ejercido de un modo inconsciente por esos salvajes que se casan según normas que, al parecer, únicamente son conscientes para los algebristas del parentesco. Pero ¿hasta qué punto puede decirse absolutamente que la teoría sea una representación consciente y que la práctica sea un ejercicio inconsciente? Evidentemente, un “ejercicio” supone a su vez otras representaciones, aunque éstas se mantengan a otro nivel del que corresponde a lo que llamamos teoría. Con lo cual la conexión entre el ejercicio y la representación incluye a su vez conexiones entre diferentes niveles de representación –y lo mismo ha de decirse de los “ejercicios”–. ¿Puede decirse, en general, que la filosofía sea una representación y qué puede querer decir esto? Una antigua tradición pone a la teoría intelectual como una “actividad inmanente”, como un ejercicio intelectual (lo que hoy llamamos “práctica teórica”). Pero entonces, ¿dónde queda aquí la representación? Si llamamos ejercicio a este representar, ya no estamos en condiciones de distinguir la teoría y la práctica mediante la oposición entre una representación en general y un ejercicio en general. Podríamos constatar que la representación no es meramente un acontecimiento mental, inmanente, subjetivo, un acto del espíritu puro que deja intacta (representándola gnósticamente) una realidad, sino que la representación es ella misma un artefacto corpóreo, material, como puedan serlo los mapas de Malinowski o los diagramas del parentesco. Las teorías comportan la fabricación de representaciones que no están dadas realmente en el interior de un espíritu, sino que están dadas en algo tan exterior como pueda serlo un libro.

Yo diría, si no temiese desbordar mucho el tiempo del que dispongo, que las relaciones que estamos estudiando entre ejercicio y representación, como modo de analizar las relaciones entre la Teoría y la Praxis, entre el conocimiento especulativo del mundo y su transformación práctica, en tanto que estas relaciones están en el fondo de la misma conciencia filosófica, son esencialmente dialécticas. Pero con esto querría significar que el ejercicio está contradiciendo una representación y que las representaciones están constantemente contradiciendo algún ejercicio. No queremos utilizar la noción de “relación dialéctica” en el vago e insulso sentido habitual. Vamos a presentar un ejemplo para ilustrar este significado: es un ejemplo “de laboratorio”, pero sólo sobre ejemplos de esta índole cabe llegar a una mínima claridad que los desarrollos ulteriores ya se encargarán de enturbiar: la determinación del límite de la función

y = (3x² - 3) / (x - 1)

cuando x tiende a 1 (valor para el cual la función es indeterminada). En este caso, no podré de ninguna manera, ejercitando la sustitución de x por 1, llegar al límite de la función. Pero si represento el valor de x por la expresión (1 + h) –en la que “h” puede tomar el valor 0– puedo, mediante unas facilísimas transformaciones, llegar a saber que el límite de esa función es para x = 1, 6. He “representado” por (1 + h) una situación de indeterminación; en ella represento este valor indeterminado mediante la relación a otra variable h, que, a su vez, puede tomar el valor 0. El valor que tenía en principio lo estoy negando para que pueda aparecérseme el límite de la función. Si (1 + h) me indica la distancia en general al valor indeterminante, para llegar a este número tengo que negar esta distancia representándola como distancia nula. Con esto realizo una “estrategia”, es decir, una práctica que me conduce a una representación que, a su vez, niega el contenido de la primera. Hay una contradicción que de ningún modo puede ser “formal”, porque con ella se arruinaría la consistencia de las matemáticas. Pero la contradicción se mantiene en el contexto de la representación y del ejercicio.

¿Habrá que decir que toda representación, toda “práctica teórica” –para seguir la terminología de Althusser– se resuelve en un “ejercicio”? Creo que no. Hay realmente un límite, a saber, el límite de la representación objetiva, en el que la representación, lejos de reducirse a la condición de acontecimiento puramente subjetivo, “gnóstico”, se nos impone como la propia realidad material que tenemos ante la conciencia y que está precisamente organizada mediante un ejercicio. “Teoría” significa aquí, entonces, no tanto la construcción subjetiva de una representación, cuanto lo representado por esa teoría, la propia realidad. Si no queremos reducir la noción de “práctica teórica” a un puro pragmatismo, es preciso concebir las teorías como ligadas a la realidad objetiva misma y esta es, a mi juicio, la esencia misma del materialismo. Si suponemos que toda teoría es producto de los intereses de clase, que toda teoría está contaminada de subjetividad, se ha arruinado completamente el materialismo. Son entonces las teorías, en cuanto teorías verdaderas, en cuanto son la realidad misma en tanto que demostrada por vía categorial, los soportes más fuertes del materialismo. En la medida en que desconectemos las conexiones de la Filosofía con las Ciencias Naturales y con las Matemáticas, estaremos otra vez recayendo en el subjetivismo, en el voluntarismo. No se trata con esto de defender que la Filosofía tenga el mismo estatuto que las ciencias particulares en cuanto teorías verdaderas. La Filosofía es una práctica, cuya materia está constituida, entre otras cosas, por las teorías a que nos hemos referido. ¿En qué términos puede “representarse”? Para volver a fórmulas que muchas veces hemos utilizado, yo diría que la práctica filosófica se reduce al tratamiento dialéctico de las Ideas, a la dialéctica de estas Ideas, en tanto brotan, no de la conciencia pura, sino de la realidad; de una realidad esencialmente política, científica, determinada por los diferentes mecanismos que se engloban en un modo de producción. Esta regresión a las Ideas nos remite a un material riquísimo, y de ningún modo agotado, porque las Ideas están ahí, aunque no queramos reconocerlo.

 Ahí están las Ideas, realizándose, haciéndose en el mismo proceso (crítico) de superación de las categorías, y, esas Ideas, que configuran la inagotable verdad de nuestra conciencia objetiva, constituyen el mundo propio del oficio filosófico. ¿Qué quiere decir “tratar con las Ideas”? Por de pronto, extraerlas de las prácticas, representarlas. El análisis de estas Ideas es una análisis esencialmente crítico, de un modo muy preciso (cuando la palabra “crítica” no se determina, no significa nada). Es crítica, entre otras cosas, en tanto trata de extraer o despegar constantemente de sus realizaciones concretas a las Ideas, que tienen que volver de nuevo a sus realizaciones, porque en sí mismas son vacías.

Este análisis continuo de las Ideas, en el que consiste la dialéctica, según la concepción platónica, es un análisis dialéctico, entre otras cosas, porque va orientado, principal y sistemáticamente, a la determinación de las identidades y de las contradicciones que las propias realizaciones de las Ideas introducen. Estas identidades y contradicciones son precisamente aquello que desborda las determinaciones categoriales de las Ideas. Porque las contradicciones son contradicciones reales efectivas, pero dadas siempre como realizaciones de Ideas que desbordan precisamente las categorías. Si decimos que “la contradicción propia del modo de producción capitalista consiste en que cada modo de producción lleva en sí mismo el germen de su disolución”, estamos ofreciendo un tipo de formulación ideológica, metafísica, y absolutamente fantástica, en la medida en que nos movemos en el plano de la Idea pura de modo de producción. Si precisamos: “la contradicción fundamental del modo de producción capitalista es la relación que media entre el aumento de la masa de valores productivos y la disminución de la tasa de ganancia”, no por ello ha desaparecido la tarea filosófica. Antes bien, la contradicción categorial, que en esta fórmula (salva veritate) está presupuesta, está mediada por la idea misma de “Programa de producción capitalista”, que tiene como motor específico al provecho, a la ganancia. Pero este motor no puede reducirse a la condición de un mecanismo subjetivo o psicológico, a una supuesta “tendencia de la naturaleza humana”. Pero entonces ¿por qué hablar de contradicción? ¿Hay aquí más contradicción que la que podamos reconocer en el proceso de disminución de la aceleración de un cuerpo lanzado hacia arriba a medida, precisamente, que va alcanzando mayor altura? Los conceptos económicos categoriales (tales como la relación entre tasas de ganancia e incremento de valores producidos) están mediados, en cuanto se muestran como contradictorios, por ideas tales como subjetividad y objetividad (a su vez determinadas histórico culturalmente) como contradicción formal y contradicción material (realizadas a su vez en otras categorías con las cuales confluye la categoría económica). Para aclarar este juego que tiene lugar entre Ideas y categorías recurriríamos a otro ejemplo “de laboratorio”. Porque entre las ideas de identidad, más trabajadas en nuestros días, se encuentra la Idea de homomorfismo. Si representamos aquí:

figura I

un conjunto α y a su derecha un conjunto β de imágenes, si decimos que además de la aplicación f hay unas operaciones, g y h, tales que “trabajando por verticales” pueda obtener g (x₁, x₂), h [f (x₁), f (x₂)], de suerte que aplicando la regla horizontal, obtenga f [g(x₁, x₂)] y aplicando la operación vertical obtenga h [f(x₁), f(x₂)], habré construido la idea de un morfismo, que se nos presenta aquí como una identidad sintética, que enlaza las fórmulas inscritas a los lados de la diagonal. Ahora bien, esta idea de homomorfismo: h [f(x₁), f(x₂)] = f [g(x₁, x₂)], no es ningún homomorfismo categorial, y en sí misma es absolutamente vacía. (Nos encontramos al mismo nivel en el que nos mantendríamos si hablásemos de la Idea de “modo de producción” como nexo entre base y superestructura.) Será preciso, para desarrollar esta Idea de homomorfismo, descender a un campo categorial concreto como pueda serlo el campo de los números naturales, al cual se supone referida la figura II:

figura II

Las operaciones g y h se determinan categorialmente como adición y producto de naturales. Por lo que 2(x₁+x₂) confluirá, por identidad sintética con 2(x₁) × 2(x₂), pero en virtud de motivos materiales concretos de índole categorial. Diríamos que la Idea de homomorfismo representada en la Figura I no es en sí otra cosa sino un esquema de identidad que requiere realizarse en alguna categoría; pero no se agota en ésta, porque precisamente en ella es donde realizamos una Idea que la desborda. Este ejemplo muestra con claridad el plano en que pensamos se mueve la Filosofía (el plano de la Idea lógico material de confluencia o identidad sintética) y el plano en que se mueve una ciencia categorial (el concepto de un isomorfismo entre clases de números naturales compuestos según ciertas operaciones) así como sus conexiones dialécticas.

Las Ideas brotan de una experiencia, la desbordan, pero vuelven constantemente a ella. No es, pues, a la filosofía a la que se le debe pedir la excitación de un interés científico, político, o en general de cualquier impulso viviente: estos se dan como presupuestos. La misma racionalidad de la conciencia filosófica está determinada por el curso mismo de los procesos sociales e histórico culturales, y es un episodio del desarrollo de estas corrientes. Y si la disciplina filosófica tiene una dirección característica es porque las heterogéneas experiencias de las cuales brotan arrojan Ideas objetivas, que desbordan cada una de sus partes y requieren el punto de vista de la verdad. Si la disciplina filosófica es una práctica se debe a que no se reduce a ser una disciplina de Ideas abstractas, sino al mismo tiempo una “geometría” de las propias representaciones de los ciudadanos, una pedagogía. La importancia que se otorgue a la disciplina filosófica depende enteramente de la importancia que se dé a la formación de la conciencia verdadera en la dialéctica misma de la vida pública, y esto aún teniendo en cuenta que esta conciencia verdadera no brota de la mera disciplina filosófica. En realidad, sólo en el socialismo puede la disciplina filosófica alcanzar su auténtica dimensión práctica, precisamente cuando la disciplina filosófica ha logrado desprenderse de las limitaciones que impone a la conciencia la lucha de clases. En todo caso, lo que querríamos decir para terminar, es esto: que un socialismo concebido como una situación en la cual la disciplina filosófica ha de considerarse como inútil o imposible será siempre muy distinto de un socialismo concebido como solidario de la filosofía. Por ello, no cabe, sin más, juzgar (políticamente) la cuestión de la filosofía como una cuestión marginal, secundaria en la edificación del socialismo –porque con esta consideración se estará ya ingenuamente escogiendo un tipo determinado de socialismo, cuyas ventajas no se trata ahora de discutir. Un activismo político que nada quiere saber de la disciplina filosófica –o, lo que es lo mismo, una práctica filosófica que quiere identificarse con este activismo– prefigura un “socialismo subjetivo”, edificado sobre el anhelo subjetivo de felicidad, aunque sea la felicidad para todos, la justicia de los “consumidores satisfechos”. Pero la disciplina filosófica precisamente no se constituye como movida por ese anhelo de felicidad, ni siquiera por un anhelo de justicia (que, en todo caso, brota de fuentes distintas y previas a la conciencia filosófica, aunque después se vincule necesariamente con ella), sino por una voluntad de verdad. Si el filósofo odia al explotador, no es en tanto que formalmente es explotador, sino en tanto que su conciencia es una falsa conciencia; y si desprecia al que deja explotarse, es porque su conformismo es también una falsa conciencia; y si le resulta repulsiva la felicidad del místico o la del pequeño burgués es porque esa felicidad es una forma refinada de falsedad, de estupidez. Y así como del sacerdote decimos que, al perder la luz de la fe, ha perdido la razón de su oficio, así también diremos de los filósofos que al perder la pasión por lo verdadero, al perder la rigurosa voluntad de distinguir en todo momento lo que es verdadero y lo que es falso, lo que es evidente y lo que es obscuro –aunque sea en nombre de la justicia o de la felicidad– han perdido su razón de ser, porque han perdido la disciplina filosófica.

[ El sábado 22 de marzo de 1975 comenzó en la Facultad de Filosofía y Letras (Plaza de Feijoo) de Oviedo, el XII Congreso de Filósofos Jóvenes. En la mañana del domingo 23 de marzo intervino Bueno, quien no reexpuso las cuestiones preparatorias que ya se habían publicado en enero, y de nuevo en febrero –Teoría & Praxis. Veinte cuestiones cara al XII Congreso de Filósofos Jóvenes–, repartidas a los asistentes, sino que ofreció una intervención ajustada, en buena medida, al tenor de los asuntos que ya se habían ido tratando y discutiendo el día anterior. Esa exposición fue grabada magnetofónicamente y transcrita en un documento mecanografiado de 23 páginas, que, revisado por el autor, se transformó en un original mecanografiado de 23 páginas, cuyo texto fue incorporado en 1977 al libro Teoría y Praxis, Fernando Torres editor (Serie Interdisciplinar 45), Valencia 1977, páginas 45-72. La presente versión sigue ese original enviado a la editorial, y se ha compulsado con la versión impresa, en la que se han advertido la falta de tres palabras en la página 46, línea 13 desde abajo; el salto de una línea de texto en la página 47, línea 18; y otras erratas menores. Se ha respetado la letra cursiva en las frases que en el original figuran subrayadas, pero que no siempre van en cursiva en la edición de 1977. Gustavo Bueno tuvo que ausentarse del Congreso tras el coloquio de esta intervención, al ser informado de que Gustavo Bueno Arnedillo acababa de fallecer en Madrid. ]