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Gustavo Bueno

¿Qué es la Universidad?

[ 1961 ]

I

Necesidad de reflexionar sobre la Universidad

La Universidad es una institución y, como tal, posee esa característica “independencia” respecto de las personas que la componen –profesores y estudiantes– que permite decir con algún sentido que tiene vida propia. Las representaciones subjetivas que de la Universidad pueda tener alguno de sus miembros deja, en efecto, inafectada a la institución: ésta funciona según unas reglas objetivas, que no quedan comprometidas por la subjetividad de las opiniones privadas de cada cual.

Pero si la “objetivación” de las instituciones es la condición de su realidad transindividual –y salvaguarda de los caprichos de la interpretación individual– es a la vez, también, la fuente de su “enajenación”. Cuando la inmensa mayoría de las representaciones subjetivas de una institución –aún más: las interpretaciones de sus miembros dirigentes– no están ajustadas entre sí, es decir, no poseen un mínimo ajuste con la realidad objetiva, podemos diagnosticar, sin temor a equivocarnos, una alarmante dolencia: la institución no es ya sólo “objetiva”, sino que nos es ajena: esta “enajenada”, y sigue moviéndose por inercia. Inercia peligrosa que la hace avanzar ciegamente, que termina fácilmente por estrellarla contra los intereses subjetivos.

Por esto, reflexionar sobre la Universidad es siempre una obligación para quienes pertenecemos a ella, como profesores o como estudiantes. Una obligación que no puede considerarse nunca cancelada, porque nunca puede considerarse resuelta, de una vez para siempre, una cuestión en cuyo planteamiento interviene, no sólo la ideal objetividad de la institución, hipotéticamente dada de una vez para siempre, sino también los cambiantes intereses de las nuevas promociones de profesores y estudiantes. Según esto, el que coincidamos con otras interpretaciones pretéritas es un hecho eventual, y tan original como podría serlo un plan revolucionario de transformación de su misma estructura.

Reflexionar sobre el ser de la Universidad como institución, no es, por tanto, una mera cuestión privada, sino que pertenece a la dialéctica objetiva de la institución. Estas reflexiones reclaman, pues, constantemente, una discusión pública. Por este motivo, agradezco vivamente al director de esta revista universitaria que haya solicitado mi colaboración precisamente para responder a la pregunta: ¿Qué es la Universidad? Las ideas que esquemáticamente voy a exponer aquí han sido ya discutidas este mismo año en coloquios universitarios. Los que asistieron a ellos podrán reconocer aquí, más de una vez, el eco de sus intervenciones. Quiero advertir al lector que el estilo seco y escolástico que voy a dar a esta exposición tiene una intención deliberada: la de esquematizar los pensamientos despojándolos en los posible de toda ambigüedad, a efectos de facilitar la ulterior y eventual discusión pública. Mi intención no es persuadir a los lectores de ciertas ideas, recurriendo incluso a las trampas de la retórica, sino trabajar, como si se tratase de un problema de álgebra en el planteamiento y solución –dentro de nuestras actuales coordenadas de intereses– de esta sencilla pregunta, siempre abierta: ¿qué es la Universidad?

Definiciones convencionales previas

La pregunta: ¿qué es la Universidad?, será interpretada aquí como la pregunta por su esencia.

Utilizaré el viejo concepto de “esencia” en el sentido lógico habitual: un conjunto de rasgos o propiedades que satisfacen estas dos condiciones:

1.- Ser específicas o diferenciales dentro de una totalidad de objetos.

2.- Ser estructuradas internamente, coherentes, vinculadas por una interna cohesión que les confiere una estabilidad distinta de la que conviene a un mero agregado extrínseco de propiedades.

La determinación de la esencia de una idea venga a ser “clara y distinta”. “Clara”, en tanto que se nos presente nítidamente separada de las otras ideas, no “oscurecida” o contagiada por ellas. “Distinta”, en tanto que, internamente, se nos descubren las líneas de su estructura, que antes se nos aparecían “confusas” y como desdibujadas. Pero la claridad de las ideas –es decir, su separación y cortadura con respecto a las demás esencias– no debe ser de tal naturaleza que haga imposible la ulterior inserción de la idea en el contexto de las ideas de las que fue arrancada: si esto ocurre, nuestra idea, por clara que fuere, sería “utópica”, es decir, sin un puesto definido en la sociedad de las ideas, o al menos, sin un esquema de inserción posible en esa sociedad. Conseguir la claridad al precio de la utopía, es mal negocio. Es, sencillamente, un cálculo errado de nuestra economía mental; por consiguiente, un cálculo que debe ser inmediatamente corregido, si su error es, efectivamente, descubierto. Correspondientemente, la “distinción” de las partes internas de una idea no puede llevarse al extremo de hacer imposible su organización estructural. Una distinción empírica de partes, por minuciosa y abundante que sea, cuando no permite la recomposición de las internas fuerzas de cohesión, constituye un descuartizamiento de la idea. Este escrúpulo en la enumeración de partes, aun cuando se haga con todo el rigor de un método estadístico, puede resultar también un cálculo errado, que deberemos estar dispuestos también a rectificar.

Voy a “usar” esta sumaria definición de esencia en algunos ejemplos, para que quede bien claro el alcance que le doy cuando la aplico a la Universidad. Ante todo, podemos utilizar “esencia” para designar a esas invariantes que la ciencia natural suele llamar “estructuras”. Hablaremos de la “esencia” de los vertebrados, de la “esencia” del cloro o del helio (que nos vendrá dada por su fórmula atómica), de la “esencia” del triángulo. Estas esencias, pese a aplicarse al dominio de los seres naturales, no implican una “necesidad objetiva” (al modo platónico o incluso fenomenológico), sino que se salvan ya interpretándolas como construcciones lógicas, necesarias para dominar racionalmente el mundo. Es por ello enteramente previsible la transformabilidad dialéctica de unas esencias en otras, en virtud de mecanismos internos a la propia esencia considerada (esta transformación la revela, en la biología, la forma de una evolución “macroscópica”, o transformación de unas especies en otras; en la química, la forma de una transmutación de unos elementos del sistema en otros; en geometría, las transformaciones proyectivas topológicas, &c., de unas figuras en otras). También en la esfera de las esencias físico-naturales caben esencias inverificables, por utópicas o contradictorias: desde el elemento 94 del sistema periódico (antes de que fuera descubierto) hasta el “ave fénix”, el “perpetuum mobile” o el poliedro regular de diez caras.

Pero en la esfera de las realidades culturales –es decir, aquellas realidades que son configuradas gracias a la explícita y, por así decir, “artificiosa” intervención de la conciencia humana, y que, por consiguiente, sólo por “educación” de unas generaciones a otras perduran– tiene aplicación el concepto de esencia. Con una circunstancia que hace resaltar, además, la oportunidad de este uso: que las realidades culturales, en la medida en que son precisamente obra de la conciencia humana, y en la medida en que esa conciencia procede siempre dentro de categorías lógicas, poseen la esencia, no sólo acaso como una condición de nuestro conocimiento, sino como un componente de su misma realidad cultural. Las realidades culturales –el Estado, la familia, el arte– conservan siempre la huella de los mecanismos lógicos de la conciencia: son esencias abstractas, concebidas (muchas veces en grado aparentemente utópico), que han logrado tomar realidad. La familia monógama, como el Estado, son, en este sentido, tan artificiosas como la maquinaria de un reloj. Cual sea en concreto la esencia de cada realidad cultural es ya otra cuestión que las diferentes disciplinas culturales deben determinar. Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, pensaba que a la esencia de la familia monógama pertenece el “servicio doméstico” (la “sociedad heril”). Aunque hoy día algunas personas sean fervientes tomistas (al menos en este punto) hay también ilustres sociólogos que ponen en duda esta interpretación.

Esencias culturales “positivas” y esenciales “trascendentes”

Y ahora voy a introducir una distinción, enteramente discutible, pero que resulta útil para plantear más de cerca la pregunta por la esencia de la Universidad. Hasta el punto de que la problemática esencia de la Universidad puede considerarse en estrecha dependencia con el fundamento mismo de esta distinción. Y aun cuando esta distinción no se admita –o por lo menos con el alcance que aquí le doy– creo que se le concederá cierta utilidad para el análisis de estos problemas.

Hay esencias culturales definibles (clara y distintamente) dentro de un área de valores culturales muy determinados, al menos en la época histórica o en el nivel sociológico dentro del cual promovemos la definición. Estas esencias –que pueden referirse a profesiones, a instituciones, a cualquier “producto” cultural– cobran un perfil precioso; su silueta se recorta en un marco de realidades muy determinadas, y por ello, en el caso más eminente, estas esencias adquieren un sentido “técnico”. Así, un club de natación, una empresa industrial, un instituto de idiomas, son “instituciones positivas”, a saber: con fines y medios muy precisos, definibles dentro de la constelación de valores vigentes. Son “esencias positivas” registrables, por ejemplo, en las oficinas que los Estados modernos tienen para elaborar un registro de patentes o un registro de asociaciones.

Pero seguramente el oficial del registro quedaría perplejo si, entre las solicitudes de una asociación, constase una que pidiese la creación de un nuevo Estado. La perplejidad se puede explicar de este modo: el oficial es un funcionario del Estado que recibe todo tipo de solicitudes que se mantienen definibles dentro del marco del Estado al que sirve, pero no tiene previstas solicitudes que, para definirse, rebasan el propio marco, trascienden, pues, el marco positivo en que nos movemos ordinariamente y, por consiguiente, son “esencias trascendentes”. Utilizo esta palabra con la menor cantidad posible de sentidos estimativos; prescindo de todo el cortejo de matices peyorativos que la palabra “trascendente” suele llevar consigo.

Una esencia cultural trascendente –por oposición a una esencia cultural positiva– es, según esto, una esencia que no queda adecuadamente definida por su referencia a ciertas realidades determinables dentro de un marco sociológico o histórico de valores; porque trasciende precisamente esos marcos o se define al menos por su pretensión de trascenderlos. Inventar un nuevo dispositivo para la refrigeración de un motor de explosión, es un acto enteramente positivo dentro de un sistema cultural en el que existan ya los motores de explosión, y, en general, una red de útiles necesarios para moverse por nuestro planeta. Pero inventar un dispositivo para salirse del propio planeta –una astronave con destino a la Luna– tiene algo de “metafísico” y trascendente por respecto a los programas ordinarios de los Estados, hasta la primera mitad de este siglo XX, atenidos a la planificación de la vida en la Tierra. Se demuestra por la resistencia a pensar estos nuevos ingenios en términos “trascendentes” y la preocupación por agotarlos mediante términos técnicos o positivos, aunque pertenezcan éstos a otra categoría –v. gr., la técnica política: se formula la invención de una astronave como eslabón de una amplia estrategia propagandística–.

Como ejemplos arquetípicos de estas instituciones no positivas cito a la Iglesia y al Estado. La esencia de una “iglesia” no puede describirse adecuadamente dentro de un marco positivo de acciones humanas “mundanas”, consideradas las unas con relación a las otras: incluye la referencia a la totalidad global misma del hombre y del modo, además, más fuerte posible, a saber: como eliminación, porque una Iglesia considera a cada una de esas acciones como algo efímero, como “cuidados temporales” que sólo valen, en último análisis, con relación a la vida ultraterrena. Por lo que se refiere al Estado, también hay motivos fundados para interpretarlo como una institución de tipo “trascendente”. En los discursos de la Corona, los Jefes de los grandes Estados apelan a ideas trascendentales –tales como la posibilidad de la vida en el planeta o el destino de Occidente– que a algunos ciudadanos pueden parecer retóricas, pero que demuestran hasta qué punto estos actos simbólicos, en los que el Jefe del Estado habla como tal, no pueden llenarse con palabras meramente “positivas”. Es muy difícil en cada caso aplicar esta distinción con resultados perfectamente unívocos. Ello es debido a que las instituciones trascendentes se “tecnifican” o funcionalizan tanto como las instituciones técnicas, en ocasiones, se “trascendentalizan” –basta escuchar algunos reportajes de partidos de fútbol para comprobarlo. La Iglesia, en la mente de muchos, llega a ser un instituto perfectamente positivo, describible en términos “mundanos” y psicológicos. El Estado es concebido por muchos como una “empresa” más, al lado de las otras, con fines plenamente positivos. Sin embargo, los fieles no aceptarían el retrato “behaviorista” que en términos mundanos hiciese un observador neutral, ni los políticos estarían siempre dispuestos a aceptar –más que con el valor propio de una útil metáfora– la comparación con los jefes de empresa privada.

¿Y la Universidad?

La cuestión sobre la esencia de la Universidad queda aquí planteada de este modo: la Universidad, ¿es una institución técnica o una institución trascendente? La esencia de la Universidad, ¿puede adecuadamente describirse en términos positivos tomados de nuestra constelación de patrones culturales, o bien estos términos resultan impotentes para apresar todo lo que se contiene en la Universidad como institución? Si eso es así, ¿no estamos obligados a ensayar siempre una formulación de la esencia de la Universidad en términos “trascendentes”?

Este planteamiento de la pregunta, ¿qué es la Universidad?, no es, por supuesto, el único ni acaso el más adecuado; pero en todo caso es lo suficientemente fecundo metodológicamente para tratar con orden muchas cuestiones que a todos nos interesan, y para descubrir algunos aspectos que acaso otros planteamientos no tienen fuerza para revelar. En el próximo artículo comenzaré la discusión de las soluciones posibles a esta cuestión, así planteada. Si he dedicado todo este artículo a este planteamiento, ha sido porque he pensado, de acuerdo con el lema clásico, que una cuestión bien planteada es la mitad de la solución. “Prudens quaestio dimidium est scientiae”.

II

Soluciones posibles a la cuestión sobre la esencia de la Universidad

La pretensión de agotar la esencia de la Universidad por medio de conceptos “positivos” es una posibilidad siempre abierta y nunca podemos considerarla cerrada “a priori”. Es una posibilidad tentadora, porque ella nos promete apresar la esencia de la institución por medio de relaciones muy precisas y determinadas, “positivas”, que sitúan a la Universidad dentro de un marco o sistema de coordenadas o valores que se dan por supuestos. He aquí diferentes tipos de estas coordenadas: 1.° Suponemos un conjunto de patrones de conducta humana, social, política o religiosa, que se declaran fuera de toda discusión. 2.° Suponemos unas tablas de valores definitivamente consolidados –la Geometría de Euclides o la organización de los seres vivos en familias, órdenes, géneros, especies, etcétera. 3.° Suponemos, otras veces, un sistema de “profesiones” pensadas como formas de vida que se ofrecen “a priori” a las nuevas promociones y sobre las cuales no se plantea siquiera la cuestión de su contingencia social: notarios, profesores de latín o ingenieros de caminos.

Alguien pensará que todo esto es mucho suponer. Y sin embargo, esta abundancia de suposiciones es el precio de una descripción “positiva” de la esencia de la Universidad, como institución. Quien, llevado de un anhelo de “realidades tangibles” busca descripciones positivas de la Universidad, no suele advertir que todo el rigor alcanzado se mantiene dentro de los supuestos implícitos. Cierto que este rigor, aún relativo a unas coordenadas, es un valor estimable, pero se hace sumamente peligroso cuando, olvidándose de las coordenadas, necesarias para la determinación de esos rasgos positivos, se erige en evidencia absoluta e incondicionada. Entonces, ese rigor es sólo, por lo menos, ingenua inocencia y, por lo más, fanatismo enmascarado.

A los efectos de ensanchar todavía más nuestra conciencia de estos supuestos implícitos en toda definición “positiva” de la Universidad, podemos sistematizarlos en torno al concepto de “racionalización”. Cualquiera que sea la estimación que merezca la conducta racionalizada, nadie negará que ella impregna la cultura occidental (y según algunos, constituye su diferencia específica; tomemos como punto de referencia el ejercicio puro, “académico” del razonamiento de la ciencia). Los supuestos enumerados anteriormente se organizan ahora de la siguiente manera:

1.° Serie de supuestos previos al mismo ejercicio académico del pensamiento racional. En esta serie incluiremos todo el conjunto de supuestos “humanísticos” (morales, políticos, sociológicos, religiosos) que actúan como condiciones existenciales previas a la misma vida académica. Es evidente que ésta sólo puede respirar dentro de ciertas pautas culturales dadas en una convivencia pacífica, que presupone a su vez una mínima situación de equilibrio económico o social; unas mínimas condiciones de salud corporal; un mínimo espíritu de colaboración y disciplina, de respeto a las opiniones ajenas; un sistema de usos (entre ellos, el lenguaje). En suma, lo que nuestros clásicos llamarían un conjunto de “virtudes” humanísticas y cuyo ejercicio no está restringido al interior de los recintos académicos y ni siquiera está ordenado específicamente a la “vida académica”. Utilizaremos la siguiente fórmula: aunque éstas virtudes humanísticas no implicaban la vida académica, la recíproca no es cierta: la “vida académica” implica estas virtudes y por consiguiente no puede definirse “positivamente” a sus espaldas.

2.° Serie de supuestos “homogéneos” a la misma “vida académica”, a saber, la vida que se desarrolla, por ejemplo, en las aulas, en los laboratorios, en los seminarios, en las bibliotecas. Pondremos, bajo esta rúbrica, todo el conjunto de principios, saberes y métodos considerados como integrantes de un patrimonio intelectual pensado, en sus líneas generales, como definitiva adquisición histórica y cuya posesión convierte a la Universidad en una “escuela”.

3.° Serie de supuestos relativos a las actividades, funciones o profesiones que, aunque se ejercitan fuera del recinto universitario y hunden sus raíces en estratos extrauniversitarios, sólo se comprenden (en nuestra civilización “occidental”) como consecuencia de la “vida académica”. Inversamente a lo que ocurría a los “supuestos humanísticos” (de la primera serie), aquí la vida académica no los implica internamente, pero en cambio ellos implican, en nuestro círculo cultural, la vida académica. No aceptamos curanderos, sino médicos; no aceptamos magos, sino ingenieros; no aceptamos hechiceros, sino psicólogos; no aceptamos sicofantes, sino abogados. En general: exigimos que estas profesiones o funciones –cuyas análogas, en otros círculos culturales, se desenvuelven al margen de la vida académica– hayan recibido un fuerte proceso de “racionalización” que (por otra parte) no debe interpretare como una creación, desde el momento en que estas funciones preexistían al proceso racionalizador. Pero nuestra civilización occidental considera que el estadio prerracional de las mismas es un estadio mítico de extraordinaria peligrosidad para la realización de los valores.

Descripciones “positivas” de la esencia de la Universidad

Tomando como referencias las diferentes series de supuestos que acaban de ser aludidos, podemos clasificar en tres tipos las definiciones “positivas” de la esencia de la Universidad:

En el primer tipo, incluimos todas aquellas definiciones que propenden a situar la esencia de la Universidad en las funciones “formativas”. Se distingue, por ejemplo, la “formación” de la “instrucción” (o información) y se subraya enérgicamente que la misión de la Universidad es, principalmente, “formativa”. Esta distinción o bien se aplica a cada una de las especialidades, o bien a su conjunto. En ninguno de los dos casos tiene sentido fácil esta distinción. La “formación” en cada una de las disciplinas es absolutamente imposible, en el nivel actual de desarrollo científico. La “formación” en el sentido global, nos retrotrae al nivel de nuestro bachillerato y pone la esencia de la Universidad precisamente en la “formación a nivel de bachillerato” (en la Universidad norteamericana, el bachillerato constituye, precisamente, la tarea de los cuatro primeros años universitarios. Pero ese bachillerato –que está ya especializado– no persigue los mismos fines de “formación general” que el nuestro. La defensa de una “educación general” como objetivo primordial de la Universidad –en el sentido de la General Education in a Free Society, de Harvard– busca precisamente resolver estos problemas).

Otro tanto podría decirse de los intentos europeos del “Studium generale” como ideal universitario (pueden verse los artículos de Eduard Fueter en la Revista de Educación, números 5, 6 y 7). El concepto de “formación” sólo tendría sentido universitario cuando en él se considera, más que el aspecto científico o intelectual, su aspecto humanístico. Es decir, cuando la propia actividad  intelectual aparece subordinada a unos intereses que pertenecen a nuestra primera serie de supuestos. La misión de la Universidad descrita en términos positivos busca entonces “formar hombres” en el sentido más indeterminado. En concreto, esta misión es interpretada unas veces como una misión política (formar ciudadanos), o bien religiosa (formar las almas, en sentido teológico). Todo se subordina, en estas concepciones de la  Universidad, a estos fines, incluso las propias actividades intelectuales, que adquieren, dentro de la misma Universidad, una significación instrumental. Es muy provechoso reflexionar hasta qué punto todas nuestras actividades universitarias que se engloban bajo las rúbricas de “educación religiosa”, “formación política” o “educación física”, tienen la consideración de “formativas” o de “complementarias”; si son compatibles estas dos consideraciones o si son incompatibles, en cuyo caso el uso de uno de los términos sería puramente eufemístico.

En el segundo tipo de descripciones positivas de la Universidad incluimos todas las definiciones positivas que destacan sus funciones estrictamente intelectuales, como fin propio de la Universidad (sin que ello implique afirmar que ese fin de la institución es el fin último del hombre) y en particular la investigación –o la docencia orientada a la formación de investigadores–. “Una verdadera Universidad es la depositaria de todos los conocimientos adquiridos hasta el momento por la civilización. Su misión es conservar estos conocimientos, ampliarlos mediante la investigación y difundirlos por medio de la enseñanza” (F. Millet Rogers: “La educación superior en los  Estados Unidos de América”). Me permito llamar la atención sobre el matiz “positivo” que suele afectar a la noción de investigación. La “investigación” se nos abre como tarea técnica; el aspecto de “creación” que va encerrado en la actividad investigadora pierde importancia ante la organización metódica y técnica de esta investigación. Sólo desde este aspecto se comprende que pueda programarse la investigación, o que los profesores universitarios, cuando están dedicados plenamente a la Universidad, deban realizar “investigaciones” tangibles, que se puedan contar y entrar en las máquinas de calcular. La investigación es concebida como tarea orientada hacia el descubrimiento de “verdades” numerables, que van agregándose al patrimonio de la Universidad. Un concepto inocente, al parecer, como es el de investigación, puede ser usado como concreción de una idea positiva de la misión de la Universidad.

En el tercer tipo de descripciones positivas de la Universidad incluiremos aquellas que utilizan la tercera coordenada de referencia. La Universidad se nos presenta ahora como un centro docente superior, como un conjunto de “escuelas” destinadas a hacer abogados, boticarios, médicos o profesores de latín. Las primitivas universidades europeas tuvieron, en efecto, el carácter de escuelas especiales: Bolonia, de Derecho; Salerno, de Medicina.

Esquema crítico de las definiciones positivas de la Universidad

Estos tres aspectos “positivos” de la Universidad son relativamente independientes. Simplificando un poco diríamos que el primer tipo de definiciones positivas (la Universidad como instituto de formación humana) es la preferida por los políticos, moralistas y amigos de la Universidad, pero ajenos a la vida académica; el segundo tipo de definiciones positivas (la Universidad como centro de investigación y formación de investigadores) prospera sobre todo entre los profesores universitarios; el tercer tipo de definiciones positivas (la Universidad como escuela profesional superior), es el que prevalece entre la mayoría de los estudiantes universitarios, que van a la Universidad como vía obligada para hacerse jueces, notarios, boticarios, químicos o pedagogos. Se comprende que, en la realidad, estos tres tipos de definiciones coexistan en tanto que coexisten estudiantes, profesores y amigos de la Universidad.  Esta coexistencia factual es traducida casi siempre en una definición “sintética” que se reduce a construir el “mínimo común múltiplo” de los tres aspectos señalados, proclamando enumerativamente que la esencia de la Universidad consiste en la triple misión de “formar ciudadanos, promover la investigación científica y preparar profesionales”. Desde el punto de vista práctico la yuxtaposición de estas tres funciones se intenta bien sea de forma simultánea (la Universidad europea, en general), bien sea en forma sucesiva (la fase del “College” y la de “School”).

Ahora bien: una yuxtaposición de rasgos no puede confundirse con una  determinación de la esencia de una institución. Si los rasgos no están internamente trabados, pueden disociarse –lo que hace posible modelos históricos de Universidad cuyo centro se desplaza sensiblemente hacia uno de los tres ejes– y admiten la incorporación de funciones enteramente heterogéneas que se agregan al núcleo habitual en virtud de decisiones arbitrarias, pero no menos justificadas que el enlace de los rasgos habituales entre sí. No podemos dar una agregación empírica de las tres series de rasgos en una unidad institucional con la construcción de la esencia de la institución, si nos atenemos a la noción de esencia que hemos adoptado: un conjunto de rasgos que sean diferenciales –por respecto a las demás instituciones– y que sean internamente estructurados. Pero el agregado de estas tres funciones positivas no es diferencial, cuando se toman distributivamente cada uno de sus rasgos, ni es coherente cuando se toman conjuntamente.

No es diferencial, porque cada una de las funciones positivas es también ejercida por otras instituciones. La formación humana es fin directamente perseguido por otras instituciones –la Iglesia, los centros de enseñanza media, las academias militares o los Sindicatos–. La “formación de investigadores” y la investigación misma, como actividad “positiva”, tampoco puede considerarse hoy misión específica de la Universidad. No sólo las empresas privadas no universitarias sostienen vigorosos centros de investigación, sino que también los propios Estados instituyen organismos no universitarios orientados a promover la investigación científica en todos sus aspectos: en España, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, al cual no tienen acceso, como miembros numerarios, los profesores universitarios plenamente dedicados a la Universidad). Por último, la formación profesional tampoco es una misión específica de la Universidad: es compartida por otras muchas instituciones, desde las escuelas especiales superiores (arquitectura, ingeniería, etcétera) –que han sido recientemente incorporadas a la Universidad– hasta las escuelas de Magisterio, de Comercio o los Conservatorios de Música. Si ponemos la “formación profesional” como esencia de la Universidad, es evidente que no podríamos dar razón de la exclusión de las que ahora son escuelas no universitarias más que por motivos sociales totalmente circunstanciales (aunque muy eficaces). Sólo en virtud de una tabla de valores, vigente en una sociedad determinada, pero no inmutable, puede darse el caso de que se estime universitario al ingeniero y no al maestro, al registrador de la propiedad y no al profesor de música. Si nos atenernos a la definición positiva de la Universidad como escuela profesional, reconocemos que la estructura de la misma está montada sobre los más frágiles conceptos de la sociedad burguesa. Pero, ¿no es extraño que en esto pueda resolverse una institución tan cargada de sentidos axiológicos como es la Universidad? Antes de proceder a incorporar a los cuadros universitarios cualquier escuela profesional, en nombre de una teoría profesionalista de la Universidad, ¿no deberemos ensayar la formulación de la esencia de la Universidad en un nivel precisamente diferente del que corresponde a las escuelas profesionales?

Si cada una de estas funciones positivas asignadas a la Universidad no son, aisladamente asumidas, diferenciales, podríamos pensar que es la intersección o producto lógico de ellas lo que constituiría la formulación de la esencia de la Universidad. Pero este pensamiento queda también notablemente quebrantado por la razón de que ese producto –tanto si se piensa como realizable en el estudiante, como si se piensa dado en el profesorado– no parece constituir una unidad interna. Ahora bien, la justa posición de los tres tipos de funciones a nivel “positivo” determina tensiones más o menos intensas, resueltas prácticamente a costa de subordinar alguna de las funciones que teóricamente merecen tanta consideración como las demás. Esta es, sin duda, una solución práctica: pero al apartarse de la estructura teórica aceptada revela lo que podría denominarse una situación de mala conciencia. En efecto: es proverbial entre nosotros el antagonismo entre la “docencia” y la “investigación”, en el profesorado. De otro lado, el estudiante que busca un título profesional se desentiende, por supuesto, de la investigación e incluso del interés por una formación científica. He asistido de cerca, hace unos años, a un lamentable movimiento de protesta contra un profesor de Fisiología, basado fundamentalmente en el argumento de que la bioquímica carecía de toda utilidad para la formación del médico práctico.

En compensación, la mayor parte de los profesores universitarios acostumbran a subrayar la independencia de su labor con respecto a las “salidas” prácticas de los graduados. En España, el sistema de oposiciones corrobora objetivamente la teoría de la independencia, puesto que la oposición parece presuponer la hipótesis de que la licenciatura universitaria –o la clasificación según el expediente académico– no demuestra en el licenciado la requerida competencia para el desempeño de una función profesional. Incluso se va extendiendo a distintas profesiones la costumbre de exigir cursos en una escuela profesional extrauniversitaria al graduado que ha superado ya la prueba de las oposiciones. Algunas veces son dos Facultades las que organizan cursos para postgraduados, equivalentes a una escuela profesional; pero estos estudios tienen un carácter extrauniversitario y sus profesores no suelen ser ni siquiera doctores, sino precisamente profesionales prácticos. Las tensiones que determina la “Formación humana” (desde la educación religiosa hasta la educación física) con respecto a las otras actividades –tensión que aparece ya como un problema de horario– son obvias y no es necesario insistir sobre ellas.

En resolución: el intento de definir la esencia de la Universidad por categorías “positivas” nos conduce a soluciones inestables, en las cuales la esencia de la Universidad permanece oculta o incluso se nos revela como ineficaz o inexistente. Ninguna de las funciones “positivas” ensayadas resulta ser específica de la Universidad y la reunión de todas ellas es inconsistente, fuente de conflictos con el expediente práctico de abolir o atrofiar algunas de esas cuestiones, porque entonces procedemos en contra de la misma pretensión de situar la esencia de la Universidad en la colaboración de todas estas funciones.

Ante este resultado negativo que arrojan los ensayos de definir la esencia de la Universidad por medio de conceptos positivos, caben dos actitudes: la primera se resigna a aceptar este resultado y está dispuesta a reconocer que, efectivamente, la Universidad carece de “esencia”; acogiéndose a una teoría histórica e interpretando la Universidad actual como el resto formado por piezas mal ensambladas según una variada fenomenología, de un arcaico navío que el oleaje de los tiempos nuevos irá descomponiendo poco a poco o a lo sumo resistirá por una voluntad de nostalgia histórica.

La segunda actitud no se resigna a aceptar este juicio o al menos decide aplazarlo hasta donde se pueda. Atribuye el fracaso en la terminación de la esencia de la Universidad a un error en el método y no a la inconsciencia de “esa esencia”. Sospecha que es el método positivo de acercarse a la Universidad lo que impide penetrar en su esencia. En la hipótesis de que la Universidad no fuese una institución “positiva” –definible dentro de un marco o sistema de coordenadas–, sino “trascendente”, podrá esperarse encontrar un concepto capaz, no sólo de rendir cuentas de la naturaleza específica de la institución universitaria, sino también para reducir las tensiones que a nivel positivo resultan insuperables.

Me parece obligado que ensayemos la última vía que nos queda hacia la esencia de la Universidad, antes de renunciar definitivamente a todo intento fundado en la aprensión de que esa esencia terminal no existe. No puede olvidarse que importantes decisiones prácticas –tales como la incorporación o segregación de la Universidad del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, la incorporación de las escuelas especiales (ingeniería, veterinaria, periodismo o magisterio)– serán palos de ciego, o simple oportunismo, si no están controladas por una teoría sobre la esencia de la Universidad. Cualquiera de estas alternativas es, en todo caso, muy poco universitaria.

III

La idea de Verdad determina la esencia de la Universidad como institución trascendente

La pregunta “¿Qué es la Universidad?” ha sido aquí interpretada como la pregunta por su esencia. Las respuestas positivas a esta pregunta –es decir: respuestas que viven en el supuesto de que la Universidad es una Institución cuya esencia es positiva, a saber, determinable desde coordenadas culturales estimadas como definitivas– se nos han revelado como insuficientes: no es demasiado fácil conformarse con definiciones tales como “Institución dedicada a la formación humana”, “Institución consagrada a la Investigación y conservación del  saber” o “Institución orientada a la preparación de profesionales”. Es necesario ensayar la concepción de la Universidad en cuanto Institución que encarna una esencia “transcendente”, es decir, una esencia que –como la esencia de la Iglesia, o del Estado– se resiste a dejarse determinar por su referencia a coordenadas presupuestas de la cultura humana (como, por ejemplo, le ocurre al Ejército o a un club deportivo), porque “trasciende” toda coordenada positiva y se sitúa de algún modo en las fuentes mismas de estas coordenadas. Así, el Estado o la Iglesia son instituciones que reclaman, para ser concebidas adecuadamente, el concurso de “ideas generales”, tales como (pongo por ejemplo) la idea de “Justicia”, de “Existencia humana” en la Tierra o en el Cielo. Estas ideas generales resultan, en cambio, innecesarias para definir una Institución del tipo club de natación, o empresa metalúrgica. La Universidad me parece que es antes una de esas “ideas generales” constitutivas de las esencias trascendentes que una institución describible por medio de categorías positivas. La Universidad es una idea general; es la institucionalización de una idea general. Por eso, el adjetivo “Universitario” es un término axiológico y no, meramente, un término descriptivo. Cuando decimos de una persona, o de una actitud, que es “poco universitaria” o “muy universitaria” consignificamos un juicio de valor, más o menos claramente presentido.

¿Disponemos de una “idea general” adecuada para apresar la esencia trascendente de la Universidad? Una idea que, cuando la retiremos, quede destruida la realidad de la Universidad; y, si la ponemos, aseguraremos la presencia de la Universidad como Institución específica? Es evidente que esta idea no es la idea de “Existencia”, ni la idea de “Justicia”.

Pero hay una “Idea” que promete reunir plenamente los requisitos exigidos para determinar la esencia trascendente de la Universidad: es la idea de “Verdad”. El propósito de este artículo es ensayar la capacidad de la idea de Verdad para determinar la esencia de la Universidad, como institución trascendente.

La idea de Verdad es, ante todo, una de las más nobles ideas generales constitutivas de la conciencia del hombre. La conciencia humana respira en la Verdad.

Si pierde totalmente la comunicación con una atmósfera de Verdad, la conciencia se asfixia. La Verdad –en palabras platónicas– es la salud del alma, así como el error es su enfermedad propia.

Me arriesgo, pues, a definir la Universidad como la institución consagrada al cultivo de la Verdad humana. La Verdad puede cultivarse y poseerse fuera de la Universidad; pero la Universidad sería, por definición, la institucionalización de este cultivo de la Verdad, para asegurarlo, afianzarlo y sistematizarlo, para erigir ese cultivo en una tarea metódica y en un deber civil.

El “cultivo de la Verdad” –la verdad como cultura– es una actividad eminentemente práctica, tomando ese adjetivo en un sentido filosófico. No se trata de una practicidad doméstica –lo utilitario, medido por respecto a un radio muy corto de intereses–, sino de una praxis humana universal, que se ordena al desarrollo de las virtualidades universales de la humanidad. La practicidad de la Universidad reside, según esto, precisamente en su carácter “especulativo” (es decir, en su independencia respecto de cualquier fin concreto inmediato). Estamos en un punto en el cual lo especulativo –que no se confunde con lo “contemplativo”– se carga de una practicidad máxima precisamente en la medida en que logra, por abstracción –abstracción constitutiva de cualquier institución–, prescindir de todo otro fin particular. La “fuerza” de la Universidad consistiría, según esto, en la fidelidad a su destino especulativo, al libre cultivo de la Verdad. En la medida en que la Universidad se consagrase a fines “prácticos” (en el sentido ordinario de esta palabra) y quisiese apoyar su prestigio en los servicios prestados a estos fines, su esencia se oscurecería, aun cuando ocasionalmente pareciese que brillaba con más intensidad. Según esto, la Universidad sólo puede vivir como tal, en una sociedad que saque, de su propia superabundancia vital –a saber, de un orden social justo, de una situación económica fuerte– la decisión de trazarse ella misma unos límites –los recintos universitarios– destinados al libre cultivo de la Verdad. Y la Universidad, para florecer como tal, necesita sólo –y es lo más difícil de su sencillez– atenerse exclusivamente a esto: al cultivo de la Verdad. La dificultad no reside tanto en aceptar esta misión, en su momento positivo, cuanto en advertir su naturaleza abstracta, artificial, que implica renunciar a otros fines concretos más intuitivos, inmediatos y estimulantes psicológicamente. Esta renunciación no necesita fundarse en oscuras evidencias místicas sobre la esencia de la Verdad (“El destino del hombre es la Verdad”, o bien: “La verdad por la verdad”), sino sencillamente en esa abstracción artificial que está a la base de toda institución cultural.

La Academia platónica sería, dentro de esta concepción de la Universidad, la primera realización histórica de la institución universitaria. La Universidad contemporánea –muchas Universidades contemporáneas– conservaría, pese a su mayor distancia, mayores semejanzas con la Academia platónica que con la Universidad medieval, cuyos mismos edificios le sirven acaso de alojamiento.

La Verdad es el ámbito de la Universidad. Pero ¿qué es la Verdad? ¿No estamos ensayando la aclaración de una idea oscura –la Universidad– por otra idea más oscura todavía –la de Verdad? ¿Ganamos algo con esta sustitución –que no ha sido del todo arbitraria, puesto que se fundaba en una pretensión de coordinación biunívoca, de una idea por otra? Sin duda, al menos metódicamente, porque la sustitución no es inoperante, sino que nos abre un camino, aunque precisamente en virtud de un mecanismo negativo: al cerrarnos todos los demás; al obligarnos a eliminar, metodológicamente, todo tipo de conceptos que –no perteneciendo al círculo del concepto de Verdad– pudiesen presentarse, sin embargo, como candidatos a la definición de la esencia de la Universidad. Se trata ahora de probar las significaciones de “Verdad” más adecuadas a nuestro propósito.

Me atendré, obligado por el imperativo de la brevedad, al análisis de dos significaciones atribuidas a la “Verdad” precisamente en el trance de enunciar la esencia de la Universidad. Designaré convencionalmente estas dos significaciones de la Verdad con los nombres de “Verdad trascendente” y “Verdad trascendental”. Las consecuencias de sobreentender (explícita o implícitamente) uno de estos sentidos, más bien que el otro, son totalmente distintas, en orden a la concepción de la esencia de la Universidad, hasta el punto de poder decirse que, pese a la semejanza verbal de la definición, está más lejos la concepción de la Universidad por medio de la “Verdad trascendente” de la concepción por medio de la “Verdad trascendental”, que lo que pudiera estar esta concepción de cualquiera otra concepción de la Universidad instituida a espaldas de la idea de la Verdad: pongo por caso, la Universidad concebida como institución orientada a la formación de técnicos.

Cuando utilizamos el sentido trascendente de la Verdad, pensamos, ante todo, en una Realidad luminosa situada de algún modo por encima de nuestras operaciones, de nuestros pensamientos subjetivos, de nuestras maniobras y métodos de conocimiento. La “Verdad” trasciende aquí precisamente todo este oleaje de actividades humanas, erigiéndose en el canon de ellas. El sentido trascendente de la Verdad admite muchas modulaciones. Acaso la más sencilla: cuando pensamos, por ejemplo, la Geometría de Euclides como un sistema de evidencias definitivamente conseguidas y “trascendentes” a todos los esfuerzos, oscuridades y dudas psicológicas de las nuevas promociones de estudiantes que ensayan asimilársela. La Verdad, en su sentido trascendente, se atribuye a un sistema de objetos (reales o ideales) que se presenta a la “contemplación” humana como inmutable y definitivo. El sentido trascendente de la Verdad es correlativo a una actitud contemplativa y culmina en el éxtasis místico. La mentalidad griega, condicionada por motivos sociológicos que no son del caso analizar, se inclinó a esta interpretación contemplativa de la Verdad; en particular, ante las verdades matemáticas, pero también ante las verdades metafísicas (éxtasis intelectuales de Plotino). Sin embargo, la noción intelectual de la Verdad helénica, incluso en Plotino, envuelve una interna referencia a un esfuerzo racional de investigación, de suerte que la trascendencia es sólo un ideal, un anhelo, desprovisto de contenido propio susceptible de ser utilizado luego como un principio. En particular, la penuria de noticias que la razón humana logra obtener respecto de la Verdad suprema, determina la ineficacia de esta Verdad intelectual trascendente como canon y norma de la verdad especulativa, que parte siempre de la ignorancia, expresada, de una vez para siempre, en la fórmula socrática. “Sólo sé que no sé nada.” Pero este concepto de la Verdad trascendente estaba llamado a experimentar un giro  insospechado en el curso de los tiempos. En la Universidad medieval, esta noción de Verdad se despliega con el gigantesco contenido de una evidencia, trascendente, ofrecida a la contemplación humana: la Revelación (cristiana y musulmana). La Verdad trascendente se ofrece, desde entonces, no sólo como el término trascendente de un largo camino de investigación que parte de la ignorancia, sino como el principio y norma de todo conocimiento ulterior revelado gratuitamente a los hombres por una autoridad religiosa (que se expresa principalmente en un libro: la Biblia, o el Corán). El hombre llega a la Universidad pleno de certezas. La fe en la Verdad revelada –la verdad trascendente por excelencia– será en adelante la columna vertebral del organismo académico. En sus distintos aspectos, en sus diferentes tareas científicas, la Universidad se propone sacar reflejos cada vez más sutiles a una misma Verdad trascendente, siempre idéntica a sí misma, que asegura la unidad de la más alta estrategia que gobierna la febril y polimorfa actividad de los universitarios, estudiantes y maestros. De este modo, la vuelta a la contemplación del patrimonio revelado será él único remedio para reducir la dispersión de las actividades universitarias, para modelar lo que hoy llamaríamos la barbarie del especialismo, y para imprimir a la Universidad un plan de conjunto. La Fe es la clave de bóveda de todo el edificio universitario.

Es evidente que esta concepción trascendente de la verdad, como esencia de la Universidad, responde a una fase histórica: la Universidad medieval. Es también evidente que los ideales de la Universidad medieval siguen vigentes en muchas Universidades actuales (particularmente las Universidades de inspiración cristiana o musulmana). Sin embargo, me parece que estos procedimientos para determinar la esencia de la institución universitaria son totalmente incorrectos. No satisfacen las exigencias de la definición que requerimos y testimonian la presencia de un profundo extravío teórico. En primer lugar, la concepción de la verdad universitaria como verdad trascendente, revelada, si bien tiene la ventaja de imprimir un sentido unitario a todas las actividades académicas, borra los límites de la institución universitaria y la sumerge dentro del ámbito de la Iglesia. Una institución definida por la misión de custodiar y defender la verdad revelada, y defenderla por medio de la verdad natural (entendida como “ancilla”) es más bien una Iglesia que una Universidad. Sólo es aplicable esta concepción a una determinada fase de la Universidad medieval, cuando efectivamente la Universidad se movía dentro de la Iglesia, pero no sirve para definir la Universidad en general. En segundo lugar: esta concepción de la Universidad por medio de la Fe manifiesta o una falta de reflexión del creyente universitario, o un agnosticismo radical.

Creo que en la mayor parte de los casos, es el agnosticismo el secreto motor de esta concepción. Un agnosticismo muy frecuente entre los “especialistas”, que suelen establecer una extraña alianza entre el espíritu positivista de su especialidad y el misticismo fideísta. El que cultiva una ciencia particular, una “especialidad”, con espíritu positivista –es decir, si es profundamente escéptico– renuncia a todo intento de reflexión racional sobre el sentido unitario de la verdad. Pero como es imposible carecer de un esquema unitario de este concepto, no le queda otro remedio que acogerse a la Fe, y la Fe encuentra, en efecto, el remedio último para fundar la convivencia entre los hombres y, en particular, el plan de convivencia entre los universitarios. Esta alianza entre el positivismo y el misticismo es muy frecuente entre nosotros y tiene su utilidad a escala individual, como solución psicológica y privada, pero es una actitud completamente insostenible a escala social, y la propia Iglesia católica la ha condenado en lo que tiene de fideísmo. La unidad que mediante la Fe se lograría, presupone ya la Fe: si esta preexistiera siempre y, lo que es aún más importante, si fuese única, no se suscitarían mayores problemas (es el caso de ciertas fases de la Universidad medieval). Pero cuando la Fe no preexiste, ¿qué puede significar la pretensión de fundar la unidad de una institución en una certeza que, por principio, no puede ser impuesta ni demostrada, puesto que dimana de la Gracia? Cuando la Fe preexiste, pero no es homogénea (el caso de la convivencia de universitarios católicos, protestantes, judíos, musulmanes o budistas), ¿qué puede significar la pretensión de fundar la unidad de la institución sobre una determinada creencia más bien que sobre otra? Aun conociendo que, dentro de cada círculo, la unidad en la Fe determina una cohesión  mucho más firme y apiñada que cualquiera otra instancia, considerando conjuntamente estos círculos, la disociación entre ellos crece a medida que crece su misma cohesión interna: culmina en la guerra santa, en la Inquisición, en la hoguera, en la violencia. En una humanidad cuyo vertiginoso crecimiento demográfico (160 millones en el siglo I a II, 5.000 en el nuestro) está alterando la distribución de los individuos por religiones (aumento relativo del budismo, disminución relativa del cristianismo), pretender basar la unidad de convivencia –y muy en particular, de la convivencia universitaria– en las creencias religiosas constituye una peligrosa y suicida actitud que conduce directa o indirectamente a la tendencia a imponer por la violencia un credo religioso, como ideología dominante.

Ensayemos, por último, la virtualidad de la Verdad en su sentido “trascendental”, para aclarar la esencia de la Universidad. “Trascendental” y “Trascendente” vienen dados aquí por relación a las propias operaciones y actividades del hombre que cultiva la Verdad. La Verdad trascendente se presenta como “por encima” de toda actividad humana, suprarracional, revelada. La Verdad trascendental se nos da, exclusivamente, en la propia actividad racional, y no es sino el mismo resultado de esta actividad. La Verdad no se ofrece ahora como el predicado de una evidencia previa a los actos racionales, sino como el resultado de esa racionalidad. No hay una verdad previa, sino que la verdad va descubriéndose en cada generación universitaria, hasta el punto de que la propia tradición científica es siempre, idealmente, para el que la recibe con espíritu universitario, “materia a redescubrir”, no dogma. A la esencia de la Verdad pertenece, pues, la reconstruibilidad racional –a partir de ciertos contenidos que deben ser intersubjetivos, “repetibles”–, es decir, la prueba racional o demostración. Esta reconstrucción permanente e intersubjetiva de la evidencia, en la que hacemos consistir la esencia de la verdad racional universitaria, no es otra cosa sino la regresión dialéctica de cada evidencia o creencia hacia sus fuentes, es decir, la crítica racional.

Me parece que es aquí donde reside la diferencia esencial entre la Universidad (y el saber a nivel universitario) y otras instituciones del Saber –Enseñanza Media y Escuelas Técnicas– cuya misión sería más bien trasmitir “la Verdad como saber” (saber técnico, saber tradicional, base indispensable para la ulterior reconquista racional) que cultivar “el saber como verdad” trascendental. En la Universidad, la “autoridad” queda suprimida: es sólo una probabilidad de Verdad. Que Fermat diga, en sus acotaciones al margen de un libro de Eudoxio, que ha conseguido la demostración de un teorema, no es para un matemático prueba ninguna, aunque sí es una probabilidad. En la Universidad no hay Dogmas, sino sino Teoremas: es necesario, por lo tanto, el coloquio, el diálogo, la crítica; porque el estudiante universitario, que lo sea de verdad, no puede limitarse a escuchar. Ha debido pasar ya la fase de los “akusmatikoi” de la escuela pitagórica y buscar, no saberes, sino saberes verdaderos, que sólo dialécticamente pueden florecer.

Acaso el mejor criterio para decidir quien es un verdadero estudiante universitario sea éste: su pasión por la verdad. Un estudiante que se limita a “entrenarse” a asimilar saberes (v. gr., porque es obediente a sus padres, o a sus superiores, o sencillamente, al cálculo pragmático de su vida futura), sin importarle mayor cosa si estos saberes son más verdaderos que los contrarios; un estudiante a quien le tiene sin cuidado que una verdad sea así más bien que de otro modo; que se limita a aceptarla, unida, incluso, a la demostración que le ofrece el profesor, sin más preocupación crítica; que, en lugar de regresar hacia los motivos que determinan la elección de su saber como verdadero y no más bien otro posible (es decir, la regresión dialéctica) adopta una posición acrítica –es decir, no dialéctica– y que, acaso, por eso logrará excelente rendimiento académico, no sería, sin embargo, un verdadero estudiante universitario. Correspondientemente, deberíamos decir lo mismo de los profesores. Un maestro universitario no puede limitarse a “enseñar la verdad”, debe enseñarla dialécticamente, es decir, ofreciendo sus pruebas y no ocultando las probabilidades de las opiniones opuestas.

“Estar en la verdad” significa, según eso, no tanto estar adherido a un patrimonio concreto de proposiciones, consideradas como definitivas, cuanto vivir en un estado de conciencia racional, abierto dialécticamente a toda eventualidad y dispuesto a rectificar cualquier posición si la prueba correspondiente así lo exigiera. Estar en la verdad implica, pues, la libertad. Solamente en la libertad puede florecer la verdad. Estar en la verdad implica la paz, es decir, la decisión de resolver los conflictos humanos por vía de la discusión racional. En la Universidad no caben sectas, puesto que cada uno ve en el otro “una persona” en su sentido más universal; de ahí el carácter internacional que es esencial a toda Universidad. En una Humanidad que va a alcanzar dentro de pocos años los seis mil millones de individuos, el cultivo de las virtudes universitarias deja de ser un lujo y se convierte en un deber, y el desconfiar de la razón deja de ser una opinión y comienza a convertirse en un crimen.

[ Publicado en Autenticidad. Portavoz del S.E.U. de Oviedo, nº 22 (29 noviembre 1961), págs. 8 y 7; nº 23 (24 febrero 1962), págs. 8 y 3; y nº 24 (8 mayo 1962), págs. 8 y 6. ]

[ La última parte de este trabajo permaneció inédita hasta el 22 de diciembre de 2020: “¿Qué es la Universidad? (y IV)”. ]