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Gustavo Bueno

Libertad y Enajenación

[ 1965 ]

La doctrina de la libertad es comúnmente considerada como núcleo de todo programa político, de toda concepción filosófica del hombre, y, en particular, de toda la filosofía del trabajo humano. Marx ha demostrado que, a partir de la fase capitalista, el trabajo supone la libertad del trabajador, la emancipación de las servidumbres feudales y gremiales. La libertad es la condición necesaria para la transformación de los productores medievales en obreros asalariados, obreros libres, en el doble sentido de que no figuran directamente entre los medios de producción (como los esclavos, siervos, &c.) ni cuentan tampoco con medios de producción de su propiedad (como el labrador que trabaja su propia tierra).{1}

Se comprende, según esto, que toda proposición sobre la libertad implica una determinada concepción filosófica del hombre y recíprocamente.

Sin embargo, podría darse el caso de que existieran ciertos cauces formales a los cuales hayan de someterse todas las doctrinas sobre la libertad, cualquiera que fuese su contenido ideológico concreto. Podríamos hablar entonces de “modelos formales” de doctrinas sobre la libertad. Estos modelos mantendrían una relativa neutralidad respecto de cualquier concepción filosófica implicada por las doctrinas sobre la libertad. Es cierto que semejante neutralidad no constituye, por sí misma, un ideal último de sabiduría. En tanto esa neutralidad se mantiene respecto de posiciones tales como el idealismo, el materialismo, el ateísmo o el espiritualismo, no podemos considerarnos en posesión de una efectiva doctrina de la libertad. Pero el análisis de las doctrinas sobre la libertad en términos de los modelos formales, constituye, en todo caso, si no una labor suficiente sí al menos un trabajo necesario para plantear el problema de la libertad de un modo crítico. En particular, la aplicación del método de los modelos formales –que no es sino uno de los modos de cultivar el método axiomático– servirá para llevar a cabo en las doctrinas sobre la libertad, históricamente dadas, un “drenaje” de ciertos contenidos que aparecen ligados a ciertas ideologías, pero que pueden ser reinterpretados como formales. Tal ocurre con el concepto de “enajenación” (alienation, Entfremdung, Sein ausser sich, &c.) vinculado, por muchos expositores, a través del tema de la libertad, a la ideología existencialista o marxista. Se trata de demostrar aquí que el concepto de “enajenación” es formal, por respecto a las doctrinas que lo utilizan y, por consiguiente, que es relativamente independiente de estas doctrinas. Suponemos que el concepto “enajenación” forma parte de uno de los modelos formales que conocemos referidos al concepto mismo de la libertad humana.

Dos modelos formales implícitos en las teorías sobre la libertad

Habría, originariamente, dos modelos formales a la base de las doctrinas sobre la libertad históricamente dadas. Ambos modelos serían dialécticos en la medida en que contienen, o bien un esquema de identificación de términos explícitamente considerados como opuestos o bien un esquema de diversificación en términos opuestos de algo que explícitamente se consideró como idéntico. Al primer modelo lo llamaremos “Modelo dialéctico regresivo” (m. d. r.) y, al segundo, “Modelo dialéctico progresivo” (m. d. p.).

Las doctrinas sobre la libertad, en tanto se ajustan al m. d. r. ofrecen al análisis los siguientes momentos o trámites:

I. Un “trámite personal” orientado a fundamentar la realidad de un sujeto humano (S) que funciona en la teoría como una unidad.

II. Un “trámite ontológico” orientado a fundamentar la realidad de un Mundo (M) que está exigido por la naturaleza misma del Sujeto (S).

Diríamos que el “trámite ontológico” sigue la dirección (S → M) mientras que el “trámite personal” seguiría la dirección (M → S).

III. Un “trámite de identificación” en el que se formula la esencia o raíz de la libertad precisamente como identificación de S y M sin perjuicio de mantener la oposición originaria. Este trámite tiene la forma de la conjunción de los dos anteriores: S → M y M → S.

Ejemplos.- En la concepción estoica, la libertad del sabio comienza cuando éste vive su identidad con el Cosmos. En la concepción tomista, la libertad consiste en la identificación de la Voluntad libre humana con la Premoción divina. En concepciones como las de Schopenhauer o Merleau-Ponty la libertad se desplaza al esse, en el que coexisten rigurosamente identificadas, necesidad y espontaneidad, esencia y existencia.

Las doctrinas de la libertad, en tanto se ajustan al m. d. p. se descomponen en otros tres “trámites”:

I. Un “trámite de identidad”, orientado a establecer la realidad de un sujeto definido precisamente por el esquema (S ≡ S).

II. Un “trámite de enajenación” que podemos formalmente definir como la introducción de cualquier proceso que niegue, rompa o fracture la identidad (S ≡ S) propuesta, aunque sin aniquilar por ello totalmente al sujeto. Al sujeto subsistente que ya no se ajusta al esquema de identidad (S ≡ S) lo llamaremos “Sujeto enajenado”.

III. Un “trámite de conversión” o regresión hacia la identidad originaria, a través de la supresión de la enajenación. En este tercer trámite radicaría la esencia de la libertad, según el m. d. p.

El m. d. p. desarrolla en lo esencial el esquema platónico de la “participación” y puede, desde luego, aplicarse a otros conceptos o situaciones diferentes de la libertad. Incluso a situaciones mecánicas. Un cable fijo por dos puntos y en reposo relativo (aquí el reposo ejecuta el esquema de la identidad) recibe un golpe que lo desvía de su posición originaria (esta desviación u onda de deformación ejecuta el esquema de la enajenación, de la “salida de sí mismo”) y oscila hasta recuperar la situación originaria de equilibrio. Se comprende la posibilidad de “soldar” en uno de los dos modelos expuestos (m. d. r. y m. d. p.). Obtendríamos de este modo un “Modelo dialéctico circular”. La fase I y II del m. d. p. conduciría a la I y II del m. d. r. Interpretaríamos S y M precisamente como resultantes del “trámite de enajenación”. La Identificación aparece entonces como “conversión” o regresión. Pero esta posibilidad no puede hacernos olvidar que ambos modelos pueden funcionar por separado aunque por modo de yuxtaposición. Algunas veces, una misma doctrina sobre la libertad humana puede acogerse simultáneamente al m. d. p. y al m. d. r., sin que por ello podamos considerarla como una doctrina dialéctica circular.

Cuando aplicamos estos modelos formales al análisis de las concepciones históricas no pretendemos defender siquiera la posibilidad ontológica de estos modelos. Solamente defendemos su existencia operatoria, como formae mentis que controlan las doctrinas históricamente dadas sobre la libertad. Aunque alguien se forme la opinión de que estos modelos son en sí mismos inconsistentes (en el m. d. p. la dificultad mayor es fundamentar el trámite de identidad cuando ella se da originariamente en la enajenación. Acaso la única vía científica fuese considerar esta identidad simplemente como un estado de máxima entropía del sistema. La aplicación de estos conceptos a la Sociología promete una fertilidad heurística muy grande), no por ello perderían su aplicabilidad a las concepciones sobre la libertad que caen bajo su esfera.

En este artículo aplicaremos solamente el modelo dialéctico progresivo al análisis de cuatro teorías clásicas de la libertad: dos antiguas y dos modernas. Las doctrinas antiguas son: la de Plotino (205-270) y la de San Agustín (354-430). Las doctrinas modernas son la de Fichte (1762-1814) y la de Marx (1818-1883). Son dos parejas muy distantes en el tiempo, pero entre las cuales media cierta proporción o analogía inversa. Plotino es el gran filósofo pagano cuyos pensamientos resuenan en San Agustín, el máximo filósofo cristiano. Fichte es un gran filósofo cristiano cuya influencia –directa o indirecta– se acusa en Marx, sobresaliente filósofo anticristiano. Los cuatro son filósofos cuyo pensamiento ha girado de un modo eminente en torno al tema de la libertad humana. Pueden los cuatro ser llamados, con justicia, los “filósofos de la libertad”.{2}

Libertad y Enajenación, en Plotino

En el sistema de Plotino, el tema de la libertad ocupa un puesto central. No ocurre aquí como en otros sistemas helénicos, en los cuales la libertad desempeña un papel secundario, en cuanto a propiedad de algunos seres del Cosmos. En el sistema de Plotino la libertad llega a ser el modo característico del Fundamento mismo de todos los seres, a saber: el “Uno”, el “Bien”, Dios. Con frecuencia lo olvidan algunos expositores de Plotino, a quien aplican el rasero del necesarismo griego. Convendría, es cierto, distinguir dos estadios diferentes de la teoría de la libertad de Plotino; incluso dos teorías de la Libertad: llamaríamos “ontológica” a la primera y “metafísica” a la segunda. La doctrina ontológica contiene una concepción de la libertad humana y consta, sobre todo, en la Enneada III. La doctrina metafísica es una concepción de la libertad de Dios y está expuesta en la Enneada VI. Plotino ha tenido consciencia de que ambas están situadas en niveles diferentes e incluso de que al “nivel metafísico” solo podríamos llegar mediante el proceso de transportar (metapherein) los significados de la libertad humana a los dioses y, sobre todo, a Dios (VI, 8, 1). Aquí nos referiremos solamente a la “teoría ontológica”.

Para la moderna ciencia natural, la mayor parte de los problemas se plantean desde la categoría “Evolución”, que contempla la transformación de las cosas más sencillas en las más complejas, de lo “inferior” en lo “superior”. El problema de la vida –pongamos por caso– es el problema de la formación de las proteínas a partir de ciertos compuestos inorgánicos. El problema de la inteligencia, o del lenguaje humano, los planteamos como la investigación de los mecanismos de constitución de la inteligencia o del lenguaje humano a partir de las conductas de los antropomorfos, o como el problema de la constitución de las estructuras conductuales del adulto a partir de la psicología infantil. En general, lo que resulta problemático –lo que necesita explicación– en la concepción evolucionista del mundo es la realidad de las estructuras superiores y complejas por relación a las que definimos (aunque no lo sean) como más sencillas e “inferiores”. El programa científico evolucionista obedece, en el fondo, a mi juicio, a exigencias lógicas, antes que a concepciones metafísicas.

Pero el programa de Plotino tiene un sentido inverso. En general, es el sentido propio de toda concepción teológica del mundo. Dios es la fuente de donde todo procede. Mas que evolución hay Procesión (proodos), creación o emanación de seres más simples, más pobres a partir de seres más complejos y ricos, comenzando por el Ser Perfectísimo. Los problemas son ahora de esta índole: en general ¿cómo es posible que Dios, ser infinito, pueda crear? En particular: ¿Por qué existen en la Inteligencia divina seres imperfectos, por ejemplo, seres dotados de razón? En toda procesión hay siempre una suerte de degeneración: a medida que la vida es menos completa en el animal, aparecen las uñas, las garras y los cuernos (Enneada VI, logos 7). Un evolucionista propenderá a explicar el desarrollo de la inteligencia animal como recurso para compensar la insuficiencia de instrumentos “instintivos” en la lucha por la vida. Para Plotino, la Inteligencia se explica por sí misma y solo cuando ella se degrada, se eclipsa, aparecen las garras, las uñas y los cuernos para compensar esta falta.

¿Son compatibles estos dos programas –Evolución, Procesión– para la concepción del Universo? Teilhard de Chardin, Zubiri, entre nosotros, así lo creen. Sería necesaria la síntesis de ambas categorías programáticas. En efecto, para un cristiano, esta síntesis es muy obligada. Como científico, aplicará incesantemente las categorías evolucionistas (el hombre actual procede, por evolución, del Australopiteco, o del hombre de Neanderthal). Pero, por otra parte, no puede escamotear la categoría que venimos llamando “Procesión” (el hombre actual procede de Adán, individuo dotado de la ciencia infusa. De su caída o degradación procede el propio hombre de Neanderthal, a quien los paleontólogos no suelen atribuir esa ciencia). Ahora bien, esta síntesis ¿se postula por motivos científicos o por motivos teológicos? ¿Es posible siquiera esa síntesis desde un punto de vista científico o es solo una yuxtaposición de categorías que se intenta a veces hacer pasar por una síntesis?

Para Plotino, el hombre es, en su esencia, Espíritu, Inteligencia. El hombre no es, originariamente, “animal racional”. Es Espíritu, independiente intrínsecamente de la materia. El hombre como espíritu se ajusta al esquema de la identidad. Hay abundantes verificaciones en los textos plotinianos de lo que antes he llamado “trámite de identificación”. El alma es una esencia idéntica a sí misma, hasta el punto de que el alma llega a concebirse como la causa primera (protourgos aitia) de sus actos (III, 18). Esta identidad equivale a la afirmación de que el alma humana es originariamente dueña de su esencia (autou ousias kyrios).

Pero entonces, lo verdaderamente problemático es la “caída” de la Forma en la Materia, del Espíritu en la Animalidad. Es un problema para toda concepción “procesionista”. Con frecuencia se intenta disimular el problema con formulaciones que, en rigor, lo reproducen. Así, cuando los escolásticos dicen que el espíritu humano se une al cuerpo porque, aunque sustancia, es “incompleta”. La verdadera cuestión es ésta: “¿Cómo una sustancia espiritual puede ser incompleta?”

Para Plotino la unión del Espíritu y el Cuerpo es un decaimiento, una degradación, la entrada en una cárcel, casi en una tumba. ¿Cómo reexponer conceptualmente estas expresiones de Plotino que, en un sentido literal, son solo metáforas prefilosóficas? A mi juicio, nos sirve muy bien para el caso el concepto de “enajenación”. Con ello iniciamos el trámite II de nuestro modelo. La unión del Espíritu con el Cuerpo es la “enajenación” del Alma, que, abandonando la proximidad o identidad consigo misma, sale fuera, lejos de sí misma, al cuerpo (soma porro an ele ousias).

Al adherirse al Cuerpo, el Alma se esclaviza; es dominada por las pasiones, por los cuidados mundanos: pierde su libertad. Por lo demás, es este estado de enajenación, aunque ontológicamente posterior al estado de identidad, cronológicamente anterior; porque, en el mundo empírico, lo primero que aparece es el hombre corpóreo, que es el Alma enajenada.

De aquí que la doctrina ontológica de la Libertad de Plotino no tenga otro camino que el del cumplimiento del “trámite de regresión”, ejecutado por medio de la superación de la enajenación del Alma en el Cuerpo. Esta reducción tiene lugar por medio de las virtudes, que son purificadoras de la materia y restituyen al Alma su libertad.

La purificación (catharsis) es un proceso individual: ningún dios puede ayudar al Alma en su itinerario. Toda la filosofía de Plotino va orientada a una praxis de liberación o conversión, que culmina en el éxtasis (Plotino mismo lo experimentó cuatro veces). El programa de Plotino se orienta a ejercitar la “soledad con el Solo” como única vía hacia la libertad. A desentenderse de las “pequeñas miserias” del mundo empírico, de las cosas frívolas y poco serias. Lo asombroso, y en cierto sentido impresionante, es que Plotino numera, entre estas cosas frívolas y poco serias, a “los asesinatos, las matanzas, el asalto y saqueo de las ciudades”. “Todo ello debemos considerarlo con los mismos ojos con que en el teatro vemos los cambios de escenas, las mudanzas de los personajes, los llantos y los gritos de los actores.” Plotino considera también como asunto de poca monta, como cosa frívola, la propia esclavitud. El sabio no debe preocuparse por estas frivolidades que después compondrán la “cuestión social”. No debe preocuparse excesivamente de su estado de pobreza o de miseria, incluso de su condición de esclavo. Toda queja acerca de estas situaciones revela poca sabiduría. El varón sabio no desea la igualdad en estas cosas, precisamente porque no cree que el rico lleve ninguna ventaja al pobre, ni el príncipe al súbdito (Enneada II, logos 9).

Resulta interesante comparar esta rigurosa actitud “espiritual” de Plotino con la actitud cristiana, al menos con un componente esencial de esta actitud. Si en lugar de la expresión “varón sabio” ponemos “varón santo”; si en lugar de “sabio”, ponemos “cristiano”, las paradojas de Plotino suenan ahora a música familiar. El varón auténticamente cristiano no desea verdaderamente la igualdad en la distribución de las riquezas de este mundo, en la mejora de las condiciones “materiales” de los pobres, incluso de los esclavos. El varón cristiano sabe que la pobreza es fuente de virtudes y más que incitar al pobre a ser rico, exhortará al rico a hacerse pobre y al pobre a conformarse con su suerte y a apoyarse sobre ella para alcanzar la verdadera libertad, que solo la caridad y la bienaventuranza puede proporcionar. Podemos escuchar todavía estas voces cristianas en las palabras del Papa León XIII, el Papa social por excelencia:

“Por último, así como los secuaces del socialismo se reclutan principalmente entre los proletarios y los obreros, los cuales, cobrando horror al trabajo, se dejan fácilmente arrastrar por el cebo de la esperanza y de las promesas de los bienes ajenos, así es oportuno favorecer las asociaciones de proletarios y obreros que, colocados bajo la tutela de la Religión, se habitúen a contentarse con su suerte, a soportar meritoriamente los trabajos y a llevar siempre una vida apacible y tranquila.” (Quod apostolici muneris, 28-XII-1878.)

Libertad y Enajenación, en San Agustín

San Agustín realiza el “trámite de identidad” al establecer que el hombre, cuando está ante Dios –cuando posee en su alma la imagen de Dios– está pleno de sí mismo, idéntico a sí mismo, diríamos nosotros. Esta identidad es el ajuste total, íntegro del ser mismo de Adán, de su cuerpo y de su espíritu de Dios. Utilizando terminología hegeliana diríamos que, para San Agustín, la identidad del hombre consigo mismo es dialéctica puesto que se realiza por la mediación divina.

El “trámite de enajenación” se satisface por medio del dogma cristiano del pecado original, de la caída. La caída –que no es una caída del Alma, como en Plotino, sino del Hombre ya implantado en la Tierra– constituye la ruptura de Adán consigo mismo.

Sin embargo, la aplicación del concepto del “trámite de enajenación” a San Agustín tropieza con algunos textos en los cuales la caída es formulada precisamente por medio de un concepto opuesto al de “enajenación”, el concepto, que con palabra orteguiana, llamaríamos de “ensimismamiento”. El pecado original, como es sabido, es, para San Agustín, un pecado de Soberbia, de “orgullo de sí mismo”. Es un “amor de sí mismo” que se opone al “amor de Dios”. Esta oposición le sirve a San Agustín para caracterizar los fines de las dos ciudades, la Ciudad terrena y la Ciudad celeste. En De Trinitate (XII, II, 16) San Agustín utiliza explícitamente el concepto de “ensimismamiento” para formular la caída: pues la caída es descenso, desde el estado de gracia espiritual hasta el estado de dependencia de la materia, de la carne de las pasiones inmundas. ¿Y cómo pudo Adán ir tan lejos, desde lo más alto hasta lo más ínfimo, sino pasando por medio de sí mismo (nisi per medium sui)? Esta caída hacia sí mismo comportaría la pérdida de la libertad (o “buena voluntad”) aunque no la del libre arbitrio (o “voluntad libre”): precisamente, porque en el mal, sigue siendo Adán mismo, el hombre mismo quien actúa, por cuanto actúa voluntariamente. No ha sido, pues –contra Plotino– el Cuerpo, la Carne corruptible la que hizo al Alma pecadora, sino que fue el Alma pecadora la que hizo al Cuerpo corruptible (Civitate Dei, XIV, 3).

La dificultad puede resolverse fácilmente. La caída, si bien comporta un “ensimismamiento” en un sentido, consiste, en un sentido más profundo, en la enajenación. El “ensimismamiento” es la reclusión egoísta en sí mismo, apartándose de Dios: pero este “sí mismo” del “ensimismamiento” es un “sí mismo” superficial, psicológico, analítico, diríamos. El “sí mismo” profundo, dialéctico, del hombre está dado por la mediación de Dios. Solo en la posesión de Dios, el hombre puede realizarse a sí mismo plenamente. Por ello el alejamiento de Dios incluye una salida de sí mismo, que San Agustín llama a veces “extravío” o caída. (“Extraviarse” es precisamente salirse fuera de la propia esencia, al menos, de la plenitud de la esencia que es la Gracia.) Otras veces, el concepto de enajenación aparece usado por San Agustín al describir al hombre caído como un ser que ha perdido “parte de lo que antes poseía”. Ciertamente, no se ha perdido todo: la naturaleza humana no se corrompe totalmente, aunque sí queda profundamente dañada, por el pecado. La imagen de la moneda lo expresa bien. Al caer el hombre, por el pecado, se oscurece o empaña la efigie de Dios que el hombre lleva grabada en su Alma.

Pero donde encuentro verificado más plenamente el concepto de enajenación es en las formulaciones de la “caída” como una “desarmonía”, un divorcio entre el Alma y el Cuerpo (es una aplicación del concepto diametralmente opuesta a la que verificamos en Plotino). Esta desarmonía es acaso una de las expresiones menos metafísicas de la “enajenación”, hasta el punto de que equivale prácticamente al concepto clínico-psiquiátrico de la “alienación” como desequilibrio. Para San Agustín, es esta desarmonía o enajenación del Espíritu y la Carne lo que explicaría que Adán descubriese su Cuerpo, ante todo, avergonzándose de él. La vergüenza –dice San Agustín en un análisis que anticipa el “psicoanálisis ontológico” de Sartre– solo se explicaría cuando el Alma contempla al Cuerpo como desordenado y alejado de la buena voluntad (en el diálogo De libero arbitrio la desarmonía aparece como sumisión de la Mente a la Libido o concupiscencia). Y de aquí una consecuencia diametralmente opuesta también a la doctrina de Plotino: la “enajenación” o ruptura de la unidad culmina con la muerte, castigo del pecado de Adán. Pero la muerte ¿no constituye el grado máximo de la enajenación, de la separación definitiva entre el Alma y el Cuerpo?

Ahora bien: Con la caída, con el pecado, cuyo castigo propio es la muerte, comienza la Historia del Hombre. La Historia del Hombre no es otra cosa –diríamos traduciendo a nuestros términos el pensamiento agustiniano– que el proceso humano, el peregrinar del hombre enajenado que busca la cancelación de su enajenación, la regresión hacia la identidad perdida –el Paraíso perdido– la restauración de la auténtica libertad, la “libertad para el bien” o buena voluntad.

Para llevar a efecto el “trámite de regresión” San Agustín cree necesario introducir la específica eficacia de la Gracia divina. La acción de la Gracia no es, por ello, una eficacia general, impersonal, no dirigida a cada persona en concreto. Gran parte de la violenta polémica contra el monje Pelagio podría contemplarse a esta luz. Pelagio, o Celestio, conciben la posibilidad de una acción que deriva, es cierto, de Dios, pero que es común para todos los hombres. Por ello los hombres podrían, según Pelagio, obrar bien, obrar libremente, antes de la venida de Cristo. Podían proponerse como paradigmas de virtud y castidad a ciertos varones paganos. Pero para San Agustín, todas las virtudes de los paganos, sin la Gracia, solo son “espléndidos vicios”. Para que pueda hablarse de una vida verdaderamente libre es necesario el concurso de la Gracia, de la Gracia que Dios concede individualmente a cada hombre, no a la naturaleza humana. En la discusión contra el pelagianismo, San Agustín se mueve en la evidencia judeo-cristiana del Dios-Persona, de un Dios que conoce a cada hombre por su nombre, antes que en la evidencia helénica de Dios. ¿Cuál es, entonces, el alcance del optimismo atribuido al pelagianismo? En cierto modo ¿no es más optimista una concepción que, como la de San Agustín, atribuye a cada hombre el mérito de ser objeto de la atención divina? El optimismo agustiniano habría que buscarlo antes en su doctrina de la Gracia que en su doctrina de la naturaleza humana. Por ello es la fe en Cristo la fuente del mayor optimismo para el hombre. Cristo, al redimir a la Humanidad, es el quicio de la Historia, el verdadero motor del proceso de regresión hacia la identidad perdida. Porque Cristo nos ha prometido precisamente restaurar lo que habíamos considerado colmo de la enajenación del hombre: la separación del Alma y el Cuerpo, la Muerte. Cristo nos ha prometido la resurrección de la Carne.

Más que una Filosofía de la Libertad, San Agustín desarrolla una Teología cristiana de la Libertad.

Libertad y Enajenación, en Fichte

El párrafo primero de la Doctrina de la Ciencia satisface plenamente nuestro “trámite de identidad”. Fichte, en efecto, sienta como primer principio la proposición A = A, en cuanto puesta por el Yo, en cuanto es la vida misma del Yo existente, de la autoconciencia. Esta identidad, tal como se expresa en esta fórmula, parece más bien analítica que dialéctica. Sin embargo, su carácter analítico es solo abstracto. En concreto, este Yo implicado en la proposición A = A no es tanto un Yo empírico, psicológico, cuanto la condición de todo Yo empírico y concreto, un Yo trascendental. Es el Yo absoluto, que no se apoya en nada distinto de sí mismo, equivalente a la Sustancia de Spinoza, a Dios. Diríamos que Fichte vive una intuición religiosa, un “ontologismo” sui generis, una intuición que guarda cierto parentesco con la que Unamuno experimentará un siglo después. Es la intuición de Dios, no como Gran Relojero situado detrás de los relojes celestes, los astros, para mantenerlos en hora, sino como el Espíritu que alienta por detrás de las conciencias cuando experimenta una vida moral, una actividad libre. Que se confiera al Yo absoluto un estatuto trascendente al Yo empírico o bien que se le considere sumergido en la inmanencia de las conciencias empíricas, es una cuestión posterior –como lo era, en la doctrina de las Ideas de Platón, la cuestión del “lugar” de las Ideas. Lo fundamental en Platón, es la evidencia de que las Ideas constituyen la Arquitectura del Mundo. Lo fundamental, en Fichte, es la evidencia de que el Yo absoluto, Dios, constituye la arquitectura del Yo humano, en cuanto Yo libre y moral.

¿Y el “trámite de enajenación”? Tantos textos encontramos en Fichte –en las diversas etapas de su carrera literaria– que pueden leerse a la luz del concepto de enajenación que nos sentimos autorizados a considerar a Fichte como el primer pensador poskantiano –anterior a Hegel– que ha planteado la mayor parte de los problemas antropológicos en términos del “problema de la enajenación”. Sin perjuicio de que en Fichte no aparezca todavía fijado, como un tecnicismo, este concepto (Sein ausser sich, Entfremdung, &c., de Hegel).

La misión que Fichte asigna a su Teoría de la Ciencia es, precisamente, la ejecución de una especie de “trámite de enajenación”. La Teoría de la Ciencia se propone, según Fichte, explicar cómo del Yo libre (infinito y absoluto) puede brotar un mundo plural de determinaciones que se conexionan según una necesidad y que, por tanto, aparecen como exteriores al Yo, como un No-Yo, pese a que es el mismo Yo quien les dio origen. (Dentro de la escolástica kantiana podríamos afirmar que la misión de la Teoría de la Ciencia de Fichte asume la tarea central de la Crítica de la Razón Pura, a saber: la deducción trascendental de las categorías.)

Lo que interesa aquí subrayar, en todo caso, es que Fichte, cuando intenta formular las relaciones entre el Yo y el Mundo, recae una y otra vez en el esquema de la enajenación. Sirvan, como testimonio, estos textos del Destino del hombre: “¿Cómo puedes llegar a entender la percepción por el espacio? Meditemos sobre esta cuestión, y formulémosla; tengo mis razones para ello de un modo universal, diciendo: ¿Cómo puedes, en general, llegar con tu conciencia, que solo es conciencia, a salir de ti y de tu percepción hacer un sujeto que percibe y una cosa perceptible que no percibes?” “¿Y comprendes ahora claramente cómo eso que de ti mismo procede te puede parecer como un ser fuera de ti, y hasta debe parecerte así?” “Ahora empiezo a ver claro que, en efecto, yo no percibo sino lo que tú dices; y esa traslación de lo que solo pasa en mí a un objeto fuera de mí e independiente de mí, me parece ahora hasta extraña.”

La “enajenación” comporta dos efectos: 1.°, la objetivación del mundo, la salida del Yo fuera de sí; 2.°, la disociación o fractura de la unidad del hombre entre sus funciones especulativas y prácticas, entre la Contemplación y la Acción. Precisamente, si las cosas me aparecen como objetos exteriores, ajenos a mi Yo y capaces de encadenarme, es porque las considera especulativamente. Pero la acción es el motor mismo del conocimiento. Solo cuando “olvido” mi actividad (Tathandlung) –olvido que se produce precisamente por un desfallecimiento de mi libertad– llego a considerarme aplastado por las cosas que yo he producido, por los astros que, descubiertos por el astrónomo, se me presentan girando en un espacio silencioso, en órbitas fijas que imponen el destino a los propios hombres (Fatalismo).

Pero no son los manjares los que crean los sabores, o el hambre. Es el hambre la que determina los manjares y los sabores (Turró en España y, últimamente, Sartre, en su Crítica de la Razón dialéctica, han vuelto a edificar en el hambre la raíz de la “totalización” del Mundo del hombre).

No podemos seguir, en los estrechos límites de este trabajo, los pasos que Fichte da para desarrollar el mecanismo de la enajenación: su explicación de la génesis de las sustancias, de las fuerzas y, en particular, de la posición, fuera de mí, de otros Sujetos humanos, verdaderas construcciones de mi ley moral. Me limitaré a subrayar: 1.°, que el “trámite de enajenación” es la vía por la cual Fichte pretende explicar la realidad de los objetos del Mundo en general, y, en particular, los objetos de la industria humana, los objetos culturales, lo que podríamos llamar la “emancipación de las obras”, que es la esencia de la idolatría: 2.°, que la enajenación es para Fichte un proceso más bien metafísico, vinculado a la propia naturaleza de un Yo individual.

El Yo enajenado, olvidado de sí mismo, extraviado en el Mundo y en los demás es el Yo que ha perdido su libertad. El realismo es la filosofía del hombre enajenado. El principio de la moral no podría ser otro que el rescate de la libertad, la regresión hacia el Yo perdido por la mediación de la actividad en el Mundo, por la reconquista de la naturaleza, que constituye el argumento de la Historia Universal (Caracteres de la Edad Contemporánea). Fichte desarrolla ampliamente este “trámite de regresión” de un modo típicamente realista.

La regresión hacia la propia identidad aparece verificada, casi literalmente, en los dos preceptos supremos de la Moral de Fichte, que, en rigor, pueden considerarse como el aspecto positivo y negativo de un mismo imperativo. El positivo reza así: “Sé quien eres.” El prohibitivo: “Procede siempre de tal manera que tus resoluciones no estén en contradicción contigo mismo.”

La “regresión hacia sí mismo” es la marcha misma del hombre hacia su libertad. Una marcha en la que ya está comprometido el hombre más primitivo en tanto escucha en sí mismo el rumor de su libre actividad. Se desarrolla por el dominio de la Naturaleza, que está por entero a nuestro servicio: su resistencia es solo parto de nuestra libertad. Pero el programa moral, frente al mundo natural, debe tener un fin: la última generación lo alcanzaría. ¿Cuál sería el fin de la última generación? La humanidad quedaría sin finalidad. De aquí Fichte deduce que nuestro fin debe ser espiritual. En el Segundo Mundo, un Tercer Mundo se abrirá a la buena voluntad, que se identifica con la Voluntad infinita, hasta el punto de que solo así puede sacar fuerzas para la propia acción ante la Naturaleza física.

En todo caso, quizá sea posible concluir que Fichte se manifiesta todavía más metafísico e idealista cuando realiza el “trámite de enajenación” que cuando ejecuta el “trámite de conversión”. Le salva aquí su voluntarismo, su valoración de la actividad humana como sustancia misma de la moral. Una actividad, ciertamente, romántica, idealista, desconocedora de las condiciones objetivas y sociales de su ejercicio. Pero, en todo caso, Fichte ha formulado el marco ontológico –si bien de un modo abstracto– en el que puede plantearse la libertad humana como proceso histórico, y no meramente metafísico, como cancelación de una serie de enajenaciones “positivas”.

Libertad y Enajenación, en Marx

En las obras centrales de Marx –Crítica de la Economía Política o El Capital– encontramos abundantes meditaciones sobre la libertad humana, pero sobre la libertad concreta, histórica, por ejemplo, la libertad otorgada por la Revolución francesa. Esta circunstancia ha hecho pensar a algunos escolásticos –habituados a plantear los problemas filosóficos de la libertad en términos metafísicos– que Marx no posee propiamente una filosofía de la libertad, sino una serie de ideas “pragmáticas”, por lo demás bastante obvias y triviales. Pero los Manuscritos económicos-filosóficos contienen una formulación ontológica de la libertad que Marx precisó en su juventud (1844). Y esta formulación nos permite reexponer, en un sentido filosófico profundo, los materiales de sus obras posteriores que, de otra suerte, acaso apareciesen como dotadas de luz meramente empírica, o de técnica económica. En este breve artículo no es posible acometer esta reexposición filosófica de la doctrina marxista sobre la libertad. Se trata únicamente de diseñar sus fundamentos en tanto se acogen al m. d. p. que estamos ensayando.

La ontología marxista de la Libertad puede cómodamente describirse por medio del Modelo dialéctico progresivo. Esta posibilidad nos permite poner en contacto el pensamiento sobre la Libertad de Marx con el de otros pensadores que hemos analizado, en particular con Fichte. En los Manuscritos Marx desarrolla su pensamiento, sobre todo, en diálogo con Hegel y son sobradamente conocidas las relaciones entre el materialismo dialéctico de Marx y el idealismo dialéctico de Hegel, así como la mediación de Feuerbach. Pero muchas veces diríamos que Marx se sitúa en una actitud más próxima a Fichte que a Hegel. El voluntarismo de Fichte, y la identidad fichteana entre la Teoría y la Praxis –tesis central en la filosofía moral de Fichte– es mucho más afín a Marx de lo que pudiera serlo el intelectualismo de Hegel, y su desdoblamiento entre la Historia y la Filosofía que, como la lechuza de Minerva, solo levanta el vuelo cuando comienza el crepúsculo. En la terminología de Dilthey, formularíamos la afinidad entre Marx y Fichte por la comunión de ambos en el “Idealismo de la libertad”, mientras que Hegel representa el “Idealismo objetivo”.

Lo que venimos llamando “trámite de identificación” aparece implicado, y como sobreentendido, en los escritos de Marx, y de un modo genuinamente dialéctico. Este tránsito es descuidado por los “marxianos” que insisten, sobre todo, en el “trámite de enajenación”. Pero ¿tiene siquiera sentido lógico el concepto de enajenación sin un “trámite de identidad” que introduzca el sujeto mismo de la enajenación? En la doctrina de Marx aparece especialmente exigido este trámite en tanto que llega a plantearse el problema de si la enajenación no es, incluso históricamente, posterior a la realidad misma del hombre originario. Cuando –como ocurre en Fichte– la enajenación aparece como el estado originario del hombre empírico, cabría dudar de la realidad de esa identidad, nunca verificada empíricamente –o, lo que es lo mismo: verificada siempre en toda situación empírica humana. Pero la enajenación, según algunos “marxianos”, se produce de un modo al parecer “empírico”, como una caída –un “pecado original”, dice Marx: el “pecado original económico”. Esta caída desencadena, sin embargo, el desarrollo de la Historia efectiva humana (que es una prehistoria cuando se contempla filosóficamente). Estamos en la misma paradoja agustiniana: el pecado, la caída, la enajenación es lo que desencadena la Historia positiva humana: de suerte que, si no se hubiese producido esta caída, no existiría tampoco el hombre, el hombre concreto que va configurándose precisamente en el decurso histórico. No existiría tampoco el “Hombre total” del marxismo, no existiría “Cristo” del agustinismo. Y, sin embargo, el motor de la Historia no es la enajenación, como tampoco lo era el pecado. Estos serán el origen de la Historia, no su motor. Lo que mueve a la Historia es, precisamente, el proceso hacia la cancelación de la enajenación, el regreso hacia sí mismo, que cobra la forma de un esfuerzo, de un conflicto, sociológicamente, de una lucha de las partes de la Humanidad desgarrada, de una lucha de clases. En el devenir histórico, es el Hombre quien regresa hacia sí mismo.

Ahora bien: En San Agustín, este sí mismo aparece históricamente prefigurado por el hombre individual, Adán: la Historia es de algún modo el retorno al Paraíso perdido. Pero en la teoría de Marx, Adán no ha existido. El Paraíso es un mito: nunca ha salido el hombre de algún paraíso. Ha salido, después de miles de años, de una clase de monos más inteligentes. Entonces, ¿qué quiere decir enajenación? ¿Desde dónde cae el hombre si no hubo ningún paraíso en el que viviera encumbrado? ¿Cuál es el sujeto que se enajena? ¿O es que la enajenación marxista es originaria? En este caso, ¿qué sentido tiene el trámite de identidad? Si no existió, en el principio de la Historia, un Adán “idéntico a sí mismo” (= no enajenado) y si, con todo, la enajenación es una caída, en algún sentido contemporáneo con el origen histórico del hombre, ¿dónde se sitúa ese sujeto humano que satisface el “trámite de identidad”? ¿En el final de la Historia? Tampoco. El marxismo no es una escatología. Un “Paraíso comunista” es un concepto de la misma estirpe que el concepto de la “Edad saturnal”.

La identidad, como motor de la Historia, no puede ser meta histórica, sino inmanente al mismo proceso histórico humano. En los Manuscritos encontramos indicaciones terminantes. Marx nos dice –cuando le formulamos la cuestión sobre el “sujeto de la identidad”– que el sujeto del “trámite de identidad” no es el hombre como individuo – eminentemente, señalaríamos a Adán– si no el hombre como especie, el hombre como “animal genérico” (Gattungswesen). Pero el concepto del Hombre como especie es un concepto ontológico-moral y no un concepto histórico-empírico, sin que esto quiera decir que no pretenda referirse a realidades efectivas.

Hay un “trámite de identidad” en el pensamiento de Marx. Una identidad, desde luego, de tipo dialéctico, porque el hombre se identifica consigo mismo en virtud de una mediación. Pero el mediador ya no es Dios, como en San Agustín, o el Yo absoluto, como en Fichte, sino la naturaleza física. El hombre se hace idéntico a sí mismo solamente por la mediación del mundo material, de la “Naturaleza”. Podríamos parafrasear esta tesis marxista diciendo que el hombre no es sustancia. El hombre es más bien actividad –como Fichte había establecido– pero una actividad que necesita una “materia” que asimilar para subsistir y para hacerse a sí mismo. Esta actividad es lo que Marx llama “Trabajo”, concepto que tiene, en Marx, antes un sentido ontológico –relación del Hombre con la Naturaleza– que formalmente sociológico, como queda bien claro en El Capital.

La identidad del hombre consigo mismo es un proceso ontológico-histórico y no un proceso ideal-metafísico. El trabajo humano es la subsistencia misma del hombre –una subsistencia no metafísica, propiedad de una sustancia que precede a sus operaciones–, sino ontológica dada en la misma actividad. Esta identidad de la subsistencia produce la objetivación de la vida del hombre como especie. Mientras en Fichte la “objetivación” –posición del mundo objetivo por el Yo– aparecía referida al “trámite de enajenación”, en Marx debe subsumirse en el “trámite de identidad”. Con razón puntualizan los expositores de Marx que la “objetivación” no es “enajenación”. ¿Por qué habría de serlo? Lo sería todo desde una hipótesis idealista, ad modum Fichte o Hegel. Y, precisamente, lo que Marx objeta a Hegel es haber confundido esa objetivación –en virtud de la cual el hombre se realiza como un ser en la naturaleza– con la enajenación o extrañamiento del hombre de sí mismo.

La identidad dialéctica del animal genérico –identidad de la especie, que se levanta, a diferencia del animal, sobre el individuo– podría descomponerse entre tres tipos de relaciones, cada una de las cuales se realiza por la mediación de las otras (la operación “producto relativo” podría tomarse, a mi juicio, como el esquema lógico de esta mediación):

— Identidad del individuo consigo mismo.

— Identidad del individuo con Naturaleza.

— Identidad del individuo con la especie.

Estas tres relaciones están sobreentendidas en muchos pasajes con la Naturaleza de Marx y algunas explícitamente citadas. Son el presupuesto de la doctrina marxista de la enajenación.

¿Qué es la enajenación, en el pensamiento marxista? Esparcidas por sus obras hay muchas acepciones de este concepto y muchas veces no es fácil encontrar un nexo que las vincule. ¿No podríamos ensayar, como concepto general operante en Marx, precisamente el concepto de enajenación inherente a nuestro “trámite de enajenación”? La enajenación sería, precisamente, la fractura de la identidad, la negación de una identidad que, por otra parte, lucha constantemente por mantenerse. No es, por tanto, un concepto físico: un individuo descuartizado por un tronco de caballos, no está enajenado, está muerto. Pero el hombre enajenado sigue viviendo. Luego sus constitutivos, aunque desgajados entre sí, separados, siguen “gravitando” en un campo unitario, el campo de la Humanidad como especie. La enajenación es un proceso inmanente: no es el hombre el que “sale de sí mismo”, sino unas partes de otras, pero todas dentro de lo humano.

La enajenación, como correlato de la identidad, se desarrollará según la misma estructura que hemos atribuido a ésta. En los Manuscritos encontramos ya explícitamente estos desarrollos. Marx habla, ante todo, de una “enajenación activa”, una “auto-enajenación”, que es la fractura de la relación del individuo consigo mismo. Ya la producción –por ejemplo, la producción industrial– es enajenación activa. Este aspecto ontológico de la enajenación constituye el marco principal en el que se desarrollan los procesos económico-ontológicos analizados en El Capital.

En segundo lugar, Marx habla de una “enajenación pasiva”. Pero esta no es otra cosa, sino la negación de la identidad entre el individuo y la naturaleza, es decir, el objeto del trabajo. Esta enajenación brota de dos raíces eminentemente ontológicas –lo que contradice la interpretación de la enajenación marxista como acontecimiento extrínseco– a saber: la que se refiere a los “medios de existencia del trabajo” (que no podrían tener lugar sin la materia) y la que se refiere a los “medios de existencia del trabajador” (cuya subsistencia procede de los alimentos, y no de la eficacia de una sustancia espiritual). Marx llama a veces a esta enajenación pasiva “esclavitud” o dependencia de la materia. La Idolatría –fuente eminente de la enajenación religiosa– es enajenación pasiva.

En tercer lugar, la enajenación aparece como la interrupción de la identidad entre el individuo y la especie. El trabajo enajenado invierte las relaciones del individuo con la especie. La vida individual se convierte en un fin. Podríamos decir que es, según este modo de enajenación, cómo se produce la división de la Humanidad en clases, las “apropiaciones originarias”, orientadas precisamente al interés de los individuos o de los grupos y no al interés de la Humanidad.

Por último, es la identidad de todo lo humano –que, acaso, pudiéramos formular como la atracción mutua de sus fragmentos, con una intensidad mayor que la que puedan experimentar en el seno de otros “campos de fuerzas”– la que mueve a la cancelación y superación de las enajenaciones. Marx, como es sabido, ejecuta en concreto el trámite de regresión de un modo dialéctico: cada desarrollo de una región humana enajenada, provoca el desarrollo de una fuerza opuesta, o de otras varias que se componen, orientándose idealmente hacia la superación o reducción de la enajenación. ¿Tiene sentido hablar de un límite de esta regresión, de un estadio final en el que ninguna enajenación tuviese cabida?

Este es el gran problema implícito en toda teoría de la Libertad que se ajusta a un “Modelo dialéctico progresivo”. Fichte lo vio con toda claridad. Podemos ilustrar el problema con palabras físicas: la regresión a la identidad ¿no comporta un incremento insuperable de la entropía del sistema y, por consiguiente, su parálisis? Sería interesante analizar de qué maneras ensaya cada pensador acogido al m. d. p. encontrar una salida a esta dificultad formal, que muchas veces ni siquiera ha advertido claramente. Pero no es ésta la ocasión más oportuna.

Gustavo Bueno Martínez

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{1} El Capital, Libro 1, XXIV, I: “El secreto de la acumulación originaria”.

{2} El presente artículo resume algunas sesiones del Seminario sobre la Libertad, celebrado en la Universidad de Oviedo durante el Curso 196-1964. Dada la índole de este artículo, ha sido suprimido todo el aparato crítico de citas textuales, referencias y cuestiones técnicas, manteniendo, únicamente, la intención de ofrecer una exposición de lo esencial.

[ Publicado en in / 26, “Revista de Información del I.N.I. Publicación bimestral editada por el Centro de Estudios Económicos Información y Síntesis (C.E.E.I.S.) del Instituto Nacional de Industria”, “ Segunda época de la Revista de información del Instituto Nacional de Industria”, Año XVIII, número 26, Madrid, septiembre-octubre 1965, páginas 18-27. En ese mismo número: 14-15: “Informe de la OCDE sobre la economía española”. 28-35: Antonio Perpiñá, “Industria e industrialismo”. 36-42: Enrique Pire Solís y Antonio Martín Morales, “Fabricación en Huelva de ácido fosfórico, super triple, fosfatos de amonio y sus derivados ternarios”. 43-50: Antonio Bernaldo de Quirós, “Transporte marítimo de metano líquido”. 51-60: Textos seleccionados: José Ortega y Gasset, “Meditación de la Técnica”. 61-65: L. Figuerola-Ferretti, “La impopularidad del arte actual”. 66: Máximo, “Humor: El testigo. Relato de más fiction que science”. 71-73: Noticias del I.N.I. 74-79: Noticia de 10 libros. 80-82: Escaparate de diarios y revistas. Tema: América, realidad y problemática. 83: Información de reuniones, conferencias, certámenes y concursos. ]