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Gustavo Bueno Arnedillo (1885-1975)

Gustavo Bueno Arnedillo en México 1915

Médico español, nacido en Calahorra el 10 de julio de 1885, y fallecido en Madrid el 23 de marzo de 1975 (precisamente mientras se celebraba en Oviedo el XII Congreso de Filósofos Jóvenes). Tras estudiar Medicina en Zaragoza, ejerció en su juventud su profesión en México (en el Hospital Español y con clínica propia, como se aprecia en esta fotografía de 1915, en un edificio donde en un letrero también puede leerse “Cia. Petrolera Salvasuchi. Pánuco”). Vuelto de México se estableció en Santo Domingo de la Calzada, siguiendo los pasos de su padre, Santos Bueno Roqués, médico en esa ciudad.

«Santo Domingo. Han desembarcado en Barcelona, procedentes de Méjico, el joven médico don Gustavo Bueno, hijo de nuestro querido médico titular don Santos Bueno Roqués, y un hijo de nuestro convecino el fabricante de curtidos, don Salvador Velasco. A esperar a los viajeros en Barcelona marchó el señor Velasco.» (La Rioja, 28 septiembre 1915.)

«Santo Domingo. Como obsequio de bienvenida y encontrarse libre y sano de las hordas revolucionarias de Méjico, de cuyo país acaba de llegar, ayer, por la noche, la banda municipal dio serenata al joven e ilustrado médico don Gustavo Bueno, hijo de nuestro querido médico titular don Santos Bueno Roqués. Vaya también nuestra bienvenida, congratulándonos de veras la inefable alegría de sus padres y hermana.» (La Rioja, 5 octubre 1915.)

Casado con María Martínez Pérez (fallecida en Madrid el 28 de marzo de 1959), también de familia de médicos, tuvieron cuatro hijos: María de los Angeles, Gustavo, María Teresa y Fernando.

De la Fuerza a la Razón

Gustavo Bueno Arnedillo publicó tres libros: Evolucionismo y Resurrección. Nuevos estudios antropológicos y biológicos sobre las teorías de la evolución y del resurreccionismo (Tipografía de F. Gambón, Zaragoza 1925, 216 páginas), De la Fuerza a la Razón. Nuevos estudios evolucionistas concernientes al origen, progreso, término y resurrección de nuestra especie (Imprenta Editorial Gambón, Zaragoza 1928, 241 páginas) y La génesis del cáncer y la lucha por la vida. Exploraciones biológicas (Imprenta Editorial Gambón, Zaragoza 1932, 120 páginas). [Es curioso advertir que De la fuerza a la razón, recogido con el número 32463 en la obra Bibliografía Filosófica Hispánica (1901-1970) de Gonzalo Díaz Díaz y Ceferino Santos Escudero, CSIC, Madrid 1982, pág. 1141, se atribuye en el índice onomástico a Gustavo Bueno Martínez, que sólo contaba cuatro años cuando fue publicado.]

Aparte de estos libros publicó, entre otros, los artículos «Anestesia obstétrica» (en Logroño Médico (1932), «Biología del lenguaje» (en Logroño Médico, 1933), «Introducción a la Psiquiatría» (en Logroño Médico, 1934) y el opúsculo La lucha por la vida y el origen del mal en el trabajo, en la sexualidad y en la religión (Gambón, Zaragoza 1935, 24 págs., discurso pronunciado en la Catedral de Santo Domingo de la Calzada). (Ver Diccionario Biobibliográfico de Autores Riojanos, A-B, Logroño 1993, pág. 286.)

En mayo de 1994 publicó Gustavo Bueno Martínez, en el Programa Oficial de las Fiestas del Santo (Santo Domingo de la Calzada 1994), la siguiente semblanza de su padre:

Gustavo Bueno Arnedillo

Mi buen amigo Alberto Ruiz Capellán me invita a escribir dos folios sobre mi padre. ¿Cómo no aceptar una invitación semejante? No es tarea fácil evocar una figura tan grande en un espacio tan pequeño. Mucho mejor sería disponer, para la evocación, de un espacio mayor, pero ello no debe constituir una razón para declinar la invitación, porque esto sería tanto (como mi padre diría) como hacer a lo mejor enemigo de lo bueno.

La génesis del cancer y la lucha por la vida

Mi padre fue un filósofo que ejerció la medicina durante casi cincuenta años en Santo Domingo de la Calzada, después de unos primeros años, de feliz recordación, en México. También su padre (mi abuelo), don Santos Bueno Roqués, había sido médico en Santo Domingo; de manera que ambos cubren casi un siglo de la vida de la ciudad. Don Santos procedía de Calahorra pero tenía raíces en Santo Domingo porque su madre era de la familia de «los Roqueses», unos franceses que se asentaron aquí en la época de las guerras napoleónicas. Sin duda esto determinó una cierta «tradición francesa» de familia (algunos contactos personales, libros: recuerdo a mi padre leyendo habitualmente revistas médicas y libros franceses). La época en la que mi abuelo y, sobre todo, mi padre ejercieron la medicina corresponde a la época en la cual ésta había entrado ya plenamente en su fase científica (la fase de los «aparatos del positivismo»: microscopio, rayos X y ultravioletas...; mi padre había sido discípulo de Cajal; en los años treinta los experimentos de mi padre con el nervio trigémino –que atrajeron a Santo Domingo a un notable número de enfermos– lograron una cierta resonancia nacional) pero sin haber perdido todavía sus características «clásicas». El «médico general» era, a la vez, «especialista» o, dicho de otro modo, su responsabilidad como médico general no estaba reducida al papel de «funcionario distribuidor» de los enfermos. Era la época de los «médicos totales», más que generales, lo que obligaba a tener una perspectiva mucho más amplia según aquella máxima del gran Letamendi que muchas veces se la oí repetir a mi padre: «el médico que sólo sabe medicina, ni medicina sabe». Un «buen médico» en aquella época era mucho más de lo que hoy pueda ser un «profesional excelente». Era una especie de artista cuya acción era muy personal e insustituible. Por ejemplo, eran inconcebibles –por no decir ridículas o carentes de decoro– las «vacaciones» o el «mes de permiso». Día tras día, año tras año, su «estado mayor» permanecía en la casa de la calle Mayor para recibir las llamadas: mi madre doña María, también hija de médico, y mi tía doña Angeles, fueron instituciones durante décadas en la vida de Santo Domingo.

Gustavo Bueno Arnedillo y su familia hacia 1943

Por otra parte, Santo Domingo, antes de la televisión o del automóvil, constituía una ciudad –en modo alguno un «pueblo» o «centro rural»– muy estructurada. Cuando yo fui a Salamanca en los años cincuenta no encontré diferencias esenciales, salvo naturalmente de escala: en Salamanca había una gran Universidad Pontificia, pero en Santo Domingo, que también tenía Obispo, había un Estudio de Teología cuyos profesores, bibliotecas, conversaciones –sin contar las piedras, las cornisas, los órganos– recordaban el ambiente universitario salmantino.

En este escenario mi padre representó, durante casi cincuenta años, el arquetipo del médico que, sin perjuicio de estar integrado plenamente en la ciudad, no olvidaba nunca que vivía en ella «desde» su oficio de médico total; un oficio que le mantenía siempre a distancia de la taberna o de las habladurías y le obligaba a llevar bastón, corbata y sombrero, incluso en los paseos cotidianos por los Molinos durante los cuales tantas veces me explicaba, siendo yo niño, topónimos vascos o hipótesis geológicas con la misma perspectiva naturalista con la que me explicaba las partes del cerebro humano en las autopsias a las que me hacía acompañarle. Mi padre actuaba siempre desde una visión teórica, es decir, no meramente empírica, ramplona o pragmática de las cosas. Era un filósofo. De hecho, de los tres libros que publicó, en los años veinte, dos son libros de filosofía: De la fuerza a la razón y Evolucionismo y resurrección.

Sin embargo fue siempre católico y católico practicante. Esto dice mucho, sin duda, pero no lo dice todo, sencillamente porque hay modos muy diversos de «creer y practicar» una religión como la católica-romana. Acogiéndome a una clasificación tradicional –se remonta, por lo menos, a Averroes, y se continúa por Lessing o Unamuno– podrían distinguirse tres modos fundamentales de «creer y practicar» la religión católica (también el islamismo o el judaísmo): el modo mitológico (la «fe del carbonero», propia del pueblo sencillo y analfabeto, que pone en un mismo plano «lo natural y lo sobrenatural», y que es milagrero y supersticioso); el modo teológico, que distingue ya lo que es «racional» y lo que es «praeteracional», recurre a abstracciones y trata de interpretar los dogmas de forma que no «escandalicen excesivamente» a la razón (incluso emprende tareas como las de la «desmitologización» de la Biblia) y el modo filosófico, que es acaso el mismo modo teológico, llevando al límite el alegorismo, o el simbolismo de los dogmas, de las ceremonias o de los sacramentos (la «costilla de Adán», la «manzana del pecado» o la «presencia real de Cristo en la Eucaristía» serán interpretados, por ejemplo, como recursos pedagógicos orientados a la edificación moral del pueblo). El modo filosófico de vivir la fe, aunque en el fondo constituye una superación de la misma, se presenta en la apariencia como un buen aliado de ella y, en efecto, el filósofo cristiano (o el cristiano filósofo) no dará a entender el menor signo de agresividad ante el teólogo y ni siquiera ante la fe del pueblo sencillo, precisamente porque lo verá como a un niño (mi padre guardaba escondidos en un armario, sin duda para preservarlos de la curiosidad de sus hijos, libros de Voltaire o de Anatole France)

Desde luego me atrevo a afirmar que mi padre no vivió la religión según el modo mitológico, ni siquiera según el modo teológico (entre otras cosas porque él no era teólogo), sino según el modo filosófico. El modo propio de un deista que además buscaba argumentos positivos (biológicos, históricos...) para hacer «razonable» al cristianismo, incluso para probar los dogmas que él consideraba de mayor importancia y que lo eran sin duda desde la perspectiva de un médico, a saber, el dogma de la espiritualidad del alma y el dogma de la resurrección de la carne. Estos dogmas los defendió de la manera más racional posible, combatiendo, por un lado, el darwinismo radical (tanto en lo que concierne al transformismo cuanto en lo que concierne a su tesis de la «lucha por la vida», el darwinismo social) y, por otro, a las mitologías palingenésicas teosóficas tan en boga en aquellos años (que preceden, por cierto, a la mitología de los extraterrestres de nuestros días). En el cristianismo veía mi padre, precisamente, la garantía histórica de la realización de la «ley del progreso» positivista, que desterraría, ya en la Tierra (y no sólo en el futuro celestial), el darwinismo social, en la línea, muy unamuniana por cierto, de ver que la religión del zapatero consiste en hacer bien sus zapatos: «...cristianismo, además de admitirse en teoría y a pesar de la antedicha limitación de capacidad efectiva, puede adquirir completa realidad práctica por el trabajo, es decir, trabajando cada cual en su profesión, escrupulosa, progresiva y lealmente, o para decirlo con la expresión vulgar a conciencia.» (De la fuerza a la razón, Zaragoza 1928, pág. 25). En sus ataques al darwinismo (aún aceptando la realidad de la lucha por la vida en el estado actual de la humanidad) tampoco desentonaba excesivamente con la gran corriente antidarwinista a la que dio lugar el mendelismo, antes de la «nueva síntesis», en la cresta de la ola de aquella corriente se movían personajes de la talla de un Von Uexküll, en Alemania, o incluso de Ortega en España.

Van a cumplirse veinte años desde la muerte de mi padre, veinte años que han demostrado cómo un hombre no necesita de homenajes públicos ni de rótulos de calles o plazas para ser recordado con afecto por todos los calceatenses, para mantener viva una discreta fama, es decir, una clara notitia cum laude.

Gustavo Bueno Martínez

En un prospecto de ocho páginas publicado por la Librería Médica R. Chena y Compañía (Atocha 145, Madrid), se recogen «algunas autorizadas opiniones» sobre el primer libro de Gustavo Bueno, Evolucionismo y resurrección, aparecido en 1925, de las que ofrecemos una selección:

Evolucionismo y resurrección

D. Juan Barcia Caballero
Rector Honorario de la Universidad de Santiago
(El Eco de Santiago, nº 13.400)

«En cuanto recibí este libro –que no vacilo en calificar de precioso– atrájome lo sugestivo –perdón por lo manido del epíteto– del título, tan acorde con mis aficiones, y dispúseme a hojearlo sin ánimo de hacer una lectura seguida y completa; pero a las pocas páginas, me cautivó de tal suerte que no le dejé ya hasta su terminación. Tal me resultó de interesante. (...) Difícil es en un solo artículo sintetizar la extensa materia que el libro comprende. Para abarcar en un punto de vista suficientemente amplio el amplísimo asunto que dilucida el Sr. Bueno, llama a concilio cuantas ciencias pueden servirle para el caso: y la Anatomía, la Embriología, la Fisiología, la Antropología, la Psicología y la Filosofía, acuden dóciles y solícitas a ponerse a sus órdenes y suministrarle materiales para su obra. Claro es que para utilizarlos hay que conocerlos previamente; lo cual demuestra que el autor tiene trabada vieja amistad con todas. Así es, seguramente; y así sabe servirse de ellas a la maravilla.»

D. Rosendo Cortés
(La Gaceta del Norte, nº 8.598)

«Del libro Evolucionismo y resurrección que acaba de aparecer puede decirse como se ha dicho del Fausto de Goethe, que «hace reflexionar sobre todas las cosas y algunas más». Su autor, Gustavo Bueno, ofrece al lector, en amenas y documentadas descripciones, la teoría de la Evolución, con audacia y claridad, que dejan atrás a las del filósofo evolucionista Spencer. Presenta desde un cuadro sinóptico, con la evolución de la Nebulosa Inicial, hasta el capítulo que dedica a la Final, o sea al fin del mundo. Desarrolla temas sugestivos sobre la geogenia, biogenia, antigüedad del hombre, valor y significación de las civilizaciones todas... probando cómo la teoría de la evolución, en vez de ser un obstáculo a la marcha triunfal del cristianismo, si se la estudia sin prejuicios materialistas, sirve para resolver numerosas objeciones, de las de estos tiempos, porque «siendo la ley de evolución –y por tanto, la del progreso– una de las grandes leyes naturales, su estudio ha de servir para mejor conocer a la Inteligencia Legisladora que las dictó, es decir a Dios»: con lo que destruye infinidad de gérmenes racionalistas que proceden de la filosofía cartesiana...»

D. Angel de Diego
(El Eco Médico-Quirúrgico, nº 475)

«Es el libro más original que he leído en mi vida. (...) En las primeras páginas me pareció darwinista el autor, partidario de la teoría evolucionista, lo que me sorprendió por serme conocidos sus sentimientos religiosos. A medida que avanza la lectura de la obra se pone al lector muy en cuidado ante la especialísima dialéctica y originales deducciones que aparecen después de la exposición de multitud de datos históricos, prehistóricos, religiosos, filosóficos, biológicos, químicos y antropológicos. (...)

¿A cual evolucionismo, materialista o espiritualista, nos inclinamos? Difícil es contestar...»

D. Félix Antigüedad
Publicista médico
(El Adelanto, Salamanca, nº 12.756)

«En estos tiempos de verdadera crisis espiritual, acaba de aparecer en el mundo científico la obra Evolucionismo y Resurrección, debida a la brillante pluma de D. Gustavo Bueno, médico culto y sagaz filósofo, que trata con una gran competencia problemas tan importantes como son el de nuestro origen y de nuestro destino.

Este libro –que es el primero por ahora– ha de originar grandes polémicas entre sus adversarios, puesto que en él late un creacionismo cristiano en oposición abierta con el evolucionismo darwinista... Gustavo Bueno, sostenido por una fe sólida, mira en toda su obra hacia arriba, puesto que en ella nos habla de la evolución extracósmica del alma humana y la mirada con la descripción de ese mundo suprasensible, siente venir hacia nuestro espíritu la alegría de una claridad. Acepta la verdad revelada y la verdad observada, pareciendo deducir que la religión comienza donde la ciencia acaba y estudia el drama de la existencia con un fino sentido filosófico. Felicitaciones merece el muy culto médico de Santo Domingo de la Calzada por lanzar su obra en un ambiente materialista, donde el darwinismo parece ser el dogma de muchos contemporáneos...»

(Boletín Oficial del Colegio de Médicos
de la provincia de Zaragoza,
nº 84)

«Es un esfuerzo sobrehumano de estudio, de compilación y de estrujamiento cerebral, como dice el Boletín del Colegio Oficial de Médicos de la provincia de Vizcaya, el efectuado por Gustavo Bueno, para dar el zumo de las cosas más abstrusas, en síntesis, fórmulas y cuadros sinópticos, tan acabados y claros... Felicitamos al autor que se muestra en este libro como un gran filósofo y esperamos con impaciencia su segunda obra...»

(El Cantábrico, Santander, nº 11.371)

«Gustavo Bueno comienza su libro con la afirmación de que la ley del progreso o del perfeccionamiento es una variante de la ley de evolución, destinada a hacer que desaparezca la desarmonía social. Para demostrar su aserto, el autor, de modo sencillo, lejos de toda vulgaridad, con estilo elegante, evoca desde el hombre primitivo, que no pudo hallar en la selva la felicidad con que soñaba Rousseau, hasta lo que puede llamarse luchas de las civilizaciones, que combaten unas con otras, estando dentro de lo que Darwin, aunque no se refiera a ellas, considera un combate continuo. Hace Gustavo Bueno un esbozo muy atinado del paganismo, judaísmo, del cristianismo ortodoxo o católico y de los cristianos disidentes (...). Termina el libro con un apéndice, en el que Gustavo Bueno se ocupa del fin del mundo, poniendo atinados comentarios a la famosa teoría del «retorno eterno», de Nietzsche, Blanqui y Gustavo Le Bon.

Para terminar, Evolucionismo y Resurrección es un libro interesante y bien escrito, culto, obra de un escritor serio y documentado, que aviva en el lector una gran curiosidad y produce honda inquietud espiritual.»

D. Santiago Ramón y Cajal
Rector Honorario de la Universidad de Zaragoza

«He recibido su bien pensado y escrito libro sobre el Evolucionismo y Resurrección. Por el rápido examen efectuado he advertido con gusto que la obra está perfectamente documentada y que domina usted los obsesionantes y angustiosos problemas que suscita la teoría de la evolución y la crisis de la conciencia religiosa. Le doy por su precioso regalo las más vivas gracias al par que mi cumplida enhorabuena.»

D. Ricardo Royo Villanova
Rector de la Universidad de Zaragoza
(El Debate, Madrid, nº 5.091)

«Un médico filósofo. No es el primero, ni seguramente será el último. El campo de la Filosofía viene desde antiguo cultivándose con preferencia por matemáticos, poetas y médicos. (...) Un libro cuyo autor ha tenido la gentileza de dedicar, según reza en la quinta de las páginas del precioso volumen: A la gloriosa Universidad de Zaragoza.

Es un homenaje al alma máter de un médico, todavía joven, que después de poner muy alto, como Jefe de Clínica del Hospital Español de Méjico, el pabellón de la Medicina ibérica y de la Universidad aragonesa, tocado por el desengaño y espoleado por el dolor, se repatria, medita, estudia y levantando el vuelo por encima de las miserias humanas, que en ningún horizonte profesional tiene las perspectivas que en el médico, se lanza sorbido hacia el ideal y escribe un primoroso tratado que titula Evolucionismo y Resurreción.

Es, sin duda, Gustavo Bueno, que así se llama el autor, uno de esos espíritus que de lo obscuro hacia lo claro aspiran, según el verso inmortal del autor de Fausto.

La idea de Dios, amortizada por el materialismo en la masa, resurge en la energía que le es inherente, y el análisis más sutil no puede atraparla de nuevo, esclavizándola, disolviéndola, suprimiéndola, en fin, en todos esos entes de razón positivistas, de la molécula y del átomo, del ión, del electrón, del magnetón, de todo eso que se evapora entre las manos, que se esfuma entre las balanzas, que se escapa entre las micras, que transciende de los matraces y que, a modo de un hálito imponderable, es la nada que queda de todo, porque es el todo que tiene la nada, esa nada de donde Quien pudo hizo un infinito de mundos (...).

Gustavo Bueno, que, como médico ilustre, tanto ha investigado en los laboratorios y en las bibliotecas, y como clínico práctico tantas veces se ha enfrentado con el hombre que sufre, con el hombre que agoniza y con el hombre que yace, ha resucitado también, como tantos y tantos médicos, desde la tumba de la materia inerte y de la podredumbre de la vida, donde la juventud, sobredorada, por el orgullo pueril de una inteligencia engañada por los sentidos, a la virilidad de oro de la ley, en que al tropezarse con los pavorosos problemas de la eternidad, desaparece todo el fuego del infierno positivista para quedar toda la luz del ideal católico y a su resplandor inextinguible, mirar lo que con otra luz no puede verse, desenvolviendo...»