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Gustavo Bueno

El lugar de la Filosofía en el saber actual

[ abril 1974 ]

El lugar de la Filosofía en el saber actual

§ 1. Planteamiento “histórico” y planteamiento “sistemático” del tema del lugar de la Filosofía en el saber actual.
Opción por el segundo término de la alternativa.

§ 2. La Filosofía en el contexto de la distinción “Base/Supraestructura”.
Confrontación de esta distinción con la doctrina de las categorías culturales.

§ 3. Revisión de algunos esquemas reduccionistas:

a) Sociologismo: La Filosofía como Ideología

b) Reducción de Filosofía a Religión

c) Reducción de Filosofía a Ciencia.

§ 4. Los esquemas de “absorción”.

§ 5. La Filosofía en su conexión con el saber actual.

a) Con los saberes científicos. Las ciencias categoriales como ámbito de la Filosofía actual. Análisis de algunas cuestiones científicas actuales que amplían el campo de la reflexión filosófica tradicional.

b) Con los saberes políticos. El saber político como “ámbito” de la Filosofía actual.

§ 6. Las funciones de la Filosofía. Distinción entre “intelectual” y “filósofo”.

Puntos que podrían ser debatidos en el coloquio

1. ¿Qué criterios pueden utilizarse para la distinción entre Filosofía e Ideología?

2. ¿No debe reducirse la Filosofía de la Ciencia a una “ciencia” de la ciencia?

3. ¿Caben especialidades dentro de la Filosofía?

4. ¿Qué puede significar neutralidad en Filosofía?

5. ¿Tendría sentido el proyecto de fijar una lista de “Ideas” que merecieran la consideración de “primeras” en cuanto a la necesidad de su análisis filosófico en la España actual?

6. ¿Cuáles son las funciones que cabe atribuir a las Sociedades de filósofos?

 
§ 1
Planteamiento “histórico” y planteamiento “sistemático” del tema del lugar de la Filosofía en el saber actual

El tema que los organizadores de estas Jornadas me han propuesto, enfrenta, a la vez que vincula (por medio del concepto de “lugar”) dos términos –“Filosofía” y “Saber actual”– que arrastran, a su vez, a respectivos contextos también dialécticamente enfrentados (a la vez que vinculados): el contexto histórico (necesario, presuponemos, para determinar la naturaleza de la Filosofía, en sentido estricto) y el contexto sistemático (único que nos parece adecuado para mantener la noción de “saber actual”, como noción práctico—sistemática).

Examinaremos sucesivamente los tres núcleos en torno a los cuales parece estar organizado el tema que los promotores de estas Jornadas me han propuesto.

 
I. Ante todo, unas reflexiones sobre el “lugar”

Preguntar por el “lugar” de la Filosofía es ya presuponer que la Filosofía no es utópica, pero tampoco ubicua. Es presuponer que la Filosofía está en algún lugar –no es utópica– pero no está en todos los lugares –no es ubicua. “Lugar” es, en nuestro asunto, una metáfora tomada del lenguaje espacial, natural o cultural –el lugar de la Tierra en el sistema solar, o un “lugar” de la Mancha. Como tal metáfora debe conservar analógicamente las características del sentido directo. “Lugar” de un cuerpo, según la noción aristotélica, es la primera superficie inmóvil que lo envuelve, y esa primera superficie está, a su vez, incluida en una multiplicidad de cuerpos envolventes que se toman como puntos de referencia, porque por ellos han de pasar los ejes de los sistemas de coordenadas (sistemas que, a su vez, pueden ser diversos, aunque con posibilidad de transformaciones mutuas). El “lugar” de un cuerpo (supongámoslo esférico) tiene siempre dos momentos rigurosamente correlativos (dos momentos distintos pero necesariamente unidos, por “sinexión”): el momento del contenido (lo convexo) y el momento del continente (lo cóncavo, en el cuerpo de nuestro ejemplo). Si estos momentos desaparecen –por ejemplo, al hacerse el cuerpo muy pequeño o al hacerse tan grande que ya no esté envuelto por otro– desaparece el “lugar” del cuerpo.

A. Por lo que se refiere al “continente”: la exigencia de asignar un “lugar” a la Filosofía

a) excluye, ante todo, a aquellas conceptuaciones de la misma en las que se utilizan conceptos omniabarcantes tales como “Ser”, “Conocimiento”, “Realidad”, “Causas primeras” –como cuando se dice que la Filosofía es el conocimiento del Ser, o cosas por el estilo. Estas autoconcepciones que tantos filósofos emplean –situándose en el “punto de vista” de Dios– hacen imposible la asignación de lugar, la hacen utópica y extravagante, pues sugieren que la Filosofía brotase de la naturaleza humana –ucrónica– preguntándose por los “enigmas eternos” del Ser-utópico (Aristóteles, Met. 920). Y estas autoconcepciones que desde el interior de la conciencia (gnóstica) alcanzan algunos filósofos, se encuentran brutalmente desmentidas cuando desde fuera (desde la religión, desde la política, desde el arte, desde la ciencia...) la Filosofía aparece ocupando un lugar muy preciso. Pero la Filosofía, en cuanto crítica de la razón, tiene que conocer, desde su “dentro” este “fuera”, es decir, estas determinaciones que la “localizan”. Por ello, la pregunta por el “lugar” de la Filosofía es una pregunta crítica.

b) incluye conceptuaciones formuladas en términos “culturales” –“religión”, “actividad política”, “arte”, &c. &c.– mejor que conceptuaciones formadas en términos metafísicos (“Ser”, “Realidad”, &c., &c.).

La Filosofía, en resolución, no es un saber radical –la conciencia filosófica es siempre una conciencia de segundo o enésimo grado–; presupone otras formas de conciencia que la envuelven, un ámbito (de ambire = rodear). La conciencia pura de Husserl, la conciencia radical, es siempre, para la Filosofía crítica, una conciencia límite. La conciencia filosófica (tras la “crítica de la razón pura”, que identificamos con la conciencia “gnóstica”) sabe que ella está políticamente implantada y que está siempre en algún lugar, aunque, desde él, quiera llegar a todos los restantes.

[faltan los folios 3 y 4 de la copia mecanografiada disponible.]

en los planes de estudio del pasado y del presente (un presente que es, en cuanto se le considera como un hechoquaestio facti– un episodio más del campo considerado por la sociología histórica).

b) Y, sobre todo, nos inclina a reducir el contenido de la filosofía actual al plano de la Historia de la Filosofía –como si el saber específico del profesor de Filosofía (del “especialista en Filosofía”) fuese ciertamente un “conocimiento de la historia artesanal” del propio oficio (que se supone ya desvanecido). Según esto, aquello que el filósofo especialista sabría, como contenido sustantivo de su especialidad, sería Historia de la Filosofía (un filósofo profesional será aquel que sabe de Platón, de Suárez o de Hegel). El filósofo profesional quedará así –para mal o para bien– clasificado como filólogo.

Ahora bien: aunque muchos profesores de Filosofía acepten con gusto el “lugar” filológico, es preciso reconocer que semejante localización es incompatible con el contenido mismo específico de tal filología. La Filología está, desde luego, incorporada en el oficio filosófico –pero este se resiste a reducirse a la estricta filología, y ello en virtud de la pretensión interna de las peculiares Ideas con las cuales el filólogo-filósofo está en contacto; porque tales Ideas piden precisamente su “actualización” en el presente. No se trata, pues, de negar la perspectiva histórica; se trata de constatar su oposición dialéctica a la perspectiva “sistemática” del Presente (del “Saber actual”). La Historia corroe muchas veces al Presente: pocos sistemas de Gobierno pueden soportar su Historia verdadera. Tienen que inventarla, y así lo hacen. La oposición entre Historia y Sistema –o bien, otras oposiciones parecidas: Génesis y Estructura–, no pueden ser disimuladas como proyectos “armonizadores”  (“Historia como sistema”). Es una oposición dialéctica, y, en su contenido práctico, está envuelta precisamente la oposición entre el ordo facti (Historia) y el ordo iuris (sistema). No se trata de eliminar la Historia –puesto que la Filosofía, en su sentido estricto, parte de ella– sino de rebasarla, de hacerla presente. No tratamos tanto de establecer históricamente el lugar de la Filosofía, como quaestio facti, sino de establecerla sistemáticamente, como quaestio iuris (desde “dentro”, aunque partiendo desde el “fuera”).

 
III. Planteamiento sistemático del tema del “lugar”

En la medida en que, como acabo de decir, el lugar sistemático de la Filosofía no puede ser “deducido” de su “Idea pura”, es preciso partir constantemente de la Historia, pero en tanto en cuanto ella sea rebasada en múltiples desarrollos dialécticos. No se trata aquí de agotarlos; simplemente indicamos los que nos parecen más perentorios.

a) La Filosofía, en la que estamos profesionalmente, está cultivada por nosotros en virtud de un interés subjetivo (una “vocación”). Pero este interés subjetivo es, con toda su fuerza, una apariencia –en este campo de apariencias, sin embargo totalmente reales, se mueven los argumentos de Feyerabend en defensa del “anarquismo” científico–, una quaestio facti, que solo cobra importancia cuando se manifieste su inserción en realidades “envolventes” más poderosas. Es el primum vivere en el que está implantada toda filosofía –y esa vida es, ante todo, una vida política. No se trata de ver las cosas como si la Política fuese la “conclusión práctica” de la Filosofía especulativa, su “fruto”. Más bien el proceso es inverso: tan solo cuando las fuentes de la vida siguen manando, la conciencia filosófica puede remontar el nihilismo.

b) Suponemos que la Filosofía del presente es la Filosofía materialista. Pero la Historia de la Filosofía es, en gran medida, la Historia del espiritualismo, del monismo, del gnosticismo. El planteamiento sistemático nos impone reinterpretar esta historia de hecho desde la perspectiva de lo que suponemos es el derecho. No precisamente por una aplicación exclusiva del esquema del “inconsciente” (el cartesianismo es materialismo inconsciente), sino reconociendo que el materialismo solo puede tomar conciencia de sí mismo en su oposición a la conciencia no materialista que, por tanto, pertenece también, internamente, a la Historia de la Filosofía.

c) Por último, nuestra realidad como cultivadores de la Filosofía en sentido estricto (profesional) está ligada a una superestructura burocrática –principalmente, a la facticidad de un plan de estudios–. Pero solo en la medida en que esta “filosofía de profesores” pueda remontar su marco puramente burocrático –acaso, muchas veces, sin necesidad de salirse de él, cuando, desde los propios cauces burocráticos consigue tomar contacto con las fuentes “básicas” de la vida– logrará reivindicar constantemente su “lugar” sistemático en el “ordo iuris” de un “Espíritu objetivo viviente” –que no se deja reducir a la contingencia de una simple situación administrativa (aunque tiene que pasar por ella).

La pregunta por el “lugar sistemático” de la Filosofía, desde las coordenadas del materialismo histórico, toma, en consecuencia, la forma de la pregunta por el lugar de la Filosofía por respecto a los miembros de la oposición “Base” y “Superestructura”.

 
§ 2
La Filosofía en el contexto de la distinción “Base/Supraestructura”
Confrontación de esta distinción con la doctrina de las categorías culturales

La Filosofía, como institución cultural (la Filosofía en sentido estricto) ¿es una parte de la superestructura (del “sistema feudal”, del “sistema capitalista”, del “sistema socialista”) o bien es básica? ¿O acaso pertenece a ambas divisiones a la vez, es decir, no se reduce, en exclusiva, a ninguna de ellas?

Mi objetivo, al tratar ahora este tema, no es otro sino llamar la atención sobre la fuerte tendencia existente a sobreentender la oposición Base/Supraestructura en un sentido metafísico, cuasi mitológico (y esto precisamente por parte de muchos que se creen situados, cuando utilizan esta distinción, en el núcleo mismo de la sabiduría materialista). La metafísica aparece, en efecto, tan pronto como el concepto de “Base” se utiliza sustancialísticamente, cuando se le dota de una unidad interna teleológica y autónoma sobre la cual se apoyan, como excrecencias ornamentales, las Superestructuras (a las cuales puede incluso reconocérseles la capacidad de “reaccionar” sobre la “Base”). Su versión estándar más simplificada es la siguiente: “Las sociedades humanas se mueven históricamente por necesidades biológicas (entendidas, de hecho, como necesidades primarias, genéricas); el modo de producción, en su  parte básica, es la organización particular que provee a esas necesidades y cuando las necesidades básicas están cubiertas, entonces es posible la aparición de las superestructuras (entre las cuales habría que contar, desde luego, a la Filosofía).”

Esta versión puede parecer una caricatura muy grosera que muy pocos estarían dispuestos a asumir. Pero el sentido de mi tesis es este: Que, sin embargo, esta versión es la que efectivamente está operando de hecho (in actu exercito) en muchos teóricos y prácticos de la Revolución. Citaré el esquema del “excedente” de Gordon Childe. La interpretación metafísica del concepto de “Base” desemboca prácticamente en el economicismo –es decir, en la teoría que considera rellenada la región de la “Base” con la categoría económica (las otras categorías se repartirían la región de la “Superestructura”).

La interpretación que llamamos metafísica de la “Base” tiene una gran semejanza gnoseológica con el Psicoanálisis de Freud (en lo que tiene de más mitológico): a la “Base” corresponde la “Libido”; la “Sublimación” corresponde a la “Superestructura”. Hay un finalismo asociado a la “Base”, como hay un finalismo asociado a la “Libido”. El Psicoanálisis conoce este finalismo por debajo de las sublimaciones; el “socioanálisis” conoce el verdadero finalismo histórico por debajo de las supraestructuras. No se trata de cuestiones meramente especulativas: la misma concepción de la revolución (como concepción terapéutica) está implicada en ellas. La Revolución se entenderá en términos económicos y se sobreentenderá que el traspaso de los medios de producción a la “mayoría” social producirá ex opere operato un cambio  de superestructura: caerá la antigua –por ejemplo, caerá la religión, sin necesidad de atacarla (se olvida que el repliegue de las formaciones religiosas en la U.R.S.S. solo puede explicarse como consecuencia de una política pedagógica continuada)– y florecerá una nueva (por ejemplo, un lenguaje universal previsto por Marr) como expresión (“reflejo”) directo de la nueva sociedad socialista.

No ignoramos la importancia crítica de este concepto metafísico de la “Base” y de la “Supraestructura” –en sus funciones corrosivas de la metafísica espiritualista (la metafísica teológica, providencialista, de la Historia)– ni tampoco olvidamos que por medio de él se recogen hechos de primera importancia (la dependencia efectiva de las formaciones culturales respecto de la legalidad económica). Pero estos “hechos” son interpretados torcidamente. Es evidente que si se desmorona el armazón metálico de una casa moderna, se desplomará también toda la “superestructura” del edificio, pero no es tan evidente que la construcción del armazón metálico sea (salvo para el metalúrgico) el fin principal que guía la edificación de la casa.

El concepto de “Base” no es un concepto que deba sustancializarse, ni la “superestructura” procede de un “excedente” (que brota, en el principio, cuando las “necesidades primarias” están cubiertas). Marx no formuló con claridad estas cuestiones –pero evidentemente insistió en el concepto de “necesidades históricas”. De la misma manera, la Idea de  “Producción” –y, por tanto, el concepto de “modo de producción”– no se agota en su reducción tecnológica, a saber, en el concepto de “fabricación”, y no por otra razón sino porque el concepto de fabricación supone ya dadas ciertas coordenadas (fabricación de un nuevo modelo de automóvil, supuesta ya la estructura de un mercado de automóviles) que el concepto, más profundo, de supraestructura no puede presuponer (las mismas “coordenadas” tienen un momento supraestructural). La “región básica” no es una región autónoma (economicismo), sencillamente por el motivo de que la categoría económica está entretejida con las restantes categorías culturales. Toda categoría tiene un momento básico y un momento supraestructural: la economía es una categoría cerrada, pero categorialmente, no sustancialmente. Las mismas categorías lingüísticas tienen un significado básico –el lenguaje nacional no es una formación meramente supraestructural: tal es el sentido de la polémica de Stalin con los “marristas”. La Idea de “base” adquiere su verdadera importancia en cuanto nexo entre la “realidad natural” y la “realidad cultural”, pero de aquí no se sigue que la “base económica” sea un sustrato previo al proceso cultural; se constituye en el propio proceso y, por ello, podría compararse al esqueleto de los vertebrados, que, sosteniendo sus organismos, sin embargo no los precede sino que, en cierto modo, se constituye embriológicamente en el seno del proceso global. Además, el concepto de supraestructura puede utilizarse en un contexto crítico, en el contexto de la comparación entre las sucesivas fases del desarrollo de un modo de producción, y no en el contexto de la comparación con la propia base (sentido positivo de supraestructura).

Entendemos que la Filosofía no es una formación superestructural, en el sentido negativo (crítico) que puede tener este concepto. Hay componentes superestructurales, incluso en el sentido negativo (en este caso, ideológico) en la filosofía histórica; pero ello no nos autoriza a extender esta consideración a la filosofía  en su totalidad. Esta extensión no sería otra cosa sino el resultado de una grosera confusión de los diferentes contextos (negativo y positivo) de la noción misma de superestructura. Por el contrario, sería urgente analizar los componentes básicos que pasan por la misma institución filosófica, en tanto que asociada a los lenguajes nacionales y a la propia vida política.

 
§ 3
Revisión de algunos esquemas reduccionistas

El “lugar” que hemos atribuido a la Filosofía en el sistema de coordenadas compuesto por las Ideas de “Base” y de “Supraestructura” no determina el lugar que a la Filosofía corresponde en el conjunto de las categorías culturales (religiosas, científicas, sociológicas, políticas, &c., &c.), dado que suponemos que estas categorías tienen un aspecto supraestructural y un aspecto básico. Se trata de llamar aquí solamente la atención sobre este hecho: que la pregunta por el “lugar” de la Filosofía es sobreentendida muy frecuentemente como pregunta por una categoría cultural a la cual deba reducirse la Filosofía. Preguntar por el “lugar” de la filosofía es entonces preguntar por el “alvéolo” que en alguna categoría cultural debe existir para que en él se aloje la institución filosófica.

Es muy común (desde el positivismo clásico) la tendencia a buscar ese alvéolo en el seno de las categorías científicas. La Filosofía se reducirá entonces a la ciencia: o bien como ciencia embrionaria, o bien como teoría de la ciencia, o como instituto “interdepartamental” (interdisciplinar) a quien se le encomendase el tratamiento de las cuestiones más oscuras que, en cada momento histórico, brotan del seno de cada ciencia; pero en tanto en cuanto precisamente el tratamiento de estas cuestiones va orientado a resolverse en ciencia futura (que, a su vez, generará nuevos problemas filosóficos para el Instituto suprafacultativo).

No se trata, por mi parte, de negar estas tareas a la Filosofía institucional, sino de negar que las tareas de la Filosofía académica puedan ser reducidas a esto, porque esta reducción equivaldría a mutilar las funciones seguramente más esenciales que le corresponden a la Filosofía en el conjunto del proceso real –a saber, las funciones “políticas” (pedagógicas). El “lugar” de la Filosofía no hay que situarlo tanto en la proximidad de las ciencias (proximidad que no se niega) cuanto en la proximidad de la vida pública; el profesor de Filosofía –cuyo público es, en principio, la totalidad de la Nación– no está instituido para colaborar a la formación de nuevas doctrinas científicas sino para (presuponiendo, en lo posible, estas doctrinas), colaborar a la formación de los ciudadanos libres de una sociedad democrática. Ni siquiera debe pensarse que el profesor de Filosofía general tiene como misión esencial colaborar al desarrollo de nuevas doctrinas filosóficas: su misión podría equipararse, más bien, a la misión del médico, misión que tampoco se confunde con la del científico –v. gr., la del fisiólogo– y que, en cierto modo, está subordinada prácticamente a la de aquel.

El principal objetivo que, en este contexto, podría asignársele al Profesor de Filosofía sería el de la “formación del juicio” de sus alumnos, mediante la teoría y la práctica de la argumentación. Porque la argumentación no solamente incluye el manejo de las reglas lógico formales, sino también el conocimiento de los tópicos más generales de referencia –y estos tópicos aparecen, precisamente, “codificados” en los grandes sistemas filosóficos, en las cuestiones clásicas en torno a las Ideas tales como “Causa”, “Libertad”, “Personalidad”, “Estructura”, “Clase”, &c., &c.–.

Supongo que uno de los motivos más importantes de la “crisis” de la Filosofía en el Bachillerato –una vez que se ha desplomado, como núcleo de la enseñanza, el sistema escolástico (entendido ideológicamente como un “cuerpo de verdades” científicamente transmisibles, al mismo nivel en que se transmite la Geometría o la Química)– es el desconocimiento práctico, por parte de tantos profesores de Filosofía, de la misión “clínica” –“medicina del alma”– que tienen siempre abierta por medio de su acción pedagógica. El desconocimiento de esta misión fundamental les empujaría a asumir otras misiones subsidiarias (aunque sean importantes), tales como la de “historiadores de la Filosofía” (filólogos) o la de vulgarizadores de algunas materias científicas poco representadas en los programas del Bachillerato (teoría de la Evolución, Antropología cultural, teoría de la relatividad…). Y, evidentemente, una acción pedagógica orientada a la “formación del juicio”, no puede tener como núcleo la lección o exposición del tema (siempre indispensable) sino la discusión, el debate dirigido entre los alumnos organizados en grupos de trabajo.

La Filosofía no se reduce a la ciencia –ni la enseñanza de la Filosofía se reduce a la enseñanza de un cuerpo de doctrina– pero tampoco se reduce a las categorías sociológicas en las cuales, desde luego, se soporta. El sociologismo es, sin embargo, una de las más actuales tentaciones de quienes teorizan en torno a la Filosofía: baste recordar los nombres de G. Thomson, B. Farrington, L. Goldmann, J. P. Vernant. ¿Acaso el “sistema” de Anaximandro puede ser reducido –como sugiere Vernant– a la condición de un reflejo de la Polis, de manera que el lugar central cósmico sea una suerte de alegoría del ágora? ¿Acaso la filosofía clásica alemana puede reducirse al reflejo mental que la gran revolución burguesa alcanzó en la burguesía “aplastada en Westfalia” (Kant es la Convención; Fichte es el Jacobinismo; Hegel es el Imperio)? Sin duda estas conexiones son reales. Pero ¿cuál es su alcance?

 
§ 4
Los esquemas de “absorción”

No tratamos, en modo alguno, de negar la necesidad de las reducciones de las Ideas filosóficas –y en particular, de las reducciones sociológicas– sino de considerarlas como un episodio indispensable de un proceso más amplio. Este proceso (dialéctico) consta de un regressus (realizado por los esquemas de reducción) y de un progressus (en el cual ejercerían su papel los que llamamos “esquemas de absorción”). Según esto, la determinación del “lugar” de la Filosofía con el auxilio exclusivo de los esquemas reduccionistas es insuficiente y por completo engañosa: es preciso dialectizar la propia reducción, por medio de los esquemas de absorción.

La teoría de los esquemas de absorción es un desarrollo de la tesis de la inmanencia de las Ideas (como Ideas objetivas, no subjetivas) a sus realizaciones categoriales (científicas, sociológicas, &c.). La Idea de sustancia no nos remite a un orden metafísico, sino a un orden cotidiano, porque solo se desarrolla realizada en los centros de los rectángulos que giran, en los invariantes de las masas que se desplazan, en los individuos de la ciudad cuyos votos se recuentan. Precisamente por esto, el desarrollo de las ciencias o de la política no constituye un motivo de “contracción” del campo de la Filosofía, sino precisamente el cauce de su natural desarrollo, en tanto que este desarrollo depende del desarrollo de las mismas Ideas objetivas, del desarrollo (dialéctico) del mundo. Los esquemas de reducción muestran la dependencia de las Ideas respecto de sus determinaciones; los esquemas de absorción muestran la dependencia de cada una de estas determinaciones por respecto de las Ideas.

Que los esquemas generales de articulación de las Ideas filosóficas deban ser esquemas de absorción no quiere decir, sin embargo, que solamente a las Ideas filosóficas les sean aplicables estos esquemas. Precisamente por ello podemos ilustrar el concepto de “esquema de absorción” positivizándolo, “realizando” la misma Idea de absorción.

Construimos, a este efecto, como paradigma categorial del concepto de esquema de absorción, el que llamaremos “esquema de los cinco dedos”. Los cinco dedos de las manos humanas –una resultante de estructuras biológicas arcaicas relacionadas, al parecer, con la pentadactilia de las estrellas marinas– son evidentemente la base ideogenética de nuestra numeración decimal. Pero no por ello cabe aplicar los esquemas reductivistas, que en este caso conducirían necesariamente a conclusiones tan asombrosas como las siguientes: el sistema decimal es un reflejo de la pentadactilia, no es otra cosa sino el emblema de la manipulación con dedos; algo así como si al calcular en el sistema decimal no hiciéramos otra cosa que mover unos dedos intencionales (“interiorizados”). Porque los números decimales, sin perjuicio de que en muchos aspectos conserven la inequívoca huella causal de su origen –como ocurre con la numeración romana (I, II, III, IIII, V) que frenó, por cierto, el desarrollo de la Aritmética– no son meramente símbolos o emblemas (alegorías) de los dedos humanos (números dígitos) sino, por el contrario, son los propios dedos humanos casos particulares de los números decimalmente organizados. La relación entre dedos y símbolos decimales no es, en resolución, una relación emblemática (alegórica), sino una relación autonímica. Sin duda, el sistema decimal procede de un modo necesario (con necesidad psicológica) de la mano humana, pero este sistema rebasa las determinaciones de las cuales necesariamente procede y las reduce a la condición de un objeto de su extensión, de un caso particular y hasta accidental: los cinco dedos quedan absorbidos en el conjunto de los conjuntos conceptuados por el sistema decimal. El rebasamiento no es, por lo demás, necesariamente un proceso espontáneo, como si la determinación pentadactílica hubiera sido tan solo un pretexto empírico, una ocasión para que el “Entendimiento Agente” se hubiera “elevado” a la Idea. El tránsito es interno, es decir, derivado del desarrollo de las mismas operaciones digitales de tal modo reiteradas que desbordan el campo de los mismos números dígitos.

Apliquemos el “esquema de los cinco dedos” al campo de las Ideas ontológicas para estudiar el juego que atribuimos a los esquemas de absorción.

1. Las Esencias platónicas son, evidentemente, una de las primeras Ideas ontológicas “acuñadas” por la filosofía académica. Estas Ideas no han llegado a la conciencia filosófica en virtud de una intuición transuránica, asociada místicamente a esta conciencia. Proceden de fuentes terrenas muy precisas, por ejemplo, de las monedas acuñadas que se popularizaron en Grecia a partir del siglo VI a. C. Estas monedas acuñadas son ya una Idea objetiva universal. Podríamos decir, según esto, que las Esencias platónicas son monedas acuñadas idealizadas: el cuño es el paradigma, la forma, que se imprime en la materia por sigilación. (Las disputas de los economistas antiguos –¿reside el valor de la moneda en la materia o en el cuño?– son isomorfas con las disputas de los escolásticos en torno a los universales.) Pero, ¿significa este reconocimiento la reducción de la teoría de las Esencias platónicas a la condición de un reflejo de una cierta economía monetaria, o más bien la absorción de las monedas acuñadas a la condición de objetos o determinaciones de la ontología esencial?

2. La ontología matricial podría hacerse derivar, no ya de la genial invención especulativa de algún filósofo matemático, cuanto de las Ideas objetivas realizadas en el arte de tejer o, antes aún, en las técnicas de cestería. Pero ¿significa esto que habría que reducir la ontología matricial a la condición de un emblema textil y los “enrejillados” de Sylvester o Cayley a una prolongación inconsciente de las prácticas del telar o de la cestería? Sería el arte de tejer aquel que realiza una cierta ontología constitutiva del mundo de ciertas culturas.

3. La tabla de categorías de Aristóteles seguramente que no fue obtenida tras una genial inspección del Universo mediante la cual Aristóteles, con mirada de águila, hubiese conocido el censo de categorías del Universo advirtiendo que precisamente había sustancia, cantidad, cualidad… hábito (en el sentido precisamente de “traje”). Sospechamos que Aristóteles tuvo como modelo la lista de preguntas que en el derecho procesal griego se aplicaban a un reo o a un testigo para “identificarle” (“¿quién eres?” - sustancia; “¿dónde estabas cuando ocurrió el suceso?” - ubi; “¿cómo ibas vestido?” - habitus). De hecho, es bien sabido que categorein significaba originariamente “acusar”. Pero, ¿significaría necesariamente esta supuesta procedencia de la lista de Aristóteles que su tabla de categorías ontológicas sea un simple reflejo del derecho procesal griego? En parte sí, sin duda; pero solo por cuanto, a su vez, este derecho procesal realiza él mismo una categorización ontológica, al tratar de identificar a una persona, a un ente.

4. En el propio reductivismo de Vernant podría rastrearse un desarrollo susceptible de interpretarse en términos del “trámite” de absorción. El sistema cosmológico de Anaximandro ha sido reducido a la condición de una suerte de alegoría de la Polis democrática. Pero, a su vez, Vernant habla como si la estructura de la Polis, tras la reforma de Clístenes, quedase ella misma absorbida en la condición de un aspecto del orden cósmico: “bajo la ley de la isonomía, el mundo de la polis adopta la forma de un cosmos circular y centrado, en el que cada ciudadano, porque es igual a los demás, ha de recorrer la totalidad del circuito, ocupando y cediendo sucesivamente, según el orden del tiempo, todas las posiciones simétricas que componen el espacio cívico”.

 
§ 5
La Filosofía en su conexión con el saber actual

El ámbito de la Filosofía actual esta constituido fundamentalmente (suponemos), una vez que la conciencia religiosa ha perdido (como consecuencia de procesos reales  de la evolución del mundo –en los cuales, por cierto, ha tenido una parte importante la propia crítica filosófica, desde Jenófanes hasta Feuerbach) su condición de “envolvente” de la conciencia social, por la conciencia científica y por la conciencia política.

¿Que lugar corresponde a la Filosofía respecto de estos ámbitos que la envuelven y de los cuales toma, en cierto modo, la materia misma de su acción?

 
A. Las ciencias categoriales como ámbito de la Filosofía actual

Una de las mayores dificultades inherentes al problema de situar el “lugar” de la filosofía deriva del supuesto de que existe algo así como una “trama inmutable” del mundo cuyo conocimiento constituiría el objetivo final de la Filosofía –objetivo, por tanto, nunca alcanzable. El escepticismo filosófico presupone en realidad la hipótesis metafísica de la “trama inmutable del mundo” y se configura por respecto de tal hipótesis. Pero si consideramos a la “trama del mundo” como algo que está haciéndose, de suerte que nuestra propia actividad práctica esté incluida en el propio hacerse de la “trama del mundo”, entonces el campo de la Filosofía no podrá ser concebido como una referencia fija, pero incognita, puesto que sus temas irán apareciendo en el mismo desarrollo de la realidad.

La misma unidad histórica de la Filosofía será, según esto, más bien de índole metonímica, en tanto que los nuevos temas (las nuevas determinaciones de las Ideas objetivas) brotan de los precedentes, de una tradición que, de hecho, resulta ser más permanente –en el sentido de la Philosophia perennis– de lo que, desde otros puntos de vista, podría esperarse. La actividad científica –ligada a la actividad industrial– es uno de los componentes más importantes de esta “trama cambiante” de nuestro mundo y por ello también la ciencia es cambiante (no sólo se trata del cambio de nuestro conocimiento de un mundo que permanecería fijo, se trata del cambio del mundo mismo).

Estas consideraciones están destinadas a eliminar el esquema según el cual las relaciones de la Filosofía con las ciencias son de la misma naturaleza que las que la Filosofía escolástica mantenía respecto a la Revelación (que la ancilla Theologiae sea ancilla Scientiae). Las ciencias no nos “revelan” la realidad, no nos suministran unos datos a partir de los cuales sea posible “construir”. Las ciencias son más bien momentos de la realidad misma haciéndose, episodios en el desarrollo de las propias categorías mundanas –y esta es una de las tesis esenciales de la teoría del “cierre categorial”. Según esta teoría, las ciencias no tienen un objeto (la Biología, la “vida”; la Sociología, “la sociedad”) sino múltiples objetos o términos incluidos en diferentes clases (aminoácidos, células, tejidos… la Biología; grupos, clases sociales, instituciones… la Sociología). Entre estos términos hay relaciones y están definidas operaciones (determinantes de nuevos términos) que, en ciertas condiciones, constituyen el argumento mismo de la actividad científica, en cuanto actividad racional “cerrada” en un campo categorial.

Presuponemos que la institución filosófica (la filosofía en sentido estricto) procede de fuentes distintas a las que conducen a la construcción científica que han confluido con estas formas de construcción (particularmente, en sus orígenes griegos, con la construcción geométrica) en cuanto es un “hilo” inexcusable de la trama del mundo. Por consiguiente, la Filosofía, en tanto consiste con el trato de las Ideas ontológicas, no podrá prescindir de las determinaciones que estas Ideas experimentan en el proceso de los cierres categoriales y que, por cierto, no las agotan. Es por ello completamente erróneo suponer que los problemas filosóficos son problemas científicos mal planteados –por ejemplo, que las aporías de Zenón de Elea pierden todo su interés en el momento en el que se ha constituido la teoría científica de los límites.

Es cierto que el tratamiento extracientífico (o paleocientífico), que ignora los desarrollos científicos del presente, incurre en mil arcaísmos y se mantiene, en cierto modo, a espaldas de la misma realidad. El profesor que exponga las paradojas de Zenón ignorando las “soluciones matemáticas” se expondrá a un ridículo muy grande, porque estará hablando de situaciones que, en parte, están ya superadas. Pero el desarrollo científico, precisamente por ser “cerrado”, no disuelve las cuestiones relativas a la composición (symploké) de la Ideas ontológicas sino que más bien enriquece las situaciones en las que se realiza esa composición y nos permite profundizar en los propios “problemas filosóficos” (que, evidentemente, sólo en razón de ciertas formas gramaticales, más bien externas, pueden equipararse a los problemas científicos).

¿En qué sentido puede decirse que las soluciones diferenciales al Aquiles no deben considerarse como liquidación de los  “problemas” filosóficos? Hablamos de soluciones diferenciales (o, en general, de soluciones obtenidas mediante un planteamiento que comporta una metábasis, o paso al límite) porque las soluciones finitistas son groseras peticiones de principios que ni siquiera analizan la estructura de la aporía: tal ocurre cuando se plantea el problema como si se tratase de una ecuación de primer grado en la que la tortuga recorre (l/x) –siendo l la ventaja– y Aquiles [l+(l/x)], porque precisamente este encuentro, que la ecuación ya da por supuesto, es el que la aporía analiza como problemático (un problematismo, es cierto, de un orden muy distinto al problematismo del cálculo aritmético; un problematismo constituido no tanto por las dificultades en el progressus hacia la determinación del hecho del encuentro en términos métricos, cuanto por la consideración regresiva de la complejidad de componentes que deben ser entretejidos, en symploké, precisamente cuando se supone el hecho del encuentro).

Las soluciones infinitistas contienen ya un análisis, por medio de conceptos matemáticos, de los componentes de la aporía. Aunque también contienen, muchas veces, es cierto, una petición de principio (por ejemplo, si en el planteamiento de la ecuación diferencial se introduce la distancia D = ∫ [t1, t2] v1 dt, recorrida por Aquiles, es porque se da ya por supuesto el encuentro, porque “D” es precisamente el tramo que recorre Aquiles hasta el encuentro) –esta petición de principio no es, sin embargo, tan grosera en los planteamientos en términos de series– los planteamientos infinitistas “recorren” de nuevo, muy de cerca, el camino mismo de la aporía de Zenón y lo analizan con conceptos más refinados. Grosso modo podría decirse que las soluciones infinitistas “reproducen” los problemas filosóficos planteados por el eleata, los enriquecen y los formulan en un plano más preciso y riguroso: pero será puro “cretinismo filosófico” el empeñarse en confundir este rigor (que es precisamente un rigor en la formulación de los problemas) con la “solución” o desvanecimiento de la aporía.

En efecto: los pasos infinitos de la tortuga y de Aquiles se reproducen en los términos infinitos (no numerables: transfinitos de Cantor) de las series simbólicas, cuya sucesión infinita (ordinal) tampoco puede recorrerse en el tiempo: el encuentro se produce tras un paso al límite (la integral es también el límite de una “suma”). Un infinito representado por las variables, pero no ejercido por las operaciones: la metábasis matemática reproduce los términos de la aporía (discusiones entre intuicionistas y cantoristas) precisamente porque el racionalismo matemático contiene en sí mismo la misma complejidad y heterogeneidad de planos “inconmensurables” que la aporía presenta como entretejidos en el “paso al límite”.

El concepto de “límite”, procedente de Cauchy, es, precisamente, un concepto de “cierre” aritmético, obtenido mediante el acoplamiento, a la serie infinita primaria, de otra serie “metalingüística” que analiza aquella. Ni siquiera cuando, según el estilo conjuntista (Bourbaki) se suprimen de la teoría de los límites los conceptos operacionales cuasi psicológicos (“tender” al límite, “determinar” una diferencia tan pequeña “como se quiera”, &c. &c.) y se sustituyen por conceptos de objetos (el concepto de “punto adherente” y otros similares) puede decirse que se han suprimido las “cortaduras” entre las capas heterogéneas que, sin embargo, se dan necesariamente unidas en el proceso (el concepto de “punto adherente” se constituye dialécticamente mediante la supresión, en la representación, de las series sucesivas dadas en el ejercicio de constitución del concepto).

¿Se dirá, entonces, que las soluciones matemáticas al Aquiles dejan intactos los problemas filosóficos? No, porque en cierto modo las soluciones matemáticas los agudizan –a la vez que obligan a precisar el sentido mismo del concepto de “problema” filosófico (el problema no consiste, sofísticamente, en negar el movimiento sino en afirmar su naturaleza dialéctica, en manifestar las contradicciones dialécticas que el movimiento, analizado matemáticamente, incluye).

Las soluciones “categoriales” al Aquiles permiten plantear, con más rigor, las cuestiones “transcendentales” que suscitó Zenón de Elea: las cuestiones de la unidad sinectiva entre lo finito y lo infinito, del espacio y del tiempo, de la percepción y su análisis lingüístico, de la estructura y la génesis, &c. &c. Mientras la racionalización científica (el “entendimiento”) se mantiene cerrada en un campo categorial operatorio, cuyas “hipótesis” no se quieren rebasar (y por ello el “entendimiento” circula entre ellas, las analiza autocontextualmente, por ejemplo, definiendo el límite de una serie infinita mediante otra serie infinita más “manejable”: los números naturales), la racionalización dialéctica es abierta, regresa de la categoría a otras categorías entretejidas  con la dada, introduce nuevas hipótesis, establece analogías –y se aproxima, en su proceder racional, a la construcción musical, en la que el nuevo tema introducido por el oboe se compone, con exacta fantasía, con los temas que venían desarrollando las cuerdas y el metal. La Filosofía es, de este modo, semejante a la Música y esta semejanza sólo es un reproche (en el sentido de Carnap) cuando el modelo musical de referencia sea una música mala.

La principal  dificultad relativa a la caracterización del “lugar” de la Filosofía por respecto a las ciencias particulares brota, me parece, de la absurda pretensión de “construir”, a partir de su propio vacío, el contenido de la Filosofía, en lugar de comenzar por considerarlo ya dado (de aquí, la significación de la Historia de la Filosofía en sentido estricto, “académico” –tomando esta expresión, más que en su contexto sociológico, en su contexto histórico).

La importancia metodológica de la Historia de la Filosofía procede de aquí. La Historia de la Filosofía nos pone en presencia de las “Ideas” en torno a las cuales gira la Filosofía en sentido estricto; si estas Ideas no estuviesen dadas, no podría establecerse un contenido “sustantivo” (con sustantividad gnoseológica) para la Filosofía capaz de ser “localizado”. Por ello, cuando se pretende establecer el “lugar” de la Filosofía sin tener en cuenta este contenido “sustantivo”, partiendo de la “realidad”, del “conocimiento” o del “mito”, es evidente que habrá de concluirse en el resultado de la insustancialidad de la filosofía –otra cosa sería tanto como “deducir” la misma realidad del mundo a partir del concepto abstracto del Ser.

Con esto no se quiere insinuar la inutilidad de las caracterizaciones “sistemáticas” de la Filosofía, sino simplemente la necesidad de considerarlas siempre como caracterización de “segundo grado”, que suponen ya dado aquello que están situando. Solo desde esta perspectiva metodológica creemos que puede tener sentido la oposición “categorial/trascendental”, como criterio diferencial entre las ciencias particulares y la Filosofía. La racionalidad científica procedería categorialmente, construyendo “cerradamente” sin salirse de su campo que, por lo demás, puede extenderse por la totalidad del mundo corpóreo. Pero, aún cuando esto ocurra, la racionalidad científica seguiría siendo categorial, El llamado “principio cosmológico perfecto” de Bondi, Hoyle, Gold –el postulado del estado estacionario, espacial y temporal– puede interpretarse como un “principio de cierre” (salvo que, de lo contrario, adquiera una no deseada significación teológico-metafísica), cuya realización es la “teoría de la creación continua”. Porque esta teoría, interpretada al margen del propio cierre categorial (es decir, como si fuese un “resultado” o “revelación” suministrada por “la ciencia”), es una teoría metafísica. Pero considerada en su funcionamiento gnoseológico, como principio de cierre, su significado es distinto: la teoría solo tiene sentido por su referencia al campo del universo galáctico observable, y prescribe la explicación de la génesis de nuevas galaxias en un Universo lleno de otras antiguas.

La categorialidad de la “ciencia cosmológica” nos obliga a disociar la equiparación entre “ciencia categorial” y “ciencia regional”, en el sentido positivista. Cuando se presupone que la Filosofía se diferencia de las ciencias porque mientras las “ciencias particulares” se atienen a “regiones parciales” del Universo, la Filosofía busca la “totalización”, en el sentido metafísico, se está utilizando, sencillamente, un concepto oscuro de parte y de todo, se está olvidando que la totalización puede también ser categorial (el concepto de “universo cosmológico”).

La “parcialidad” de las ciencias categoriales no se define por la parcialidad propia de las “partes alícuotas” –en cuyo caso habría que concluir que cada ciencia “agota” la parcela que tiene “acotada” (“todo lo que puede decirse sobre el Espacio, lo dice la Geometría”). Porque los términos de cada campo científico pertenecen a múltiples clases y no quedan “agotados” por las clases organizadas en la forma de una categoría. Por ello también, la “totalización” filosófica no puede ser entendida en un sentido metafísico, sino en un sentido gnoseológico –relativo a la “categoricidad científica”.

La filosofía totaliza en su proceder transcendental, no porque se proponga “reunir las diferentes regiones” roturadas por cada ciencia categorial en la síntesis unitaria de la Idea del “Todo metafísico”, sino porque regresa de los límites establecidos por los cierres categoriales (por medio de las Ideas) para concluir acaso, precisamente, en la negación de la Idea de un “Todo”, en el sentido metafísico, en el sentido del monismo de la sustancia o del monismo del “cosmos”.

 
B. El saber político como “ámbito” de la Filosofía actual

La razón filosófica no es independiente de la razón política y la autoconciencia filosófica debe regresar, cada vez más, a las fuentes políticas de la conciencia filosófica. No ya porque la Filosofía se haya aplicado tradicionalmente al campo de las Ideas políticas (como un campo temático), es decir, porque exista una filosofía política, en el mismo sentido que existe una filosofía matemática o una filosofía natural. Sino porque la razón política, antes aun que campo objetivo sobre el cual la reflexión filosófica se ejercita, es ella misma forma que ha moldeado a la propia razón filosófica –ámbito de la conciencia filosófica.

La contextura polémica –dialéctica– de la razón filosófica deriva principalmente de sus fuentes políticas: no solamente los pensamientos sobre las cuestiones políticas. Y no ya solo porque “reflejen” situaciones políticas (en el sentido en el que los átomos de Epicuro “reflejan” la dialéctica de la autoconciencia) sino porque las relaciones entre las diversas posiciones filosóficas, la estrategia de sus argumentaciones… es, en gran parte, similar a las que mantienen las posiciones políticas. En ningún caso los datos del problema están totalmente dados de antemano, puesto que los suministra la propia acción de la argumentación. La crítica filosófica es el correspondiente de la crítica revolucionaria. Esto no quiere decir que todo contenido filosófico sea revolucionario; pero aún las concepciones filosóficas más reaccionarias, en cuanto filosóficas, deben llevar la forma de la “crítica de la crítica”, una forma no dogmática –aunque esta forma sea aparente, y no esté realmente vinculada a los contenidos.

El reconocimiento de las fuentes políticas de la razón filosófica nos preservará de la falsa representación de la unidad de la “razón filosófica” –unidad en el sentido de la identidad, de la homogeneidad. La “razón filosófica” es una, sin duda, pero con la unidad que vincula a los términos opuestos –la unidad de sinexión, cuando el vínculo es necesario– en tanto esos términos, en cuanto tales, solo pueden configurarse los unos por relación a los otros (la identidad es una relación reflexiva; la sinexión es aliorrelativa).

La unidad de la tradición histórica filosófica no es solamente la unidad de identidad sino, en la misma medida, la unidad  sinectiva de las posiciones que solo pueden tomar conciencia y forma por su oposición a las posiciones rechazadas. Se ha dicho algunas veces que la Filosofía “divide” –mientras las ciencias positivas “unifican”. Se trata de una formulación externa de algo más profundo. No es que la Filosofía divida, que dondequiera que haya Filosofía hay división, sino, más bien, que dondequiera que hay división profunda, hay Filosofía (y solo una mentalidad metafísica sacará de aquí consecuencias escépticas).

Para quien se represente utópicamente el futuro de la Humanidad como una identidad homogénea, la Filosofía acabará con el advenimiento del socialismo; pero el socialismo de la homogeneidad no es la única forma de representarse el socialismo. La importancia filosófica del socialismo, por lo demás, hay que ponerla formalmente en la influencia de la nueva forma política, en la propia racionalidad filosófica. Por ello, la comprensión de la importancia filosófica del socialismo exige regresar a las fuentes políticas de la  misma racionalidad crítica –y no solamente a las consideraciones, que no se niegan, sobre la justicia y la felicidad. Porque de la misma manera que la democracia griega –aun dentro de sus límites esclavistas– fue una condición indispensable para la constitución de la racionalidad filosófica, así también el socialismo, con la reforma del subjetivismo que conlleva, constituye la disciplina que la razón necesita para su interno desarrollo.

 
§ 6
Las funciones de la Filosofía. El “intelectual” y el filósofo

Un filósofo no es un un “intelectual” –en el sentido que esta palabra suele tener entre los sociólogos. Un intelectual, aun cuando no sea meramente un especialista (un filólogo, un humanista –o bien, un científico), es una figura cultural que no cabe confundir (para bien o para mal) con la figura del filósofo.

Desde nuestras coordenadas, podríamos intentar trazar de este modo la línea divisoria: el intelectual libre, de Mannheim, sería más bien un concepto sociológico –y su libertad, un concepto negativo: libre por respecto precisamente de la disciplina histórica de la Filosofía en sentido estricto. Esta libertad le permite, muchas veces, una proximidad de trato con ciertos problemas de la vida cotidiana que compensan la vacuidad de pensamiento que, por ignorancia, o por aborrecimiento, no quiere alimentarse de la tradición filosófica estricta.

En cualquier caso, la oposición que sugerimos entre el intelectual y el filósofo pretende ser efectiva: Aristófanes, los sofistas, Erasmo... no son filósofos, sino intelectuales –frente a figuras culturales como Sócrates, Platón o Bruno. La crítica del intelectual propende a situarse en el “espíritu subjetivo” –en el psicologismo del gran novelista, o en el sociologismo de los “críticos de la cultura”. Pero la crítica filosófica pretende contener la crítica del propio espíritu subjetivo. Es una crítica que se desarrolla como la contrafigura de un constante esfuerzo de edificación lógica, “geométrica”.

El interés de la disciplina filosófica es esencialmente práctico. No porque ella ofrezca arengas morales, sino en virtud de su propia acción pedagógica. La practicidad de los más sutiles análisis entre las Ideas comunes – cuando son verdaderamente rigurosos– puede formularse ante todo por medio de categorías biológico-genéricas. Sistemáticamente recorren los primates los más mínimos rincones de su hábitat. En el seno de una sociedad civilizada, estos rincones son, por ejemplo, las  paradojas eleáticas, las lejanas analogías entre la Química y la Gramática. Para un chimpancé, un “rincón escondido” puede ser el interior de una cáscara de plátano: explorarlo, olerlo, rajarlo, es su filosofía. Para un monje medieval, la cáscara de plátano pudo serlo el argumento ontológico y para un ciudadano culto de nuestro siglo pudo haberlo sido la paradoja de Russell. Y es imposible explorar estos “rincones” al margen de la disciplina tradicionalmente llamada Filosofía.

Debemos guardarnos, quienes nos dedicamos profesionalmente a la Filosofía, de creer que nuestras críticas o nuestras construcciones van, por sí solas, a transformar el mundo, a destruirlo o a construirlo; pero tampoco debemos humillarnos de tal modo –como es tan frecuente hoy día– que lleguemos a pensar que nuestra labor es un simple pasatiempo, sin la menor influencia sobre el mundo. Simplemente debemos saber que nuestras tareas, que no generan la viviente realidad, están inmersas en el proceso mismo de esa realidad y su presencia o ausencia determinarán un aspecto diferente de la misma (si no tota, sí totaliter).

En  este contexto, me parece esencial la referencia al tema del “poder espiritual” de la Sociedad, una idea consustancialmente ligada a la filosofía de implantación política –desde Platón hasta Comte. El escepticismo que los actuales profesionales de la Filosofía suelen sentir acerca de su propia labor, y que termina en la auto humillación, deriva en gran medida de la rotura de sus nexos mutuos dentro de la organización del “poder espiritual” –rotura que se produce cuando se rompen los nexos con las verdaderas fuerzas que actúan en la realidad–, de la reducción a la subjetividad.

Pero si los filósofos pueden significar algo, será en la medida en que puedan heredar las funciones  que las Iglesias, enfrentadas entre sí, desempeñaron en tiempos pasados –funciones que, a su vez, heredaban las funciones de las grandes escuelas de la filosofía helenística. Esta es la principal enseñanza práctica que tales analogías nos deparan: Que así como la Fe cristiana se mantuvo firme durante siglos, no solo por la luz de la Gracia direc- […]

[falta el folio 29… de la copia mecanografiada disponible.]

[ Intervención inaugural de las Primeras Jornadas Filosóficas del profesorado de filosofía del distrito universitario de Zaragoza (abril 1974), organizadas por el Instituto de Ciencias de la Educación de la Universidad de Zaragoza. Conservamos la copia de papel carbón, corregida por el autor, del original mecanografiado enviado a los organizadores. Pero de esta única copia disponible faltan los folios 3-4 y 29… Al tratarse de un texto que suponemos inédito (salvo que en su momento se realizara alguna edición policopiada), ha parecido conveniente publicarlo incompleto, mientras aparecen, o no, esos folios traspapelados. ]