Escuela hispánica de dirección de orquesta
Vicente Chuliá, Curso de dirección de orquesta
11. Análisis de las partituras musicales
1. El análisis como descomposición y trituración de las partituras en el hacer del director de orquesta
16 febrero 2020
El análisis como descomposición y trituración de las partituras en el hacer del director de orquesta
Vicente Chuliá FMM 060 (42' 48'')
1. El análisis como descomposición y trituración de las partituras en el hacer del director de orquesta
El asunto que vamos a tratar en la presente lección puede desarrollarse a partir de la idea del hacer del director de orquesta. A este respecto, lo primero que hemos de recordar (ya lo hemos apuntado en otras lecciones) es que el hacer del director de orquesta consiste en una multiplicidad de técnicas muy diversas tales como la técnica gestual, la técnica de los movimientos de los brazos, la técnica del ensayo, la técnica de los reflejos de las proporciones entre los puntos de las figuras geométricas que la gestualidad va realizando o la técnica del conocimiento del engarce de las diferentes técnicas instrumentales de la orquesta. Asimismo, existe otra técnica relacionada con este hacer del director y que constituye el objeto de la presente lección, esta es, el análisis de las partituras.
Nuestra premisa consiste en determinar qué lugar ocupa el análisis de las partituras en el director de orquesta. A lo largo de la historia se han constituido distintas escuelas de dirección de orquesta que han desarrollado una particular técnica en el análisis de las partituras. Por lo pronto mencionaremos la escuela de Hans Swarowsky, quien consideraba dicho análisis de las partituras como el todo del conocimiento de un director de orquesta, es decir que el hacer del director debía estar basado en el conocimiento profundo analítico de las partituras que dirige. Ahora bien, esta escuela de dirección en concreto, así como otras derivantes han estado fundamentadas sobre los distintos sistemas analíticos conformados a lo largo de los siglos XIX y XX; de ellos cabe destacar el sistema de análisis schenkeriano (muy en boga hoy en día), procedente de la tradición de Hugo Riemann, donde se busca el núcleo indivisible de la obra –o la suma de estos– a partir de unas características de división que tienen como finalidad (emic) el encuentro de una línea primigenia o principal, esto es, la idea unitaria por la cual, a través de la tonalidad, se entretejen las partes.
Desde la presente filosofía materialista de la música, tomaremos partido (y con ello no afirmamos que seamos parcialistas o que no tengamos en cuenta otras vertientes a la hora de abordar un tema, sino todo lo contrario, procuramos incorporarlos en un procedimiento dialéctico) por lo siguiente: la esencia del arte musical está delimitada a partir de las ideas de destrucción y descomposición; es decir, entenderemos el análisis de las partituras como el proceso de descomposición (para poder ver las distintas partes que conforman la obra) y de trituración (el demoler esas partes para separarlas entre sí e incorporarlas en progressus a las propias instituciones musicales de la historia de la música). Así pues, reiteraremos en este punto que la partitura no está en el núcleo de la música, es decir, no está en el volumen tridimensional del sonido musical (FMM 009). Ese volumen lo constituye la orquesta (por ejemplo) cuando está sonando en el concierto y va componiendo in situ la obra con sonidos. La partitura, por el contrario, ofrece la posibilidad de relacionar la unidad con la identidad, a saber: cuando la multiplicidad de identidades que forman la obra sustantiva de la partitura se da en acto con sonidos, se transforman y reconvierten conforme se totaliza el conjunto de sonidos que forman la significación sustantiva de la obra musical, es decir, desde lo mismo se obtendrá lo distinto y desde lo distinto lo mismo. En cambio, se mantendrá una unidad (como en el Barco de Teseo) respecto a esa concatenación de instituciones que estén en las partituras.
Así pues, lo que enfatizaremos desde esta perspectiva de análisis es que para que el director de orquesta pueda realizar una obra musical sustantiva en el concierto; para que pueda estar preocupado por constituir una totalización de sonidos que obtengan conexiones, relaciones y que, así, en el final de la propia obra haya un cierre fenoménico a través de una idea de complexidad de las partes, y que precisamente la minuciosa articulación de estas partes vaya dando la posibilidad de que otros entren en ese círculo y puedan totalizar dichas partes al igual que las está totalizando el director mientras las ejecuta como agente, debe darse previamente este proceso de descomposición y trituración de la partitura en diferentes partes.
Esta doctrina de la descomposición la obtenemos de un escrito de Bueno sobre la obra del pintor Jesús Mateo, titulado “Jesús Mateo. La determinación” (revista Matador, Madrid 1999; recogido en Pinturas contemporáneas de Jesús Mateo, Centro de Arte Pintura Mural de Alarcón, Cuenca 2018, págs. 43-51). En él, Bueno desarrolla una analogía entre el cierre categorial de las ciencias y el cierre fenoménico de la obra de arte sustantiva en cuanto a la segregación del sujeto operatorio (esta segregación en el arte no se da de la misma manera que en las ciencias), afirmando que para que esta segregación artística tenga lugar debe constituirse lo que él denomina la voluntad artística.
¿No sería preferible hablar de la “voluntad artística”, de la “pasión artística de Jesús Mateo”? No necesariamente, y, por mi parte, prefiero hablar, en este caso, de “voluntad”. Porque, sin duda, hay artistas apasionados, creadores de grandes obras […] Pero también es cierto que podemos encontrar a grandes artistas que no tienen por qué ser considerados como apasionados, al menos si entendemos el carácter de “apasionado” en su sentido más preciso, el que se alcanza en la “teoría de los caracteres” (tan entretejida con la teoría antigua de los temperamentos) [...] además de los artistas apasionados, existen y han existido también grandes artistas flemáticos, o coléricos, o nerviosos, o sentimentales. Picasso fue seguramente, un apasionado, pero Leonardo fue, al parecer, un sentimental, y Van Gogh un nervioso. Según esto, lo importante en el artista, cualquiera que sea su carácter, es su voluntad artística, la que lo determinará inexorablemente, a través de su carácter, y mediante el gobierno del mismo, a mantenerse firme durante el largo proceso de la preparación y ejecución de su obra. La voluntad artística tendrá unas veces que enfriar, si es preciso, la pasión que pueda poner en peligro a la obra arrasando sus proporciones. […] La voluntad artística tendrá que sujetar las fluctuaciones de un artista total de un temperamento nervioso, y deberá moderar la ira atrabiliaria del artista con un temperamento colérico. (Bueno, 2018, p. 44).
A continuación, Gustavo Bueno expone que la obra de arte no es una creación ex nihilo, sino que en ella hay una lógica racional de operaciones quirúrgicas por las que se da. Estos materiales han de serle dados al artista, porque él no crea ex nihilo; el artista resulta de la confluencia de muy diversas corrientes, las que proceden de las fuentes de la subjetividad y las que proceden de las fuentes objetivas mismas. En este punto, la dicotomía entre subjetivo y objetivo se rompe completamente en el momento se afirma que la «subjetividad» del artista surge como confluencia de fuentes que le conforman en la organización totalizadora por la cual se desarrolla su arte. Asimismo, Bueno establece una definición de «inspiración», entendiendo a esta como «la confluencia de muy distintas corrientes, las que proceden de la fuente de la subjetividad y las que proceden de las cosas objetivas mismas» (2018, p. 45).
En esta confluencia podríamos poner aquello solemos desginar como inspiración: Una “fuerza divina” o, por lo menos, previa a la misma voluntad humana, y no una técnica es lo que mueve al artista, a Ión. Una fuerza “parecida a la que hay en la piedra que Eurípides llamó magnética y la mayoría heráclea”. Por cierto, que esta piedra, sigue diciendo el Sócrates platónico, “no sólo atrae a los anillos de hierro, sino que mete en ellos una fuerza tal que pueden hacer lo mismo que la piedra, o sea, atraer otros anillos, de modo que, a veces, se forma una gran cadena de anillos de hierro que penden unos de otros. A todos les viene la fuerza que los sustenta de aquella piedra”. (pp. 45-46).
Aquí podemos observar una analogía con el concierto en directo, a saber, cuando hay unos receptores que están totalizando la obra a partir de los agentes de la orquesta y del director, se conforman esos anillos de hierro que penden unos de otros, esas cadenas. Dice: «a todos les viene la fuerza que los sustenta de aquella piedra». Precisamente el sustancialismo, es decir, la sustancia artística que se está dando in situ.
Pero, no por ello el artista es creador. Ni el impulso inicial es suyo, en tanto que no ha sido creado por él, ni es creación suya ex nihilo su obra. El impulso inicial le es dado como una Gracia, que le confiere la energía y la fe suficiente para emprender su obra; pero la obra no es algo que él “lleve dentro”, como esa estatua que tantos escultores dicen llevar en su interior, a la espera de darla a luz, de sacarla fuera de sí mismos. Ni la escultura, ni la pintura [ni la música], pueden alojarse en un interior humano porque sólo existen fuera del artista, precisamente en el mundo exterior que le rodea. A este mundo exterior ha de ir orientada toda actividad del artista. Las morfologías que él descubra no serán morfologías creadas, sino obtenidas a partir de materiales dados al artista. Por ello, la fe inicial del artista en su proyecto, una fe inspirada, como hemos dicho, por la Gracia, nada puede significar al margen de las obras realizadas a partir de las otras obras de partida. Sólo las obras son las que justifican o salvan al artista cuando este comience a actuar movido por el impulso inicial de un conocimiento práctico de lo que puede llegar a ser dependiendo de su propia operación. (p. 46).
A continuación, Bueno explica que este conocimiento práctico tiene que ver con la ciencia media:
El artista, en calidad de demiurgo, no puede tener una ciencia perfecta de la obra que está creando, porque esta depende de sus propias operaciones. […] Debe tener de ella una “ciencia media” en algún sentido. Por ello, podría decirse que en la obra de arte, como ocurre con las obras de la ciencia, solamente cuando los resultados hayan sido “justificados”, podemos hablar retrospectivamente de su “descubrimiento”: No puede hablarse del descubrimiento de una verdad hasta que esta verdad haya sido justificada, demostrada. La teología católica venía a enseñar algo similar. La fe del artista en su obra, antes de que ésta haya sido realizada, sólo a través de la “ciencia media” de su propia obra, puede constituirse como fe efectiva, y como Gracia eficaz. (p. 47).
Estas obras de partida son las que nos llevan a la relación con el análisis.
Es, por tanto, la voluntad del artista, como voluntad práctica, técnica y lógica, la única palanca que puede hacer suyo ese impulso inicial [es decir, las operaciones]. Esto es lo que queremos decir al afirmar que la voluntad artística, en cuanto a voluntad práctica, constituye la sustancia misma de la personalidad del artista. Sólo la voluntad, como impulso práctico, técnico o racional, puede lograr que los materiales que le son dados al artista tomen la forma de la obra de arte. Aunque los materiales esten ya dispuestos antes de recibir la forma, nada tienen todavía que ver con la obra terminada, y es la voluntad el único motor que determinará que los materiales acumulados, preparados acaso de un modo sobreabundante, puedan transformarse en una obra efectiva, una obra realmente nueva. (op., cit.).
Extrapolándolo al director de orquesta: Sólo la voluntad, como impulso práctico, técnico o racional del director de orquesta, puede lograr los materiales que le son dados para, en el concierto, hacer la obra de arte. Aunque los materiales estén dispuestos antes de recibir la obra (esto es, el análisis de las partituras, y las partes de estas descompuestas en el ensayo), nada tienen todavía que ver con la obra terminada. Ahora bien, nosotros sólo podemos llegar a estas obras sustantivas por medio de las partituras y el aprendizaje de maestros de la ejecución musical.
El artista tendrá que comenzar por destruir para proporcionarse, con sus fragmentos o partes formales, los materiales a partir de los cuales podrá ir tomando forma la obra proyectada [...] Por eso, la voluntad del artista tendrá que vencer, ante todo, la resistencia que las obras maestras oponen a ser trituradas o analizadas en sus partes formales, enteramente nuevas, porque nadie, ninguna “ciencia divina”, pudo haberlas visto con anterioridad. Son partes formales imposibles de definir antes de que la obra haya sido despiezada. La silueta de una víscera y aún la propia víscera, es indeducible del embrión inicial del organismo del que forma parte. (p. 48).
Es decir, la partitura se presenta como un todo compacto, resistible a ser triturado en partes symploké. Pero esto no debe ser un impedimento para demolerla en instituciones contradictorias entre sí.
En el siguiente párrafo, Bueno nos previene acerca de los intérpretes. Desde el campo musical pueden referirse a los intérpretes musicales, musicólogos y todos aquellos músicos que pretenden atrapar la música de manera absoluta.
A la resistencia del todo al ser descompuesto en partes formales indeducibles [a la resistencia de querer demoler una partitura] habría que añadir la resistencia que los intérpretes de las obras maestras opondrán a todo aquél que se atreva a triturarlas, y aún a modificarlas. […] Sólo una firme voluntad, como la que Mateo nos demuestra, puede evitar el naufragio del artista en el caos que él mismo habrá producido al “desrealizar” el mundo del que ha partido, al deformarlo a fin de extraer de él los materiales que habrán de servir para su propia obra. (op., cit.).
Con todo ello, el tipo de análisis que defenderemos desde la filosofía de la música del materialismo filosófico, totalmente contrario al que se lleva a cabo generalmente en la praxis actual de la música, no es un análisis especulativo; no es un análisis doxográfico o un análisis teórico, sino que consiste en la demolición de partes constitutivas de una partitura con el objeto de ir conformando posteriormente distintas partes que se incorporen a la totalización de la propia obra que se compone en el concierto. Es por ello que el análisis debe servir como herramienta para separar y juntar constantemente, a partir de las unidades morfológicas a las que denominamos Glomérulos (FMM 045), las distintas partes que se descompondrán y reconstruirán:
La reconstrucción, a la vez, abre un largo camino, penoso o gozoso, que sólo la voluntad del artista puede remontar. La obra no está en el caos; y la obra permanecerá infecta incluso cuando el caos empiece a organizarse mediante un proceso que no tiene por qué ser lineal: senderos imprevistos, conexiones inesperadas, se le ofrecerán al artista y pondrán en peligro las partes mismas que ya hayan sido moldeadas. En esto residirá su libertad respecto de las formas que le han sido dadas, y de ahí brota el placer, y el goce creador del artista. Porque la libertad de su voluntad ha de mantenerse determinada o dirigida por la obra misma que está en proceso. […] ¿Hasta cuándo habrá que seguir destruyendo, reconstruyendo? Todo dependerá del valor que a la obra se le atribuya en cada momento, y en relación con su culminación [al cierre fenoménico]. […] El artista, en virtud de su libertad, se encuentra solo, por más que se sienta asistido por esa cadena de entusiastas que ha ido formando a alrededor. Porque es el artista quien asume la total responsabilidad de la obra. Desde el momento él sabe que puede alterar lo que ya está hecho en parte o en todo, según las existencias objetivas de la obra misma, no podrá alcanzar la evidencia de que la Gracia, que sólo puede proceder de la obra perfecta, le ha sido concedida para poder salvarse como artista. Deberá seguir trabajando, esforzándose, día tras día, mes tras mes, año tras año. […] Ni la fe en sí mismo, ni el esfuerzo, ni el trabajo tenaz, ni el goce de la “creación”, justifican por sí mismos la obra. [...] La justificación sólo puede venir de la propia obra [...] De la perfección de una obra que haya alcanzado un punto de madurez tal que sea ya capaz de impedir al artista rectificar nada. […] el artista, liberado de su libertad de elección, perderá su libertad para cambiar cualquier detalle de lo que ha hecho y se verá obligado a decir a cualquier crítico que le sugiera la conveniencia de alguna variación: “¿Y quién soy yo para modificar esa obra maestra?”. (pp. 48-50).
La libertad artística está en la anulación de la libertad de elección. La idea de libertad artística, pues, tiene que ver ni más ni menos con el momento en el que el artista ya no puede alterar nada de la obra que ha compuesto. Hasta entonces, la propia voluntad artística reside en el trabajo, en las operaciones constantes que debe realizar para que la obra se conforme de manera lógica racional y práctica a partir de los materiales dados que, al combinarse en symploké, van conformando el sustancialismo actualista. A partir de esta explicación, podemos reinterpretar algunas ideas del director de orquesta Sergiu Celibidache.
Para Celibidache, la obra artística es una verdad revelada en el espíritu humano donde confluyen el principio y final de de la obra musical. Para nosotros, en cambio, la obra sustantiva se da a partir de las operaciones que van constituyendo una totalidad joreomática de sonidos en acto, de tal modo que cuando la obra ha terminado, el final se presenta como la consecuencia lógica del fluir del melos derivado del principio. Ahora bien, las totalizaciones y los cierres fenoménicos que puedan darse y que sean posible complexionar, dejarán a la obra de arte sustantivada en el concierto in situ a un punto tal que el sujeto operatorio quedará segregado análogamente a como se segrega el geómetra del teorema.
Hasta que llegue este momento [el momento en que la obra no pueda ser corregida; la obra conformada en acto], si llega, sólo su voluntad de acero puede mantener al pintor [en este caso se refiere a Jesús Mateo] a flote en el oleaje agitado del nuevo mundo en embrión. El artista sabe que no basta el reconocimiento que él pueda haber obtenido, o seguir obteniendo, de las personas que confían en él, que tienen fe en él, y que lo juzgan favorablemente. Sabe que el reconocimiento sólo puede proceder de la obra misma que él ha creado, y de la cual habrá tenido que segregarse de un modo muy parecido (aunque desde luego no igual) a como el geómetra que, tras tortuosos caminos personales, ha logrado demostrar un teorema y mediante esa demostración él mismo queda segregado de su propio descubrimiento o invención. ¿Acaso el Teorema de Pitágoras necesita seguir recordando a Pitágoras una vez que fue definitivamente demostrado? Euclides ni siquiera lo presentará en sus elementos como “Teorema de Pitágoras”; simplemente, lo designará por un número de orden, en la serie de sus demostraciones, como “Teorema 47”. Y, sin embargo, a pesar de todo, Pitágoras, segregado de la Geometría, por su teorema, volverá a ser asociado a ella por lo demás hombres. (pp. 50-51).
Por consiguiente, terminaremos la lección de hoy con la consideración de que entendemos el análisis como la trituración de un glomérulo que forma la partitura en múltiples glomérulos que pueden encadenarse a otros tantos institucionales y que tienen que ser recompuestos de manera infinita, siempre buscando sustancializar en acto la propia obra de arte. Este engarce de unidades morfológicas constituirá un cierre fenoménico, la obra perfecta.
«El artista, segregado de su propia obra, cuando ésta haya alcanzado su perfección, volverá a ser vinculado a ella por todo aquél que sea capaz de admirarla». (p. 51).