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Gustavo Bueno

Europa a la vista

Reflexiones sobre ciertos rasgos comunes a los europeos, en cuanto fundamentos de la Federación Europea

1957


El progresivo incremento de la unidad europea se parece al desarrollo de una armonía preestablecida entre los intereses de las diversas naciones europeas. Esta armonía –preestablecida sólo en sus líneas generales, pues, en concreto, debemos establecerla los europeos– se reduce a la comunidad del sistema de necesidades culturales (en el más amplio y filosófico sentido) en el cual respiran los intereses de las sociedades e individuos europeos. No es suficiente la mera convivencia de los pueblos para engendrar una sociedad duradera: largos siglos han convivido españoles con moros y judíos, o austríacos con turcos. No es la convivencia, sino la convivencia dentro de un sistema de rasgos concordantes. Rasgos concordantes, comunes, en un sentido asociativo, no meramente disyuntivo. Desear el propio bienestar puede ser un rasgo común a todos los hombres; sin embargo, por sí mismo, es común en un sentido disyuntivo, no asociativo. “Pues la voluntad de todos –observa Kant– no tiene entonces uno y el mismo objeto, sino que cada uno tiene el suyo (su propio bienestar) el cual, si bien puede concordar por casualidad también con las intenciones de otros... no es, sin embargo, ni con mucho, suficiente para una ley... De esa manera se produce una armonía semejante a aquella que describe cierta sátira a propósito de la concordia de las almas de dos esposos que se arruinan: ¡Oh, maravillosa armonía! Lo que él quiere, quiérelo ella también... &c., o a lo que se cuenta del Rey Francisco I aceptando un compromiso para con el Emperador Carlos V: “Lo que mi hermano Carlos quiere tener (Milán) también lo quiero yo.” (Crítica de la razón práctica, lib. I, I, 4).

Estas páginas se proponen analizar la virtud asociativa de ciertos rasgos comunes a los europeos, en cuanto que constituyen un círculo cultural específico, que se aísla y aún necesita aislarse de los demás para sobrevivir, tanto como necesita estrechar los vínculos internos para vivir.

Esto nos puede ayudar a comprender la paradoja de que ciertos rasgos, que los europeos comparten postulatoriamente con los demás hombres –por tanto, rasgos genéricos y no específicos de Europa– carecen de vigor asociativo intraeuropeo, e incluso pueden actuar como principios de cisma o desunión entre los pueblos de Europa o entre las clases sociales de estos pueblos. Me atendré aquí a los dos grupos de rasgos más importantes que convienen al hombre en general: primero, los que convienen al hombre en cuanto persona que convive con la idea de otras personas, en general; segundo, los que convienen al hombre en cuanto persona que convive con la idea de Dios.

No faltan europeístas que emplean argumentos de este tipo: “Todos los europeos somos personas; luego debemos unirnos”; o bien: “Todos los europeos somos cristianos –por cuanto el cristianismo, la Cristiandad medieval, es la placenta de la Europa moderna–, luego debemos unirnos”.

Este modo de pensar está tan arraigado y tiene tan complejas implicaciones prácticas, que bien merece un análisis implacable de su propia estructura lógica.

Comienzo reconociendo que estos argumentos son excelentes para inspirar la unión de todos los hombres: europeos, americanos, asiáticos. De hecho han sido utilizados con éxito para este fin: Alejandro, según nos cuenta Plutarco (De fort. Al., I, 8), buscó unir a todos los hombres en un solo pueblo, bajo un Dios, padre común; ya no habría griegos y bárbaros, sino buenos y malos. La Organización de las Naciones Unidas busca también justificaciones en esta capa genérica de los hombres que los juristas arcaicos llaman “derecho de gentes”.

Pero estos argumentos son inservibles para fundamentar la federación, no ya de todos los hombres, sino de un círculo específico de hombres, como creo es Europa. Incluso veo en toda pretensión de fundamentar una unidad específica en motivos genéricos de indicio infalible de una ausencia de los lazos específicos. Muy sospechoso es el hombre que recurra a la “solidaridad ciudadana” para explicar sus servicios a un hermano: aquel concepto pomposo acaso está destinado a encubrir la ausencia de un afecto fraternal específico. De hecho, la Sociedad de las Naciones, no pudo impedir la guerra del 39; y la ONU por sí sola, no podría impedir una tercera guerra europea –en sus inicios.

Aplicamos aquí la regla: “El que prueba demasiado, no prueba nada.” Es así que las diferencias específicas no desfallecen ante la fuerza de los rasgos genéricos, y sólo en abstracto cabe decir que los rasgos genéricos unen y las diferencias específicas separan. Pues los rasgos genéricos no se dan nunca aislados, sino contraídos a las diferencias, combinados con ellas. No hay una “sociedad genérica” de hombres, sino sociedades concretas, en las cuales los rasgos genéricos están viviendo en los rasgos específicos. De donde se deduce que los rasgos genéricos de un círculo específico, cuando se piensa en concreto –es decir, combinados a las notas específicas–, son ellos mismos principios de división: como que las diferencias fluyen internamente del género, y no se le agregan exteriormente a él, si creemos a Plotino (I, 3; III, 2; P, 9).

La Historia occidental verifica puntualmente, y sarcásticamente, estas reglas de clavo pasado. En ella, los conceptos genéricos de “Hombre” y de “Cristiano” se han utilizado siempre combinados a las determinaciones específicas, y, en tanto que han alimentado a éstas, han venido a resultar más bien principio de cisma y desunión que de unificación.

“Los derechos del hombre” fueron en Atenas derechos del ciudadano; en París, derechos del burgués; en Filadelfia, derechos del hombre de raza blanca; en Berlín, derechos del hombre de raza rubia.

Algo parecido hay que decir del Cristianismo. Precisamente por ser el Cristianismo un rasgo postulatoriamente universal, ecuménico –en términos lógicos: genérico–, va combinado internamente con las diferencias y se erige con frecuencia en principio de diversificación. Reyes cristianísimos eran Francisco I y Carlos V, cuando se disputaban Milán y, en general, todos los Reyes medievales: sin embargo luchaban a muerte, aunque, después de las matanzas, entonasen el Te Deum en acción de gracias por las victorias correspondientes. Sin dejar de ser cristianos se han separado españoles y portugueses y han querido separarse los vascongados de España. ¿No fue, en los primeros tiempos, en nombre del cristianismo por lo que se produjo el cisma de los “ortodoxos” de Oriente? Este cisma, es cierto, estaba fundado en diferenciaciones y tensiones políticas y culturales; pero justamente aquellas que contraían internamente el predicado común de “cristianos” y que determinaron decisivamente el camino y configuración de la Europa moderna. Pero tenemos otro ejemplo posterior, el más inmediato a nosotros, la más curiosa paradoja de la cristiandad: se trata de que la unidad de la Europa occidental, basada en el cristianismo, como rasgo común y esencial, se volvió a hendir profundamente, precisamente en nombre del cristianismo, con las luchas religiosas de la Reforma –cuyas consecuencias económicas popularizó Max Weber–. Desde un punto de vista puramente lógico, católicos y reformados se atribuyen, ante todo, la denominación de cristianos; por consiguiente, comulgan en un rasgo unitario, unitivo. Pero realmente –es decir, cuando consideramos los rasgos genéricos combinados a las diferencias– han sido los acontecimientos religiosos factores incomparables de la dispersión y fragmentación de la cristiandad medieval, aurora de la Europa moderna –y una de las causas decisivas de que España emprendiera, para bien o para mal suyo (que esto ya es otra cuestión), una órbita hasta tal punto alejada en muchos puntos de las órbitas de las demás naciones europeas, que parece muchas veces que se va a salir tangencialmente del sistema europeo.

Dejemos, pues, los “Derechos del hombre” y el “Cristianismo” como rasgos en los que pueda basarse la unión europea. No es que Europa deba renunciar a aquellos derechos, o a la vida cristiana, para lograr la unidad, sino que ésta debe fundarse en otro nivel: en su atmósfera específica, aquella en la que respiran los intereses de clase o nacionales en cuanto son mutuamente coordinables, y pueden armonizarse en una “paz europea”.

Europa, como círculo cultural específico

En lo que sigue, me arriesgo a ofrecer una descripción de Europa, en cuanto unidad cultural dotada de un perfil específico, según diferencias recogidas a un nivel suficientemente profundo, y en modo alguno insospechadas.

Para sugerir el alcance de mi formulación abstracta, antepongo dos prevenciones:

Primera: Que no parece inoportuno buscar, en ciertos rasgos, o conceptos abstractos la esencia de una comunidad concreta, histórica e idiotética, como lo es Europa. Es ésta una comunidad de personas, por tanto, de entes, cuya actividad es esencialmente abstracta, aun cuando ella se desarrolle desde una realidad empírica existencial, la idiotética convivencia histórica. Acaso uno de los criterios más útiles para caracterizar una comunidad cultural, en cuanto contrapuesta a una natural, es éste: que la actividad cultural humana se desarrolla dentro de esquemas o patrones abstractos y repetibles –una abstracción es tanto un jardín, como el matrimonio monógamo– y sólo cuando conocemos el sistema de formas abstractas en cuyo ámbito se configura la vida de un pueblo, lo comprendemos verdaderamente.

Segunda: Que no es preciso que estas formas abstractas que definen a un círculo cultural, sean participadas del mismo modo por todos los individuos que pertenecen a él, aun cuando todos sean necesarios –un modelo de esta necesidad está expresado en la fábula de Menemio Agripa–. Incluso podemos dudar seriamente de si no es consustancial a Europa precisamente la imparticipabilidad de sus formas específicas. La democracia ateniense pudo florecer porque en Atenas, al lado de 135.000 ciudadanos libres, había 265.000 metecos o esclavos. La pretensión de hacer posible la participación de las formas europeas a todos los individuos, elevada a programa político, ¿no implica el rebajamiento de esas formas y con ello la abolición de la verdadera vida libre europea? ¿No será este el caso de la democracia americana? Hoy nos suena peor la palabra “esclavitud” que su realidad sociológica perdurante; pero acaso las palabras de Aristóteles, convenientemente retocadas, tengan para Europa algo más que un valor histórico: el valor de una secretísima verdad: “Evidentemente algunos hombres son libres por naturaleza y otros son esclavos, y para estos últimos es conveniente y justa la esclavitud” (Política, 1.255, a). Pero, supuesta esta distinción entre las clases europeas y supuesto que las formas específicas europeas son participadas sólo por las élites –mientras que las clases primarias son de suyo internacionales–, ¿no coincidimos prácticamente con el diagnóstico de Lenin, que atribuía la idea paneuropea a las necesidades del capitalismo, en busca principalmente de la ampliación o consolidación de mercados? Las clases proletarias, carentes de sentido europeo, se orientarían hacia un internacionalismo, teñido de comunismo. ¿Hasta qué punto el capitalismo resulta ser el aliado del espíritu europeo y por tanto éste aparece gravemente amenazado? En todo caso es evidente que esta tensión sociológica de Europa es decisiva para su destino y solamente si logra resolverse el conflicto, no mediante medidas a la defensiva, sino mediante un espíritu verdaderamente revolucionario, transformando la aristocracia capitalista en una aristocracia intelectual, se habrá hecho posible la pervivencia de Europa.

La “esencia de Europa”

La esencia de Europa es el Logos.

“Logos” no significa aquí una sustancia o una actividad, que se opone a Mito (en el sentido, por ejemplo, de Nestle: Vom Mithos zum Logos, 1942) o a “Nous” (en el sentido de Pohlenz: Die Stoa, 1947, pág. 34), o a “Bios” (Bergson, Klages, Ortega...). Estas oposiciones no quedan negadas. Pero el concepto de Logos que aquí se utiliza gravita en otra constelación de conceptos. Aquí vale la siguiente definición:

“Logos es la configuración del Mundo por el Ego corpóreo.”

El concepto de Logos contiene, pues, dos términos correlativos: El Mundo (en su más amplio sentido) y el Ego, en cuanto es originariamente Ego corpóreo (es decir, una estructura individualizada y configurada por el cuerpo viviente del hombre). El Logos, como configuración, tiene, según esto, dos aspectos: uno “objetivo” (real o ideal) –la estructura configurada– y otro “subjetivo” –la actividad configurarte–: Logos significa así una construcción, reunión, actividad operatoria; introducción de nuevos entes a partir de otros dados, en tanto que todos ellos se tejen en la unidad del Ego. “Subjetividad” no significa aquí “interioridad”, sino cualidad de sujeto. En la medida en que en el Mundo aparezcan huellas de la actividad de un Sujeto, el mundo tiene logos objetivo (Expresión).

El logos, como estructura o configuración cultural que es, presupone una materia configurada; el logos no segrega él mismo sus contenidos. Esta materia puede llamarse pre-lógica o irracional, si se quiere. El Mito, el Bios (instintos, percepciones, que son “nous” en Homero), como los minerales, son materia del Logos. En este sentido lo irracional es correlativo con el Logos, como la materia con la estructura (a esta luz se aclaran libros como el de Dopps: The Greeks and the irrational, 1951). Por ello el Logos no es una parte segregada de la materia a-lógica, sino que es una de las configuraciones posibles de esta materia; una configuración trascendental –esta es la base real del racionalismo e idealismo– en este sentido: todo lo que le es presente al hombre puede someterse a la estructura lógica, ser acogido en esta peculiar configuración.

Consiste esta configuración u organismo en una ordenación de todos los entes en torno a un centro: el individuo humano corpóreo, erigiéndolo en sustancia, es decir, en ente que se recoge sobre sí y luego, se hace capaz de trascender la dispersión temporal. Las leyes del Logos son leyes estructurales, operatorias. En cuanto que trasciende el tiempo, el Logos se aparece como pensamiento: “Pensar en el diálogo del alma consigo misma” (Platón). El Logos, en cuanto pensamiento, vive en la verdad, en presencia del Mundo –mundo que en gran medida hay que construir– en el individuo y recíprocamente.

El Logos, en cuanto busca verdades, viene a ser una actividad analítica, que todo, implacablemente, lo somete al criterio individual, al Tribunal del propio juicio. El Logos no vive en los dogmas, aunque parte de ellos; pretende transformar la tradición en idea (utilizo estos términos en el sentido que les confiere E. Tierno en su fundamental “La Realidad como resultado”, 1958, II, 14, 15 y 16). El Logos transforma la fantasía en ciencia y recorre sus límites en la Filosofía. A la cualidad de una vida individual, ordenada según el Logos, en tanto que se interpreta como un valor positivo, se le llama Humanismo.

Al Humanismo le es esencial el respeto por la persona humana, que es el hombre con Logos. Los “derechos del hombre” –desde el “habeas corpus” a la “libertad de conciencia”, en el sentido de Maritain– tienen como sujeto precisamente el Ego corpóreo, reconocido como sustancia.

Una sociedad de entes que viven según el Logos –por tanto, en el “respeto a la Persona individual”– es forzosamente un conjunto que sólo puede ser estable mediante sutiles ordenaciones relativas a la mutua conexión de los individuos con Logos y en virtud de las cuales éstos sean composibles –estas ordenaciones son las leyes, en cuanto justas (en el sentido de la diké de Hesiodo). Por definición, una sociedad de individuos con Logos comienza confiriendo estatuto público a las individualidades lógicas: la vida pública según el Logos implica, pues, la isonomía y sólo dentro de ésta tiene sentido la libertad. Una sociedad de individuos con Logos es una democracia.

La organización de la Humanidad en torno a centros individuales no es universal y supone una gama riquísima de variedades. Hay otras formas de organización humana en las cuales el individuo lógico no existe, o sólo existe de nombre: y ello, desde el estado de clanes, hasta el estado fascista.{1} No siempre es vivida como un valor positivo la estructuración “lógica”. En todo caso, sólo mediante una disciplina “humanística” es posible la efectiva configuración. El Ego de Descartes, o Husserl, es una invención; sin embargo, sobre ella está fundada nuestra sociedad.

Es absolutamente necesario llegar al convencimiento de esta verdad: el Logos es una invención, una construcción casi tan artificiosa como lo pueda ser el reloj de resorte; ello no obsta a que sea vivido como un valor supremo, y esto, a su vez, no es obstáculo para que el sentido de este valor llegue a perderse, dadas exigencias, a veces insoportables, que asumirlo envuelve. (E. Fromm nos ha hablado muy bien de este proceso en El miedo a la libertad).

Parece admitido por todos que esta invención del Logos tuvo lugar hace veinticinco siglos, en Grecia. Poseemos testimonios abundantes para probar que la invención estuvo acompañada –como no podía ser menos– de la conciencia entusiasmada del descubrimiento (Píndaro, Tucídides...). La nueva organización humana –democracia, filosofía– ha ido robusteciéndose al extenderse y relacionarse –vires adquirit eundo– y ha llegado a erigirse en un sustrato sólido como el mármol: se le ha llegado a llamar, y aun se le llama por muchos, la naturaleza humana.

La vida según el Logos que inventaron los griegos es la que ha llegado hasta nosotros, la que moldea nuestras vidas europeas. Es cierto que el Logos helénico no es todavía el Logos europeo: aquél –en su edad clásica– es acaso más objetivo y matemático, y, si no menos personal, sí menos “subjetivo e interiorizado”; como que la interiorización del Logos es el resultado del espíritu judío y su gran aportación a Europa es esta configuración interior del individuo, sobre la cual se construye, por ejemplo, la institución del sábado. El sentido judío de la individualidad interior, se combinó admirablemente con el Logos griego ya en la época alejandrina, y pasó íntegro al cristianismo (Klaussner: Jesús de Nazareth, VIII, ii). Así se incubará el Logos europeo, o, en palabras de Hegel, el idealismo –digamos nosotros: la conciencia de la presencia del sujeto en todo pensamiento (Cogito de Descartes, Ego trascendental de Kant, Durée de Bergson, Conciencia de Husserl, observador de Einstein –estos tres últimos, pensadores judíos).

Europa y el hombre en general

La vida del hombre con Logos, fácilmente se autodefine como una vocación universal. El espíritu de Europa se caracteriza por la universalidad.

Pero es preciso matizar estas creencias.

El Logos, por lo mismo que es consciente de sí, y se reconoce como moldeamiento de una vida previa y perdurarte, conoce sus limitaciones y sabe que irónicamente –socráticamente– que esta forma de vida, pese a su universalidad, no es universal. No le repugna admitir otras formas de vida y aun comprender la fuerte probabilidad de estas formas. De aquí la tendencia de Europa a recluirse circularmente –a diferencia de los imperialismos asiáticos– para poder cultivar celosamente el Logos individual, en medio de un cerco de bárbaros. Estos intentan adueñarse de ciertos resultados del Logos, pero sin apoderarse de su núcleo. Desarrollan estos resultados, cuando pueden, cuantitativamente, pero nada más.

Europa y el cristianismo

Ahora podernos plantear de frente la cuestión tremenda de las relaciones entre Europa y el cristianismo. Necesitamos fórmulas claras y luminosas, a fuer de europeos.

He aquí las dos más frecuentemente adoptadas, al menos en la práctica:

Primera: La cristiandad –sobre todo, la cristiandad medieval– recogiendo la Herencia antigua –por tanto, el Logos– la transfigura, liberándola de sus limitaciones internas. La Cristiandad es un viento poderoso que ha asumido en su remolino todos los fragmentos del mundo antiguo, organizándolos sobrenaturalmente en la unidad medieval; por ello, cuando precisamente por culpa de la Reforma, la unidad se rompe, aquellos fragmentos, eslabonados por la velocidad ascendente del giro, caen pulverizados como una lluvia de partículas que se entrechocan: comienza Europa, el residuo de la cristiandad, el sucedáneo que sólo la recristianización podría volver a enlazar –incluso se le asigna a España la misión peculiar de recristianizar a Europa (Opiniones más o menos afines han defendido: Balmes, Alvaro D'Ors, Laín Entralgo, J. M. de Azaola, J. Zaragüeta, &c. Ver, por ejemplo, las Conversaciones católicas de S. Sebastián, 1949, 1951).

Segunda: La cristiandad medieval constituye una época de oscurecimiento del Logos: la edad tenebrosa, que a su ignorancia añade unas formas de esclavitud, pese al cristianismo, peores en muchos casos que las antiguas. Es el Renacimiento –que muchos protestantes quieren coaligar a la Reforma, como Hegel– el que hace posible que los velos se descorran, para que la luz racional vuelva a brillar ante los hombres.

¿Qué pensar de estas fórmulas típicas que, con variedad de matices y atenuantes o agravantes, presiden la especulación de muchos hombres, sabios eminentes algunos?

Yo diría que ninguna de las dos hace justicia a la realidad: La primera no hace justicia al Logos; la segunda no hace justicia a la Fe cristiana como se desarrolló en la cristiandad medieval.

La primera fórmula no hace justicia al Logos; pues el Logos, digamos la “naturaleza humana”, no es, por sí mismo, nada anárquico o pulverulento. Mediante el Logos se ha construido una vida estructurada, progresivamente fortificada por la ley romana, hasta llegar a construir una “ciudad terrena” con legalidad plena y autónoma. Y esta no es una pretensión alimentada desde el Logos, en cuyo caso, su validez para el que está en la Fe, tan sólo podría parecer sospechosa. Es una pretensión de una gran individualidad lógica y creyente a la vez: San Agustín. La “ciudad terrena” se mueve con sentido, en el plano puramente natural, buscando la paz. Es cierto que, sobrenaturalmente, esta paz estará ordenada al triunfo de la Iglesia, de la “Ciudad de Dios”; pero filosóficamente habrá que decir que la ciudad terrena tiene un fin inmanente; más aún, la ciudad celestial en cuanto peregrina por la Tierra, deberá adaptarse a la legalidad de aquélla (De civ. D., lib. 14, c. 16). Es que el pecado –dirá San Agustín– no destruye la naturaleza humana; por eso la Gracia se opone a la naturaleza, a la que perfecciona sin destruirla.

La segunda fórmula no hace justicia a la Cristiandad medieval. No fue la Edad Media una ruptura con el Logos antiguo; sino su rescate y conservación. Ahí está el padre del pensamiento medieval, figura patriarcal de todo Panteón europeo: Alcuino, el fundador de la Escolástica. Su ambición, expresada en una de sus cartas a Carlomagno, es construir en Francia una nueva Atenas. Es cierto que preceptuaba a sus discípulos: “Yo quisiera que vuestro corazón estuviese lleno de los cuatro Evangelios y no de los doce libros de la Eneida. Pero éstos, como Sigulfo, explican Virgilio a sus alumnos secretisime, en su propia celda; y el propio Alcuino no quiere a veces salir al oficio nocturno porque prefiere leer Virgilio a los Salmos (Virgilii amplius quam psalmorum amoatur). Tomemos otro personaje de la más remota Edad Media, un vir barbarus: Escoto Eriugena, el primer hombre que en la Edad Media construye un sistema filosófico. ¡Este hombre escribe en griego, y un poema metafísico tan arcaico y auroral como el de un Anaximandro, centenares de años atrás! ¿Y para qué hablar de Juan Salisbury o de Tomás de Aquino, en quien Aristóteles resucita? La cristiandad medieval no es la anulación de la cultura antigua, sino su conservación y bautismo. Lo que el cristianismo ha hecho prácticamente con todas las formas segregadas del Logos antiguo –en derecho, en arte, en filosofía– ha sido lo que el Papa Clemente hizo con la columna trajana en Roma: ponerle a San Pedro encima.

¿Cuál es la fórmula justa, eficaz actualmente, para la unión europea, en la cual todos pueden coincidir, sobre la conexión entre Logos y Cristianismo? Me atrevo a profetizar –en rigor esta profecía no es sino la expresión tautológica de una definición– que el porvenir de Europa depende de que aprendamos a distinguir, no sólo teóricamente, sino en la práctica, las dos capas que el hombre medieval fundió tan estrechamente: la capa del Logos y la capa de la Fe. Que distingamos estos dos aspectos a la manera como la Teología separa la Naturaleza de la Gracia, de suerte que ninguno de ellos sea confiscado por el otro. El orden natural –el orden del Logos– es un orden inmanente hasta el punto de que la Gracia –que por ello es gratuita– se sobreañade al orden natural, pero no para constituirlo, sino para trascenderlo, asumiéndolo. El orden natural para poder ser incorporado al orden de la Gracia, debe estar ya completo en su línea, tanto cuando nos fijamos en su aspecto especulativo (la Filosofía) como cuando nos atenemos a su aspecto activo (la política). La Filosofía –y, con ella, la ciencia– es un saber racional, es Logos: No hay filosofía cristiana, como no hay matemática budista. “Filosofía cristiana” es, si no un contrasentido, sí un sinsentido, como expresión que mezcla términos pertenecientes a esferas semánticas heterogéneas. “Filosofía cristiana” suena parecido a “logaritmo piadoso”. Habrá, sí, aplicaciones de los conceptos filosóficos a la Fe, como hay aplicaciones de los logaritmos a los actos de piedad; pero estas aplicaciones son ya exteriores a la Filosofía o Matemática como saber puro. En concreto: lo que se llama “Filosofía medieval” y la que de ahí deriva, no es, estrictamente, filosofía, no es ciencia natural, la ciencia está en los medievalistas y con frecuencia la transferimos insensiblemente al objeto estudiado. Análogamente, no hay tampoco “Estado cristiano”, como no hay tampoco una sociedad anónima cristiana. Habrá, sí, conexiones complejísimas, cuando los miembros de un Estado sean, a la vez, miembros de la Iglesia; pero la conexión se producirá no como un tratado de Derecho internacional entre dos sujetos de este Derecho, entre dos Estados soberanos; sino entre la Iglesia, como sociedad sobrenatural, y cada uno de los individuos pertenecientes a una sociedad civil. Cuando todos los miembros de esta sociedad civil –o la mayoría– pertenezcan a la Iglesia, ocurrirá que de facto, el Estado es cristiano; digamos, lo es en extensión, no por su connotación (del mismo modo que si suponemos que todos los miembros de un Estado adquieren, particularmente la nacionalidad en otro, no por ello aquél pasa a ser absorbido en éste). Pero si esto no ocurre, entonces no sólo no tiene ningún sentido que el Estado pretenda imponer una fe, sino que es peligroso para la salud misma del Estado, pues es natural que una sociedad lógica no acepte, como imposición, una sobrenaturaleza que sólo por amor puede aceptarse: la guerra es entonces inminente. Es que la Gracia sólo extrínsecamente –en términos naturales–, es decir, accidentalmente, se une a la Naturaleza. Esta fusión no es necesaria –como si la naturaleza condujese a la gracia, exigiéndola desde dentro, al modo de Jansenio–, sino accidental. Esta accidentalidad, en términos de logos se llama “azar”, en términos de Fe, “gracia”. Por ser externa y accidental la unión, debe ser fijada por pactos minuciosos, en los cuales el Estado asume simplemente la representación de los individuos como tales (cuando éstos pertenecen a la Iglesia, ya estén en mayoría, ya estén en minoría dentro del propio Estado). Que queden bien fijados estos pactos en términos de Logos, y que no se produzcan las confusiones de principio que, propias de la Edad Media, todavía hoy se producen eventualmente. La Edad Media no puede volver, o Europa desaparecerá. No obstante, ella cumple una misión dialéctica: la demostración de los límites del Logos, de su naturaleza receptiva, de que es capaz de absorberse en una corriente a-lógica, como es la Fe, que nos es dada supraindividualmente. La Edad Media es la institucionalización de la confusión de Logos y Fe; período en el cual el Logos queda profundamente transformado, pero nunca perdido: su sustancia permanece igual a sí misma, y adquiere una singular flexibilidad; sobre todo, gracias a haberse acogido al paso gigantesco de la Fe, consigue extenderse y penetrar en pueblos a los cuales, de otro modo, acaso nunca hubiera llegado, precisamente a los pueblos que, sumados a los antiguos, compondrán Europa, descubriendo, aunque tardíamente, este hieros gamos, ese vínculo nupcial con el pueblo griego que desde Winckelmann y Lessing, hasta Burkhardt y Heisemberg viven los pueblos germánicos. No es una exageración ni un intento de “dictadura de los filólogos” el afirmar que el porvenir de la unidad espiritual europea descansa en la educación clásica. El único medio práctico para que Europa mantenga su unidad original, es un intenso bachillerato clásico obligatorio para todos los europeos. Sólo una medida de esta índole hará posible que la fina capa espiritual que envuelve a los hombres actuales con Logos, tome el espesor debido, para poder basar sobre ella las acciones conjuntas particulares. ¿Llegarán a comprender nuestros líderes el íntimo encadenamiento que, pese a su alejamiento aparente, guarda la formación clásica con el porvenir, incluso económico, de Europa? Hay que decir que, por parte de la Iglesia, la disposición no puede ser más favorable. Los tiempos del abate Gaume ya pasaron.

Europa, en resolución, como unidad originada históricamente a partir del Renacimiento, no es una “cristiandad secularizada”, un sucedáneo, un caput mortuum sin brillo propio: antes al contrario, es la propia vida humana, modalizada por el Logos, la que renace a su situación original, una vez que le ha sido dada la posibilidad y la experiencia de sumergirse en el mundo de la Gracia, que el Logos siempre reconoce como un horizonte. Pero es completamente esencial que los europeos comprendan –y los españoles– que anteriormente a la concordancia en la Fe, en la Gracia, concuerdan en el Logos en el respeto a la Persona humana, y que este respeto universal es la base de nuestra convivencia más digna; que un católico, un cuáquero o un hebreo pueden hablar en términos de logos, es decir, pueden convivir; que es una simple confusión de ideas pretender erigir a la Gracia –don sobrenatural– en condición para una convivencia natural. El que vive auténticamente en la Fe, sabe que ésta le es dada por Dios; por tanto, que no debe tratar de imponerla: esto sería signo infalible de que su Fe es débil, y quiere ocultar su flaqueza interna con la coacción exterior. Es lógico que el creyente intente atraer al prójimo que está fuera de su Fe: pero, en tanto que lo considera persona, y lo respeta, el apostolado tiene que desarrollarse en diálogo, que no en monólogo; un diálogo hecho posible dentro de normas inflexibles de respeto y aun cortesía mutua. De lo contrario, no sólo la vida del Logos sería hollada: es que, con su destrucción, se arruinaría también la auténtica vida de la Gracia. Porque la gracia no suprime a la Naturaleza, sino que la perfecciona...

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{1} “¿Qué os hemos dado?” –los europeos–, pregunta un misionero a un viejo caledonio. “Nos habéis dado el espíritu", espera oír el misionero; en su lugar, escucha: “Lo que nos habéis dado es el cuerpo”. Lo cuenta Leenhardt, en Do Kamo.

[ Firmado como “Moisés Toledo”, en el Boletín Informativo del Seminario de Derecho Político, Universidad de Salamanca, n° 20-23 (noviembre-diciembre 1957 a enero-febrero 1958), págs. 175-187. ]